Publicado en Portafolio el 20 de junio de 2014.
En las próximas décadas se vislumbran oportunidades interesantes para la agricultura de países como Colombia. Varios factores apuntan en esa dirección:
1. La FAO prevé que la demanda de alimentos crezca más que la población, como consecuencia de la reducción global de la pobreza y del crecimiento de las clases medias.
2. Solo hay tres regiones en el mundo con superávit comercial neto en alimentos: Norteamérica, Latinoamérica y Oceanía. En cambio, Europa, África y Asia son deficitarias.
3. Según la FAO, la frontera agrícola en las economías en desarrollo debe ampliarse en 120 millones de hectáreas para producir más alimentos; siete países tropicales, entre ellos Colombia, pueden aportar más del 50 por ciento de esa área.
4. Colombia tendrá acceso preferencial permanente a mercados deficitarios como Japón, que importa cerca de 43 millones de toneladas (MT) de productos agropecuarios; Alemania, 31 MT; Italia y Corea, 25 MT; Israel 5 MT. Además, países como China importan 100 MT, y Egipto 24 MT. Como referencia, el agro colombiano produce 35 MT y exporta cuatro MT.
Pero las exportaciones agropecuarias de Colombia están altamente concentradas, son de bajo valor agregado, y no reflejan la diversificada oferta doméstica. En el 2000, seis productos (café, flores, banano, azúcar, confitería y aceite de palma) aportaron el 85 por ciento exportado; en el 2013, el 83 por ciento fue aportado por ocho productos (aparecieron carne de res y ganado en pie).
Esto demuestra la baja capacidad de respuesta del sector agropecuario a las oportunidades que ofrece el mundo, como resultado de los persistentes problemas estructurales. Sin ser exhaustivos, los principales son el uso inadecuado del suelo, la incertidumbre en los derechos de propiedad, y la baja productividad.
El país tiene 22 millones de hectáreas con vocación agrícola y solo emplea cinco en esa actividad. Por contraste, las aptas para ganadería son 15 millones de hectáreas y se usan 34 millones, básicamente en explotaciones extensivas.
El problema no es nuevo, como lo resalta el hecho de que en 1949 la primera misión del Banco Mundial en Colombia, dirigida por Lauchlin Currie, lo destacó como un factor explicativo de la baja productividad agrícola y sugirió la imposición de tributos a las tierras mal explotadas.
Los derechos de propiedad son esenciales para el desarrollo económico. Pero en el agro colombiano, según un estudio de Balcázar y Rodríguez, el 44 por ciento de los predios no tiene títulos de propiedad registrados; como lo destacan los autores esta informalidad es una fuente de conflictos, desalojos y desplazamientos de campesinos.
En parte como resultado de los aspectos mencionados, la productividad es baja. El valor agregado por trabajador para el 2012 (US$3.600) está por debajo del de Uruguay, Chile, Brasil, Argentina y las economías desarrolladas.
Es posible que estas realidades lleven a postular aumentos de los niveles de protección, con el pretexto de que solo cuando se superen esos problemas podría el sector competir. La historia muestra que temas como el uso adecuado del suelo llevan más de medio siglo de debates y no se han solucionado.
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Alimentos: ¿Oportunidades o Apocalipsis?
Publicado en Ámbito Jurídico, Vol. XVI, No. 374, 22 de julio al 4 de agosto de 2013
Algunas sombrías voces pretenden imponer en la opinión pública ideas apocalípticas sobre las perspectivas de la agricultura colombiana con los acuerdos comerciales que están entrando en vigencia.
Al calor de las situaciones recientes en que los cultivadores de algunos productos han realizado movilizaciones de protesta por la reducción de sus ingresos reales –generados por factores de la coyuntura internacional o por problemas específicos de la producción, como plagas, o alteraciones climáticas–, aparecen oportunistas que tratan de aplicar el famoso adagio: “en río revuelto ganancia de pescadores”.
Esas visiones generan actitudes derrotistas que eventualmente originarían casos de profecías autorrealizadas; pueden por ejemplo, inducir a los empresarios de un sector del agro a desistir de su actividad, en lugar de perseverar y buscar la forma de superar los cuellos de botella que los afectan. Con ello, el país desperdiciaría las oportunidades que tiene no solo por su dotación natural sino por la situación proyectada a nivel mundial para los productos del agro y especialmente para los alimentos.
En el tema de alimentos en el mundo el punto de partida ya es complejo: en siete de los últimos ocho años creció más el consumo que la oferta, y el crecimiento de los rendimientos se viene desacelerando.
La creciente demanda de alimentos no solo proviene de las economías más pobres que no tienen una producción suficiente. También hay economías desarrolladas y emergentes de rápido crecimiento, que registran déficits cada vez mayores en estos productos. China, por ejemplo, importa alrededor de 95 millones de toneladas de alimentos por año; Japón, 42 millones; Alemania, 33 millones; Corea del Sur, 24 millones; Italia, 25 millones; Egipto, 23 millones; y Rusia, cerca de 15 millones. Para las próximas décadas es posible que esa brecha tienda a ampliarse, por la sostenida dinámica de la demanda y la incierta capacidad de reacción de la oferta. La mayor fuente de demanda provendrá del crecimiento de la población y del crecimiento de las clases medias, a medida que se reduce la pobreza en las economías en desarrollo.
