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Un millón de colados

viernes, 21 de junio de 2019
Publicado en Portafolio, el viernes 21 de junio de 2019

Con ese titular solo me estoy anticipando unos pocos años a las noticias de Bogotá. ¡Qué alarmista!, dirán algunos. Pero hace cuatro años escribí una columna (“Transmilenio: Costos de la inacción”; Portafolio, 17 de julio de 2015) preocupado por la pasividad gubernamental ante los 60 mil colados diarios en Transmilenio; ahora se cuelan 384 mil personas cada día, ocasionando pérdidas por más de $222 mil millones anuales, según un estudio de la Universidad Nacional.

Con base en la teoría de los vidrios rotos es fácil anticipar que los evasores seguirán aumentando, igual que las ventas ambulantes y la delincuencia en las estaciones. Si se mantiene la tasa media anual de crecimiento de los colados del 59% (aun cuando lo más razonable sería suponer un crecimiento exponencial), a finales de 2021 se alcanzará el millón. Lógicamente, las pérdidas serán más cuantiosas y pueden afectar la sostenibilidad de Transmilenio; ya con el monto actual se habrían financiado 200 buses por año, mitigando los problemas de obsolescencia, o el arreglo de miles de puertas de las estaciones que no han sido reparadas e incentivan las infracciones.

Como en Colombia creemos que los problemas se solucionan expidiendo leyes, en el nuevo Código de Policía se establecieron multas para los colados y los vendedores ambulantes en Transmilenio. Cuando su observancia queda en manos de imberbes policías bachilleres y de empleados de vigilancia de las estaciones, las probabilidades de reducir las contravenciones son remotas; vemos cómo ellos generalmente prefieren dar la espalda a los infractores, porque temen que detenerlos o llamarles la atención pueda repercutir en agresiones como las que le han costado lesiones e incluso la vida a varios de sus compañeros.

Vale la pena recordar el ejemplo del metro de Nueva York a finales de los ochenta y comienzos de los noventa porque dejó lecciones muy pertinentes para Bogotá, que pueden evitar llegar al millón. En esa ciudad las personas se empezaron a colar, hasta alcanzar un récord de 232 mil por día, lo que representó el 6,9% de evasión en 1990; por contraste, según la Universidad Nacional, la evasión bogotana es del 15,4%. Lo cierto es que, ante la pasividad de las autoridades, paralelamente creció la delincuencia y el daño a los vagones.

Desde 1989 las autoridades reaccionaron. Conformaron un grupo de lucha contra la evasión de tarifas (Fare Abuse Task Force - FATF), seleccionaron como objetivo las 305 estaciones de mayores problemas, y se establecieron unidades móviles de reseñas judiciales para agilizar el procesamiento de citaciones y multas. Dispusieron de grupos de policías uniformados y encubiertos y “los arrestos por colarse aumentaron de 10.268 en 1990 a 41.446 en 1994” (Alla Reddy y otros (2011) “Measuring and Controlling Subway Fare Evasion”). Aun así, la evasión solo empezó a caer continuamente desde 1992 y en 1994 llegó a 2,7%.

Mientras en Bogotá se adopta un programa a gran escala para combatir a los colados, vendedores ambulantes y delincuentes del Transmilenio, sería útil que las autoridades publiquen semanalmente el número de comparendos impuestos a los infractores y los recaudos efectivos logrados con ellos; muy probablemente tendríamos sorpresas con los irrisorios porcentajes de sancionados y de pagos efectivos de las multas. Pero alguien tendría que empezar a dar explicaciones por esos resultados.

No es solo Transmilenio

viernes, 17 de abril de 2015
Publicado en Portafolio el 17 de abril de 2015

Fracasaron las puertas “anticolados” del Transmilenio. Así calificaron los medios ese experimento, que suscita la atención como parte de la problemática del sistema de transporte masivo.

Es razonable el interés que despiertan los crecientes problemas de Transmilenio, pero no hay que verlos aislados de lo que ocurre en la ciudad: acelerada informalidad, incumplimiento de las frecuencias de las rutas, “raponazos” de celulares, atracos cada vez más frecuentes, intolerancia que ha ocasionado muertos y heridos, miles de colados aplicando la ley del atajo, incapacidad institucional para unificar el sistema de las tarjetas, etcétera.

Por eso es ingenuo pretender que el problema de los colados se va a terminar cambiando las puertas. Es una medida necesaria, sin duda, pero la solución no es convertir las estaciones en cajas fuertes ni ponerles alambrados de púas para evitar esta práctica.

Hay que pensar que los colados, con cifras que oscilan entre los 25 mil y los 70 mil diarios, según la fuente –lo cual indica que las autoridades locales ni siquiera tienen una medición precisa del problema–, tienen una explicación de fondo. Quizás, algunos lo hacen por necesidad, porque $1.700 es un costo elevado que no pueden asumir, pero la inmensa mayoría lo hace por un efecto rebaño: “Si los demás lo hacen y no pasa nada, ¿por qué no lo hago yo?”.

