Los sistemas de patentes surgieron en el mundo hace varios siglos, con el objetivo de incentivar las invenciones que contribuyen al bienestar de la humanidad. El incentivo consiste en un derecho de exclusividad, mediante el cual sólo el innovador puede ceder o fabricar y comerciar su invención durante un periodo mínimo de 20 años.
En términos escuetos, aun cuando no precisos, el Estado otorga un poder de monopolio a los innovadores. Pero lo hace a cambio de la entrega simultánea de los conocimientos que les permitieron llegar a la innovación y del restablecimiento de la competencia al vencimiento de la patente, mediante la libertad de fabricación por parte de cualquier empresa.
Si alguien recibe por ley el privilegio de ser el oferente único en un mercado, es apenas obvio que su poder tienda a reflejarse en precios superiores a los de un mercado de competencia perfecta. En ese contexto es simplista, por decir lo menos, la posición de aquellos críticos que “descubren” que las patentes acarrean costos sociales vía mayores precios. Ese “descubrimiento” conduce a visiones parcializadas del impacto de las patentes en la sociedad.
No obstante, tienen razón al pensar que es necesario contar con estudios que contrasten los efectos teóricos de ceder esos derechos de exclusividad con los que se observan en la realidad.
Teóricamente se reconoce que las patentes generan al menos 4 impactos en la sociedad: incentivo a las labores de investigación y desarrollo; sobrecosto en precios al consumidor; difusión de conocimientos; y mejora del bienestar de la población.
En el mundo el debate abarca varios de esos aspectos. Así, hay estudios recientes que verifican su influencia en la investigación, pero condicionada a la existencia de un sistema nacional de innovación. En Jordania y Brasil, por ejemplo, la investigación biomédica, que era nula, se desarrolló con la reforma al sistema de patentes. Michael Ryan destaca que “al menos 3 firmas brasileñas y al menos 5 jordanas establecieron actividades de investigación y desarrollo, estrategias gerenciales de propiedad intelectual y crecimiento de portafolios de patentes de sus propios esfuerzos de innovación”.
También hay estudios sobre la mejora en el bienestar de la población. Frank Lichtenberg encontró en una muestra de 52 países que la expectativa de vida de la población mejoró en cerca de dos años entre 1982 y 2001 y que el 40% de ese incremento era atribuible a los nuevos medicamentos.
En Colombia el debate se ha centrado en los precios –especialmente de medicamentos–, en el marco de la negociación del TLC con Estados Unidos. Puesto que en su mayoría han sido realizados por críticos del TLC, su enfoque es demostrar lo evidente: que los monopolios fijan precios que no son de competencia y que ello impone un costo a la sociedad. Como el objetivo de los estudios es político, se simulan escenarios que no existen en el texto del TLC y a renglón seguido se estiman unos costos, por supuesto irreales.
Más allá de la discusión sobre el realismo o la creatividad para calcular los costos de las patentes, el debate debería trascender lo evidente y buscar respuestas a preguntas más amplias: ¿Colombia está creando una institucionalidad que sumada a la protección de patentes incentive la investigación de las empresas nacionales? ¿Las empresas del país usan los conocimientos divulgados por innovadores en sus solicitudes de patentes? ¿Mejora el bienestar de los colombianos con el sistema de patentes? ¿Cuáles medidas se deben adoptar para corregir las fallas que se están presentando en estos temas? ¿Terminada la protección, sí entran competidores al mercado?
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