Homi Kharas en un estudio para la OECD (“The emerging middle class in developing countries”) estima que las clases medias en el mundo se incrementarán en más de 3.000 millones de personas entre 2009 y 2030. Este crecimiento repercutirá en una mayor demanda de alimentos, toda vez que la población que sale de la pobreza destina un porcentaje alto de sus ingresos a mejorar la dieta alimenticia.
Según la FAO, para el 2050, mientras la población mundial se incrementará en 34% con relación a la de hoy, la producción de alimentos tendrá que aumentar en un 70%, lo que plantea un reto para la agricultura.
La respuesta de la oferta está en función de mejorar los rendimientos, aumentar la frontera agrícola y contar con buena disponibilidad de agua. Con relación al primero, como ya se enunció, su variación viene siendo cada vez menor, lo cual solo puede ser revertido mediante innovaciones tecnológicas.
Sobre el segundo, estima la FAO que las economías en desarrollo deben crecer en 120 millones de hectáreas las tierras en cultivo y que el 50% de ellas están en siete países: Angola, Argentina, Bolivia, Brasil, Colombia, República Democrática del Congo y Sudán.
En el caso de Colombia, es conocido que hay disponibilidad de tierras con vocación agrícola y agroforestal, para duplicar las 4 millones de hectáreas que actualmente están en cultivos y las 10 millones en agroforestal. Esto requiere como complemento la reducción de áreas en ganadería extensiva y su mejora tecnológica para reducir costos, mejorar eficiencia y crecer la oferta.
En agua, el mundo afronta una creciente escasez en varias regiones, bien sea por problemas climáticos o por efectos de la destrucción de páramos, la deforestación y la contaminación de fuentes, lo que restringe la expansión de la producción de alimentos, especialmente mediante sistemas de riego. Según la FAO, “hoy, más de 1.200 millones de personas viven en regiones con escasez de agua y para 2025 serán más de 3.000 millones”.
Según este organismo, los recursos totales de agua en el mundo ascienden a 47.750 km3/año, y la región con mayores recursos es Latinoamérica, con el 30.1%. Colombia se clasifica como el séptimo país del globo en riqueza hídrica.
En este contexto, son claras las potencialidades de aprovechamiento que surgen para Colombia, especialmente en aquellos mercados en los que tiene acceso preferencial permanente. Con un uso adecuado de los recursos, el énfasis en la superación de los problemas sanitarios, la destinación de más recursos a investigación y desarrollo, la superación de los problemas de acopio y distribución, y la incorporación de más valor agregado a los productos, los empresarios del campo, en vez de declararse derrotados, tienen la oportunidad de salir beneficiados, y, con ellos, el país.
Algunas sombrías voces pretenden imponer en la opinión pública ideas apocalípticas sobre las perspectivas de la agricultura colombiana con los acuerdos comerciales que están entrando en vigencia.
Al calor de las situaciones recientes en que los cultivadores de algunos productos han realizado movilizaciones de protesta por la reducción de sus ingresos reales –generados por factores de la coyuntura internacional o por problemas específicos de la producción, como plagas, o alteraciones climáticas–, aparecen oportunistas que tratan de aplicar el famoso adagio: “en río revuelto ganancia de pescadores”.
Esas visiones generan actitudes derrotistas que eventualmente originarían casos de profecías autorrealizadas; pueden por ejemplo, inducir a los empresarios de un sector del agro a desistir de su actividad, en lugar de perseverar y buscar la forma de superar los cuellos de botella que los afectan. Con ello, el país desperdiciaría las oportunidades que tiene no solo por su dotación natural sino por la situación proyectada a nivel mundial para los productos del agro y especialmente para los alimentos.
En el tema de alimentos en el mundo el punto de partida ya es complejo: en siete de los últimos ocho años creció más el consumo que la oferta, y el crecimiento de los rendimientos se viene desacelerando.
La creciente demanda de alimentos no solo proviene de las economías más pobres que no tienen una producción suficiente. También hay economías desarrolladas y emergentes de rápido crecimiento, que registran déficits cada vez mayores en estos productos. China, por ejemplo, importa alrededor de 95 millones de toneladas de alimentos por año; Japón, 42 millones; Alemania, 33 millones; Corea del Sur, 24 millones; Italia, 25 millones; Egipto, 23 millones; y Rusia, cerca de 15 millones. Para las próximas décadas es posible que esa brecha tienda a ampliarse, por la sostenida dinámica de la demanda y la incierta capacidad de reacción de la oferta. La mayor fuente de demanda provendrá del crecimiento de la población y del crecimiento de las clases medias, a medida que se reduce la pobreza en las economías en desarrollo.
Homi Kharas en un estudio para la OECD (“The emerging middle class in developing countries”) estima que las clases medias en el mundo se incrementarán en más de 3.000 millones de personas entre 2009 y 2030. Este crecimiento repercutirá en una mayor demanda de alimentos, toda vez que la población que sale de la pobreza destina un porcentaje alto de sus ingresos a mejorar la dieta alimenticia.
Según la FAO, para el 2050, mientras la población mundial se incrementará en 34% con relación a la de hoy, la producción de alimentos tendrá que aumentar en un 70%, lo que plantea un reto para la agricultura.