Ese efecto se fundamenta en la pérdida de valores cívicos propiciados por la ausencia de autoridad que haga valer las normas. Es un caso típico de la teoría de las ventanas rotas, cuya idea central exponen Willson y Kelling en los siguientes términos:

“Los psicólogos sociales y la policía tienden a coincidir en que si una ventana en un edificio se rompe y se deja sin reparar, todo el resto de las ventanas pronto estarán rotas. Esto es válido tanto para los barrios prósperos como para los decadentes. Las ventanas rotas a gran escala no ocurren necesariamente porque algunas zonas están habitadas por rompedores de ventanas, y otras por amantes de las ventanas; más bien, una ventana rota no reparada es una señal de que a nadie le importa, y, por lo tanto, romper más ventanas no cuesta nada”.

A partir de un hecho tan simple, empieza una secuencia de comportamientos de indiferencia, imitación, agresividad, vandalismo, violencia y otros delitos. Los ciudadanos terminan cediéndole espacios de forma pasiva a los “rompe vidrios”, o se contagian y engrosan las filas de “rompe vidrios”.

En ese contexto, cabe preguntarse si la decisión de las puertas “anticolados” hace parte de una estrategia más amplia o es una medida aislada; si como complemento hay decisiones sobre erradicación de la informalidad en las estaciones y en los buses; si están en marcha agresivas estrategias de lucha contra la delincuencia; si van a desarrollar campañas intensivas para la recuperación de los valores cívicos; y si todas las anteriores son parte de una política para la ciudad o solo para Transmilenio.

Las políticas del exalcalde de Nueva York, Rudolph Giuliani, basadas en la teoría de las ventanas rotas, ilustran la importancia de adoptar medidas coherentes, a gran escala y orientadas a fortalecer los valores cívicos para hacer vivible la ciudad. No hacerlo es claudicar al derecho a una mejor calidad de vida.

Aquel Transmilenio

jueves, 21 de agosto de 2014
Publicado en Portafolio, el 22 de agosto de 2014


El anhelo bogotano de tener un sistema masivo de transporte moderno y eficiente, parece una quimera. Se viene desdibujando por la pérdida de controles, el desinterés del Gobierno distrital y la tendencia al deterioro de la cultura, entre otros males.

Vienen a mi mente las imágenes de aquel Transmilenio recién estrenado: estaciones y buses limpios y en muy buen estado; orientación a los usuarios para entender la enrevesada nomenclatura de las rutas; ausencia de rancheras y música guasca a todo volumen; una nueva cultura ciudadana, con pasajeros respetuosos de las sillas azules, y puntualidad en los recorridos, era lo que me permitía desplazarme en 25 minutos hasta mi trabajo. Estos factores invitaban a usar menos el automóvil.

Pero todo cambió. Los 25 minutos de mi recorrido ya no existen, ahora son alrededor de 60. Uno, por el pésimo estado de las vías; la mal llamada autopista y la Avenida Caracas son una interminable colección de losas rotas y parches de asfalto. Dos, por el deterioro de numerosos buses al circular por esas trochas. Tres, porque con inusitada frecuencia el servicio es interrumpido por bloqueos de grupúsculos que protestan por cualquier cosa (ocasionalmente por el mal servicio).

La cultura ciudadana que se estaba gestando tiende a desaparecer. Desafiantes adolescentes se adueñan de las sillas azules y se hacen los zombis cuando alguien las solicita. El ‘toque toque’ de algunos depravados, aprovechando las aglomeraciones, llevó a la vergonzosa decisión de crear un ‘apartheid’ femenino.

La ‘viveza’ de la que tanto nos ufanamos, también pisotea la cultura ¿Por qué pagar el pasaje si otros no pagan? Mejor, ‘hacer conejo’, saltar por encima de la registradora o ‘colarse’ por las puertas habilitadas para entrar y salir de los buses.

Los costos, que finalmente asumimos todos los residentes de Bogotá, son enormes. Se estima que, diariamente, hay 70.000 ‘colados’; así se pierden ingresos superiores a 30 mil millones de pesos por año, equivalentes a la reparación de más de 9.000 losas. Esos gastos suben por el arreglo de las puertas averiadas al forzarlas para entrar o salir.

Además, están los costos de las vidas humanas que, por no pagar 1.700 pesos, terminan bajo las ruedas de un bus.

Por último, la inacción de la Bogotá Humana está fortaleciendo la informalidad en las estaciones, haciéndonos evocar las viejas terminales de las flotas. En los alrededores y dentro de las estaciones hay vendedores de toda clase de alimentos y chucherías; los buses se llenaron de artistas frustrados, que van desde ruidosos raperos hasta destemplados baladistas; y cuando ellos se apean en una estación, los sustituyen los lastimeros cuentos chinos de una variopinta tropa de mendigos.

Todos los aspectos enumerados no son más que una verificación de la teoría de los vidrios rotos. La falta de decisiones de las autoridades, la permisividad frente a los desmadres de diversa índole, la escasa vigilancia y la falta de sanciones rigurosas están generando la ley de la selva en Transmilenio.

Solo la reacción efectiva de las autoridades distritales, la concientización de los ciudadanos, la recuperación de la infraestructura y el desarrollo de las obras represadas por los últimos gobiernos harán posible retornar a aquel Transmilenio del comienzo. De lo contrario, solo quedará para las remembranzas de los proyectos fallidos de modernización.