La respuesta de la oferta está en función de mejorar los rendimientos, aumentar la frontera agrícola y contar con buena disponibilidad de agua. Con relación al primero, como ya se enunció, su variación viene siendo cada vez menor, lo cual solo puede ser revertido mediante innovaciones tecnológicas.
Sobre el segundo, estima la FAO que las economías en desarrollo deben crecer en 120 millones de hectáreas las tierras en cultivo y que el 50% de ellas están en siete países: Angola, Argentina, Bolivia, Brasil, Colombia, República Democrática del Congo y Sudán.
En el caso de Colombia, es conocido que hay disponibilidad de tierras con vocación agrícola y agroforestal, para duplicar las 4 millones de hectáreas que actualmente están en cultivos y las 10 millones en agroforestal. Esto requiere como complemento la reducción de áreas en ganadería extensiva y su mejora tecnológica para reducir costos, mejorar eficiencia y crecer la oferta.
En agua, el mundo afronta una creciente escasez en varias regiones, bien sea por problemas climáticos o por efectos de la destrucción de páramos, la deforestación y la contaminación de fuentes, lo que restringe la expansión de la producción de alimentos, especialmente mediante sistemas de riego. Según la FAO, “hoy, más de 1.200 millones de personas viven en regiones con escasez de agua y para 2025 serán más de 3.000 millones”.
Según este organismo, los recursos totales de agua en el mundo ascienden a 47.750 km3/año, y la región con mayores recursos es Latinoamérica, con el 30.1%. Colombia se clasifica como el séptimo país del globo en riqueza hídrica.
En este contexto, son claras las potencialidades de aprovechamiento que surgen para Colombia, especialmente en aquellos mercados en los que tiene acceso preferencial permanente. Con un uso adecuado de los recursos, el énfasis en la superación de los problemas sanitarios, la destinación de más recursos a investigación y desarrollo, la superación de los problemas de acopio y distribución, y la incorporación de más valor agregado a los productos, los empresarios del campo, en vez de declararse derrotados, tienen la oportunidad de salir beneficiados, y, con ellos, el país.
Alimentos: Utopías y realidades
Publicado en Ámbito Jurídico Año XVI, No. 370 del 27 de mayo al 9 de junio de 2013
En un debate reciente en el Senado de la República sobre “Seguridad alimentaria y el sector lechero”, el senador Robledo defendió su conocida posición sobre la soberanía alimentaria, opuesta al concepto de seguridad alimentaria, conceptualizado por la FAO y adoptado por la mayor parte de países del mundo.
Esa posición es coherente con sus ideas sobre el comercio internacional de alimentos: el país “debe hacer esfuerzos por producir sus propios alimentos”, porque, de no hacerlo, “quedamos sometidos al chantaje extorsivo que nos quiera hacer el país o la trasnacional a la que haya que comprarle la comida”. En cambio, “la visión del libre comercio, del neoliberalismo, es que no importa en qué país del mundo se produzca la comida mientras yo tenga dónde comprarla”.
La realidad del mundo muestra que la soberanía alimentaria es una utopía. Todos los países exportan y/o importan alimentos en mayor o en menor medida porque el comercio internacional permite el acceso a una amplia variedad de alimentos y es un canal para reducir los problemas de hambre en las economías en desarrollo.
Para la muestra un botón. En 2010 China importó 92 millones de toneladas de alimentos: ¡casi cuatro veces la producción agropecuaria total de Colombia! Entre ellas, 57 millones de toneladas de soya, 6 millones de maíz, 6 millones de aceite de palma, 690 mil toneladas de carne de pollo y 355 mil de leche en polvo. Y no solo eso. Pasó de ser una economía superavitaria en alimentos a una con un creciente déficit, que llegó a US$20 mil millones en 2011; puesto que la producción local no es suficiente, mediante el mercado internacional pueden atender la mayor demanda de nutrientes de los millones de los chinos que están saliendo de la pobreza.
China no es el único botón: en 2010 Alemania importó 31 millones de toneladas en alimentos; Italia 24 millones de toneladas; Japón 43 millones; Corea del Sur 24 millones; y Egipto 24 millones.
No se conocen, al menos en la historia contemporánea, situaciones de chantaje como las sugeridas por el Senador. En cambio sí son notables los casos de hambrunas en economías comunistas defensoras de la autarquía y, en la práctica, del concepto de soberanía alimentaria (aun cuando este fue acuñado en 1996): Los tres de la Unión Soviética: en 1921-1922 con más de un millón de muertos, en 1932-1933 con estimativos entre 6 y 8 millones de muertos, y en 1946-1947 con más de 500 mil muertos; el de China a finales de los años cincuenta en la que murieron más de 20 millones de personas; y los dos de Corea del Norte: uno de 1994 a 1998 en el que se estima que murieron entre 500 mil y 3.5 millones de personas y otro que ocurre actualmente y se desconoce el número de víctimas.
Estas hambrunas ponen en evidencia que la soberanía alimentaria, que el Senador Robledo considera una garantía de abastecimiento de alimentos, no está exenta de riesgos frente a los desastres naturales o a las decisiones erradas de las autoridades económicas o a las veleidades y vanidades políticas de quienes detentan el poder de forma despótica, y prefieren dejar morir de hambre a sus compatriotas antes que reconocer con humildad que tienen un problema de abastecimiento de alimentos y que necesitan del resto del mundo.
Tal vez por las claras lecciones de esos episodios, los propulsores de la soberanía alimentaria reconocieron, en una cumbre en La Habana en 2001, que ese concepto no significa aislamiento de las corrientes del comercio internacional. En la Declaración Final del Foro sobre Soberanía Alimentaria concluyen: “…La soberanía alimentaria no significa autarquía, autosuficiencia plena o la desaparición del comercio agroalimentario y pesquero internacional”.
En el caso de Colombia, nadie es tan miope para pensar en dedicarse exclusivamente a la exportación de petróleo y carbón, e importar todos los alimentos necesarios. Con la dotación de recursos que tiene el país, lo absurdo es no capitalizar su potencial de producción agropecuaria, en particular cuando hay una creciente demanda de alimentos en numerosos países desarrollados y subdesarrollados. Es crucial fortalecer el trabajo del gobierno y el sector privado para mejorar la productividad y superar los cuellos de botella de infraestructura y sanitarios que aquejan nuestra producción; lo que no podemos es quedarnos en los lamentos por las “barreras sanitarias” o soñar con el relajamiento de los estándares de los demás países para poderles exportar.
Pero tampoco tenemos que producir todos los alimentos. Desde hace décadas (o siglos), está comprobado, por ejemplo, que Colombia no es eficiente en la producción de productos como el trigo y la cebada. Insistir en su producción no deja de ser otra utopía, conducente a una mala asignación de los recursos.
En un debate reciente en el Senado de la República sobre “Seguridad alimentaria y el sector lechero”, el senador Robledo defendió su conocida posición sobre la soberanía alimentaria, opuesta al concepto de seguridad alimentaria, conceptualizado por la FAO y adoptado por la mayor parte de países del mundo.
Esa posición es coherente con sus ideas sobre el comercio internacional de alimentos: el país “debe hacer esfuerzos por producir sus propios alimentos”, porque, de no hacerlo, “quedamos sometidos al chantaje extorsivo que nos quiera hacer el país o la trasnacional a la que haya que comprarle la comida”. En cambio, “la visión del libre comercio, del neoliberalismo, es que no importa en qué país del mundo se produzca la comida mientras yo tenga dónde comprarla”.
La realidad del mundo muestra que la soberanía alimentaria es una utopía. Todos los países exportan y/o importan alimentos en mayor o en menor medida porque el comercio internacional permite el acceso a una amplia variedad de alimentos y es un canal para reducir los problemas de hambre en las economías en desarrollo.
Para la muestra un botón. En 2010 China importó 92 millones de toneladas de alimentos: ¡casi cuatro veces la producción agropecuaria total de Colombia! Entre ellas, 57 millones de toneladas de soya, 6 millones de maíz, 6 millones de aceite de palma, 690 mil toneladas de carne de pollo y 355 mil de leche en polvo. Y no solo eso. Pasó de ser una economía superavitaria en alimentos a una con un creciente déficit, que llegó a US$20 mil millones en 2011; puesto que la producción local no es suficiente, mediante el mercado internacional pueden atender la mayor demanda de nutrientes de los millones de los chinos que están saliendo de la pobreza.
China no es el único botón: en 2010 Alemania importó 31 millones de toneladas en alimentos; Italia 24 millones de toneladas; Japón 43 millones; Corea del Sur 24 millones; y Egipto 24 millones.
No se conocen, al menos en la historia contemporánea, situaciones de chantaje como las sugeridas por el Senador. En cambio sí son notables los casos de hambrunas en economías comunistas defensoras de la autarquía y, en la práctica, del concepto de soberanía alimentaria (aun cuando este fue acuñado en 1996): Los tres de la Unión Soviética: en 1921-1922 con más de un millón de muertos, en 1932-1933 con estimativos entre 6 y 8 millones de muertos, y en 1946-1947 con más de 500 mil muertos; el de China a finales de los años cincuenta en la que murieron más de 20 millones de personas; y los dos de Corea del Norte: uno de 1994 a 1998 en el que se estima que murieron entre 500 mil y 3.5 millones de personas y otro que ocurre actualmente y se desconoce el número de víctimas.
Estas hambrunas ponen en evidencia que la soberanía alimentaria, que el Senador Robledo considera una garantía de abastecimiento de alimentos, no está exenta de riesgos frente a los desastres naturales o a las decisiones erradas de las autoridades económicas o a las veleidades y vanidades políticas de quienes detentan el poder de forma despótica, y prefieren dejar morir de hambre a sus compatriotas antes que reconocer con humildad que tienen un problema de abastecimiento de alimentos y que necesitan del resto del mundo.
Tal vez por las claras lecciones de esos episodios, los propulsores de la soberanía alimentaria reconocieron, en una cumbre en La Habana en 2001, que ese concepto no significa aislamiento de las corrientes del comercio internacional. En la Declaración Final del Foro sobre Soberanía Alimentaria concluyen: “…La soberanía alimentaria no significa autarquía, autosuficiencia plena o la desaparición del comercio agroalimentario y pesquero internacional”.
En el caso de Colombia, nadie es tan miope para pensar en dedicarse exclusivamente a la exportación de petróleo y carbón, e importar todos los alimentos necesarios. Con la dotación de recursos que tiene el país, lo absurdo es no capitalizar su potencial de producción agropecuaria, en particular cuando hay una creciente demanda de alimentos en numerosos países desarrollados y subdesarrollados. Es crucial fortalecer el trabajo del gobierno y el sector privado para mejorar la productividad y superar los cuellos de botella de infraestructura y sanitarios que aquejan nuestra producción; lo que no podemos es quedarnos en los lamentos por las “barreras sanitarias” o soñar con el relajamiento de los estándares de los demás países para poderles exportar.
Pero tampoco tenemos que producir todos los alimentos. Desde hace décadas (o siglos), está comprobado, por ejemplo, que Colombia no es eficiente en la producción de productos como el trigo y la cebada. Insistir en su producción no deja de ser otra utopía, conducente a una mala asignación de los recursos.
Futuro
Publicado en el diario La República el martes 27 de abril de 2010
En Colombia Compite, un grupo de expertos de la firma 13D Research, dirigidos por Kiril Sokoloff presentó sus perspectivas sobre la senda que seguirá el mundo en las próximas décadas.
Estos temas son fuente de controversia y existen diversas opiniones. No obstante, los aportes de Sokoloff y sus colegas resultan valiosos por provenir de investigadores que llevan décadas estudiando estos fenómenos, lo que les ha dado prestigio internacional.
Según estos investigadores, en los próximos años el escenario se caracterizará, entre otros, por los siguientes elementos:
1. Aceleración de la inflación y altas tasas de interés a nivel global, junto con una burbuja especulativa en los mercados de bonos soberanos. A tal situación contribuirán los déficits fiscales de las economías desarrolladas. Como consecuencia serán cuestionados los esquemas de flotación cambiaria y las políticas de inflación objetivo.
2. El desabastecimiento relativo de combustibles fósiles, ocasionado por la creciente demanda, el estancamiento de las reservas y la reducción de las exportaciones. Las secuelas serán altos precios de las fuentes de energía e impactos negativos en el crecimiento de las economías más vulnerables.
3. El cambio climático tendrá graves repercusiones en la seguridad alimentaria de muchas naciones y el efecto sobre los precios de los alimentos golpeará a las economías más pobres. La productividad agrícola disminuirá como resultado de la creciente escasez de agua y del aumento de la temperatura.
Los escenarios lucen un tanto catastróficos, pero muchos analistas coinciden en mayor o menor medida, al señalar que estos problemas se podrían mitigar o evitar, si la humanidad adopta pronto las acciones correctivas necesarias.
Si bien es claro que Colombia no se podrá aislar, es evidente que tiene sólidas ventajas frente a otras naciones. Aún posee grandes recursos acuíferos; las reservas de petróleo han crecido, asegurando el autoabastecimiento; y cuenta con un amplio margen de crecimiento de la frontera agrícola.
Así, Colombia podría ser un jugador destacado en el comercio mundial como exportador de agua, energía y alimentos. Para hacer realidad ese potencial, se requieren decisiones tanto públicas como privadas, no sólo para amortiguar los impactos negativos, sino para no perder el crecimiento proyectado de las exportaciones de valor agregado.
Los grandes retos están ahí. ¿Cómo aprovechar esas potenciales ventajas sin sacrificar la economía no primaria y sin caer en los efectos negativos de la enfermedad holandesa? ¿Cómo frenar la deforestación indiscriminada que acaba con las fuentes de agua? ¿Cómo racionalizar el uso de las tierras aptas para la agricultura, actualmente subutilizadas en otros tipos de explotación?
En Colombia Compite, un grupo de expertos de la firma 13D Research, dirigidos por Kiril Sokoloff presentó sus perspectivas sobre la senda que seguirá el mundo en las próximas décadas.
Estos temas son fuente de controversia y existen diversas opiniones. No obstante, los aportes de Sokoloff y sus colegas resultan valiosos por provenir de investigadores que llevan décadas estudiando estos fenómenos, lo que les ha dado prestigio internacional.
Según estos investigadores, en los próximos años el escenario se caracterizará, entre otros, por los siguientes elementos:
1. Aceleración de la inflación y altas tasas de interés a nivel global, junto con una burbuja especulativa en los mercados de bonos soberanos. A tal situación contribuirán los déficits fiscales de las economías desarrolladas. Como consecuencia serán cuestionados los esquemas de flotación cambiaria y las políticas de inflación objetivo.
2. El desabastecimiento relativo de combustibles fósiles, ocasionado por la creciente demanda, el estancamiento de las reservas y la reducción de las exportaciones. Las secuelas serán altos precios de las fuentes de energía e impactos negativos en el crecimiento de las economías más vulnerables.
3. El cambio climático tendrá graves repercusiones en la seguridad alimentaria de muchas naciones y el efecto sobre los precios de los alimentos golpeará a las economías más pobres. La productividad agrícola disminuirá como resultado de la creciente escasez de agua y del aumento de la temperatura.
Los escenarios lucen un tanto catastróficos, pero muchos analistas coinciden en mayor o menor medida, al señalar que estos problemas se podrían mitigar o evitar, si la humanidad adopta pronto las acciones correctivas necesarias.
Si bien es claro que Colombia no se podrá aislar, es evidente que tiene sólidas ventajas frente a otras naciones. Aún posee grandes recursos acuíferos; las reservas de petróleo han crecido, asegurando el autoabastecimiento; y cuenta con un amplio margen de crecimiento de la frontera agrícola.
Así, Colombia podría ser un jugador destacado en el comercio mundial como exportador de agua, energía y alimentos. Para hacer realidad ese potencial, se requieren decisiones tanto públicas como privadas, no sólo para amortiguar los impactos negativos, sino para no perder el crecimiento proyectado de las exportaciones de valor agregado.
Los grandes retos están ahí. ¿Cómo aprovechar esas potenciales ventajas sin sacrificar la economía no primaria y sin caer en los efectos negativos de la enfermedad holandesa? ¿Cómo frenar la deforestación indiscriminada que acaba con las fuentes de agua? ¿Cómo racionalizar el uso de las tierras aptas para la agricultura, actualmente subutilizadas en otros tipos de explotación?
¿Quién queda contento?
Publicado en el diario La República el 26 de marzo de 2008
Por décadas se han planteado argumentos sobre el deterioro de los precios de los productos básicos y el consecuente impacto negativo en las economías subdesarrolladas que los producen (recordemos la famosa hipótesis de la tendencia secular al deterioro de los términos de intercambio).
Pero ahora, por una casual suma de factores coyunturales y estructurales, los precios están subiendo de forma pronunciada y las alarmas del mundo se encendieron. Al parecer, los anhelados precios altos de los productos básicos son un problema mayor que el lamentado deterioro de los términos de intercambio.
Los factores coyunturales (que quizás no lo sean tanto) se relacionan con los problemas de sequías en algunas regiones e inundaciones en otros. Suramérica, Australia e Indonesia han sido afectados por la curiosa “equidad de género” de los fenómenos climáticos: El Niño y La Niña se turnan para causar estragos en la producción agropecuaria. El debate sobre la temporalidad o permanencia de estas irregularidades climáticas se basa en los efectos del calentamiento global que ya son evidentes. En consecuencia, pasaríamos de un problema coyuntural a uno estructural con profundas repercusiones, pues revertir sus efectos puede tomar décadas; primero debe calar profundamente en las conciencias de todo el mundo, cosa que evidentemente aún no ha ocurrido.
Los estructurales se relacionan con la producción de biocombustibles y la dinámica demanda de bienes primarios en China e India. El auge de los combustibles biológicos se basa en buena parte en el consumo de una porción creciente de la producción de maíz, azúcar y palma de aceite que antes se destinaban a la agroindustria. Adicionalmente, hay países en los que se observa redistribución de las áreas de cultivo en favor de estos productos y en detrimento de otros alimentos. La esencia del problema radica en la limitada capacidad de las economías desarrolladas para ampliar la frontera agrícola y en la lenta respuesta de las economías que tienen la potencialidad de ampliarla sin sacrificar la producción de otros alimentos o las áreas de reserva natural.
¿Pero si el resultado es un quiebre en la tendencia de los precios por qué no están tan contentos los defensores de la hipótesis del deterioro secular, los países subdesarrollados y los desarrollados que exportan alimentos? Básicamente por sus efectos sobre la inflación y el abastecimiento de los importadores netos de alimentos.
En 2007 crecieron los precios en muchas economías, a lo cual contribuyeron de forma notoria los alimentos. The Economist señala que, según el índice global de inflación de Goldman and Sachs, en 2007 “…los precios se incrementaron en el 80% de los países”. La inflación anual a febrero fue en la Zona Euro la más alta en los últimos 10 años. La registrada en enero fue la mayor en 16 años en Arabia, en 14 años en Suiza, en 25 años en Singapur y una de las mayores en 11 años en China. En éste último los alimentos crecieron en febrero al 23% anual (gran parte en respuesta a una epidemia porcina, que disparó el precio de esta carne al consumidor al 63.4% anual); en Bolivia también aumentaron 23% anual; y en Venezuela 35%.
Según la FAO “36 países están en crisis como resultado de los altos precios de los alimentos y requerirán de asistencia externa”.
Para completar el panorama, las autoridades monetarias están combatiendo los excesos de demanda desacelerando las economías con mayores tasas de interés (excepto Estados Unidos que las bajó para moderar la recesión, mientras la inflación aumenta).
En conclusión, el balance en muchas economías no pinta bien: alimentos más caros, desabastecimiento en algunos casos, mayor desempleo y apreciación cambiaria ¿Así quién queda contento?
Por décadas se han planteado argumentos sobre el deterioro de los precios de los productos básicos y el consecuente impacto negativo en las economías subdesarrolladas que los producen (recordemos la famosa hipótesis de la tendencia secular al deterioro de los términos de intercambio).
Pero ahora, por una casual suma de factores coyunturales y estructurales, los precios están subiendo de forma pronunciada y las alarmas del mundo se encendieron. Al parecer, los anhelados precios altos de los productos básicos son un problema mayor que el lamentado deterioro de los términos de intercambio.
Los factores coyunturales (que quizás no lo sean tanto) se relacionan con los problemas de sequías en algunas regiones e inundaciones en otros. Suramérica, Australia e Indonesia han sido afectados por la curiosa “equidad de género” de los fenómenos climáticos: El Niño y La Niña se turnan para causar estragos en la producción agropecuaria. El debate sobre la temporalidad o permanencia de estas irregularidades climáticas se basa en los efectos del calentamiento global que ya son evidentes. En consecuencia, pasaríamos de un problema coyuntural a uno estructural con profundas repercusiones, pues revertir sus efectos puede tomar décadas; primero debe calar profundamente en las conciencias de todo el mundo, cosa que evidentemente aún no ha ocurrido.
Los estructurales se relacionan con la producción de biocombustibles y la dinámica demanda de bienes primarios en China e India. El auge de los combustibles biológicos se basa en buena parte en el consumo de una porción creciente de la producción de maíz, azúcar y palma de aceite que antes se destinaban a la agroindustria. Adicionalmente, hay países en los que se observa redistribución de las áreas de cultivo en favor de estos productos y en detrimento de otros alimentos. La esencia del problema radica en la limitada capacidad de las economías desarrolladas para ampliar la frontera agrícola y en la lenta respuesta de las economías que tienen la potencialidad de ampliarla sin sacrificar la producción de otros alimentos o las áreas de reserva natural.
¿Pero si el resultado es un quiebre en la tendencia de los precios por qué no están tan contentos los defensores de la hipótesis del deterioro secular, los países subdesarrollados y los desarrollados que exportan alimentos? Básicamente por sus efectos sobre la inflación y el abastecimiento de los importadores netos de alimentos.
En 2007 crecieron los precios en muchas economías, a lo cual contribuyeron de forma notoria los alimentos. The Economist señala que, según el índice global de inflación de Goldman and Sachs, en 2007 “…los precios se incrementaron en el 80% de los países”. La inflación anual a febrero fue en la Zona Euro la más alta en los últimos 10 años. La registrada en enero fue la mayor en 16 años en Arabia, en 14 años en Suiza, en 25 años en Singapur y una de las mayores en 11 años en China. En éste último los alimentos crecieron en febrero al 23% anual (gran parte en respuesta a una epidemia porcina, que disparó el precio de esta carne al consumidor al 63.4% anual); en Bolivia también aumentaron 23% anual; y en Venezuela 35%.
Según la FAO “36 países están en crisis como resultado de los altos precios de los alimentos y requerirán de asistencia externa”.
Para completar el panorama, las autoridades monetarias están combatiendo los excesos de demanda desacelerando las economías con mayores tasas de interés (excepto Estados Unidos que las bajó para moderar la recesión, mientras la inflación aumenta).
En conclusión, el balance en muchas economías no pinta bien: alimentos más caros, desabastecimiento en algunos casos, mayor desempleo y apreciación cambiaria ¿Así quién queda contento?
Quimera autárquica
Publicado en el diario La República el 26 de julio de 2007
Entre los presuntos desastres que causará el TLC con los Estados Unidos, los críticos mencionan la pérdida de seguridad alimentaria. Resulta extraño que usen ese concepto, cuando en su argot prefieren hablar de “soberanía alimentaria”.
En la Cumbre Mundial sobre la Alimentación (1996) se definió que “existe seguridad alimentaria cuando todas las personas tienen en todo momento acceso físico y económico a suficientes alimentos inocuos y nutritivos para satisfacer sus necesidades alimenticias y sus preferencias en cuanto a los alimentos a fin de llevar una vida activa y sana”. El concepto de seguridad alimentaria abarca tres dimensiones: disponibilidad de alimentos, estabilidad en la oferta y acceso de la población.
¿Por qué esta definición no gusta a los críticos del TLC? Porque supuestamente no fue elaborada por los países pobres sino por los europeos (!) y porque implícitamente reconoce el comercio internacional como fuente para adecuar la oferta de alimentos a las necesidades de la población (“Convenimos en que el comercio constituye un elemento fundamental para alcanzar la seguridad alimentaria”).
El concepto de “soberanía alimentaria” postula la pretensión de autosuficiencia en la producción de los alimentos que requiere la población. Curiosamente, los defensores del concepto en Colombia, que no aceptan una supuesta definición europea, citan al Presidente Bush como su aliado: “Es importante para nuestra nación cultivar alimentos, alimentar a nuestra población. ¿Pueden ustedes imaginar un país que no fuera capaz de cultivar alimentos suficientes para alimentar a su población? Sería una nación expuesta a presiones internacionales. Sería una nación vulnerable. Por eso, cuando hablamos de la agricultura americana, en realidad hablamos de una cuestión de seguridad nacional”.
Varios cuestionamientos surgen hasta aquí. Primero, la evidencia empírica refuta contundentemente la hipótesis de la soberanía alimentaria: ningún país del mundo se autoabastece de alimentos (ver los anuarios estadísticos de la Unctad).
Segundo, las importaciones de alimentos en países desarrollados como el Reino Unido, Alemania e Irlanda son superiores al PIB del sector agropecuario, y en otros, como Francia, Italia, España, Canadá, Japón y Estados Unidos, superan el 50%. Por contraste, en Colombia son el 17%.
Tercero, la balanza comercial agropecuaria de Estados Unidos es crecientemente negativa. En 2006 el déficit ascendió a US$ 4.532 millones, con saldos negativos en mariscos, ganado vacuno y carnes, vegetales, frutas, pescados y azúcar, entre otros.
A pesar de la contundente evidencia en contra, los críticos señalan que no tener soberanía alimentaria es grave porque la historia muestra cómo las eventuales interrupciones del comercio internacional ocasionan problemas de abastecimiento de alimentos. Ese riesgo siempre ha existido. En cambio olvidan que la soñada autarquía de los comunistas produjo hambrunas con cerca de 20 millones de muertos en la Unión Soviética de los años veinte y de 30 millones en la China del periodo 1958-1962; en los dos casos las causas no fueron fenómenos naturales ni la interrupción del comercio mundial, sino las equivocadas políticas económicas autárquicas, adoptadas con la pretensión de superar a las economías capitalistas.
En síntesis, la “soberanía alimentaria” no es la categoría relevante y, si lo fuera, no hay elementos que permitan anticipar un cambio estructural en el superávit comercial agropecuario de Colombia como consecuencia de los acuerdos comerciales. Tampoco están en riesgo la autonomía de la política sectorial ni el objetivo de lograr en la OMC un comercio más transparente.
Los críticos criollos deberían leer cuidadosamente la conclusión realista de sus aliados internacionales en la Declaración Final del Foro sobre Soberanía Alimentaria reunido en La Habana en 2001: “La soberanía alimentaria no significa autarquía, autosuficiencia plena o la desaparición del comercio agroalimentario y pesquero internacional”.
Entre los presuntos desastres que causará el TLC con los Estados Unidos, los críticos mencionan la pérdida de seguridad alimentaria. Resulta extraño que usen ese concepto, cuando en su argot prefieren hablar de “soberanía alimentaria”.
En la Cumbre Mundial sobre la Alimentación (1996) se definió que “existe seguridad alimentaria cuando todas las personas tienen en todo momento acceso físico y económico a suficientes alimentos inocuos y nutritivos para satisfacer sus necesidades alimenticias y sus preferencias en cuanto a los alimentos a fin de llevar una vida activa y sana”. El concepto de seguridad alimentaria abarca tres dimensiones: disponibilidad de alimentos, estabilidad en la oferta y acceso de la población.
¿Por qué esta definición no gusta a los críticos del TLC? Porque supuestamente no fue elaborada por los países pobres sino por los europeos (!) y porque implícitamente reconoce el comercio internacional como fuente para adecuar la oferta de alimentos a las necesidades de la población (“Convenimos en que el comercio constituye un elemento fundamental para alcanzar la seguridad alimentaria”).
El concepto de “soberanía alimentaria” postula la pretensión de autosuficiencia en la producción de los alimentos que requiere la población. Curiosamente, los defensores del concepto en Colombia, que no aceptan una supuesta definición europea, citan al Presidente Bush como su aliado: “Es importante para nuestra nación cultivar alimentos, alimentar a nuestra población. ¿Pueden ustedes imaginar un país que no fuera capaz de cultivar alimentos suficientes para alimentar a su población? Sería una nación expuesta a presiones internacionales. Sería una nación vulnerable. Por eso, cuando hablamos de la agricultura americana, en realidad hablamos de una cuestión de seguridad nacional”.
Varios cuestionamientos surgen hasta aquí. Primero, la evidencia empírica refuta contundentemente la hipótesis de la soberanía alimentaria: ningún país del mundo se autoabastece de alimentos (ver los anuarios estadísticos de la Unctad).
Segundo, las importaciones de alimentos en países desarrollados como el Reino Unido, Alemania e Irlanda son superiores al PIB del sector agropecuario, y en otros, como Francia, Italia, España, Canadá, Japón y Estados Unidos, superan el 50%. Por contraste, en Colombia son el 17%.
Tercero, la balanza comercial agropecuaria de Estados Unidos es crecientemente negativa. En 2006 el déficit ascendió a US$ 4.532 millones, con saldos negativos en mariscos, ganado vacuno y carnes, vegetales, frutas, pescados y azúcar, entre otros.
A pesar de la contundente evidencia en contra, los críticos señalan que no tener soberanía alimentaria es grave porque la historia muestra cómo las eventuales interrupciones del comercio internacional ocasionan problemas de abastecimiento de alimentos. Ese riesgo siempre ha existido. En cambio olvidan que la soñada autarquía de los comunistas produjo hambrunas con cerca de 20 millones de muertos en la Unión Soviética de los años veinte y de 30 millones en la China del periodo 1958-1962; en los dos casos las causas no fueron fenómenos naturales ni la interrupción del comercio mundial, sino las equivocadas políticas económicas autárquicas, adoptadas con la pretensión de superar a las economías capitalistas.
En síntesis, la “soberanía alimentaria” no es la categoría relevante y, si lo fuera, no hay elementos que permitan anticipar un cambio estructural en el superávit comercial agropecuario de Colombia como consecuencia de los acuerdos comerciales. Tampoco están en riesgo la autonomía de la política sectorial ni el objetivo de lograr en la OMC un comercio más transparente.
Los críticos criollos deberían leer cuidadosamente la conclusión realista de sus aliados internacionales en la Declaración Final del Foro sobre Soberanía Alimentaria reunido en La Habana en 2001: “La soberanía alimentaria no significa autarquía, autosuficiencia plena o la desaparición del comercio agroalimentario y pesquero internacional”.
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