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Medicamentos y propiedad intelectual

jueves, 19 de julio de 2012
Publicado en Portafolio el 18 de julio de 2012

En el artículo “Se agudiza el monopolio de los medicamentos” (UN Periódico, No. 157, 8 de julio de 2012) los investigadores Julián López y Edna Sánchez arremeten contra el capítulo de propiedad intelectual del TLC de Colombia con Estados Unidos.

Los debates sobre estos temas son convenientes, en particular cuando surgen desde la academia. En este artículo, justamente por provenir de un centro de investigación, y no cualquiera sino de una de las mejores universidades del país, los análisis deberían caracterizarse por el rigor académico. Lamentablemente no es así y el artículo está viciado de apreciaciones sin sustento técnico y de errores en la lectura de los textos del tratado.

Afirman los autores que el TLC “relaja los criterios de patentabilidad (por ejemplo otorgando patentes a segundos usos), extiende su duración, establece un vínculo entre esta licencia y el registro sanitario y fortalece la protección de los datos con exclusividad”.

Es falso que el tratado contemple la patentabilidad de segundos usos. Hasta un estudio de Ernesto Cortés para Ifarma, basado en una lectura amañada del TLC, cita una reunión del Presidente de Colombia con el USTR en la que ese organismo precisó el tema: “Dentro del marco del tratado quedó claro que Colombia no estaría obligada a patentar métodos de uso o segundos usos”.

La presunta extensión de la duración de las patentes, según los autores, se da por la compensación por demoras injustificadas en su aprobación. Aquí los autores incurren en un error protuberante, pues el texto del protocolo modificatorio excluyó los medicamentos de esa obligación: “Cada Parte proporcionará los medios para compensar… por retrasos irrazonables en la emisión de una patente, con excepción de una patente para un producto farmacéutico…”.

Los autores no comprenden cabalmente la obligación de compensación en productos diferentes a los medicamentos. Supongamos que López y Sánchez solicitan una patente y la autoridad competente, por su ineficiencia, se demora diez años en aprobarla; eso significa que el aprovechamiento efectivo del derecho exclusivo se limitaría a diez años, porque los veinte años cuentan desde la fecha de solicitud de la patente.

¿Si son compensados con cinco años, se está extendiendo el plazo de la patente? Evidentemente no, porque el aprovechamiento efectivo sería de 15 años y no de 25 como lo interpretan quienes confunden compensación con “extender la duración”. También es obvio que si la autoridad competente mejora su eficiencia, no habrá necesidad de compensar.

Además de estas imprecisiones, hay varios juicios de valor. Por ejemplo, en torno a los veinte años de plazo de las patentes dicen: “Se ha demostrado que la inversión se libra, en promedio, en tres años, por lo que el resto del periodo efectivo de la licencia se traduce en utilidades”.

Primero, los autores no citan un solo estudio de respaldo. Segundo, hay un amplio debate sobre el costo de desarrollo de un medicamento innovador, pero ningún acuerdo en torno a una cifra. Tercero, el derecho exclusivo no está limitado a que el innovador recupere sus costos de investigación.

Sobre el linkage, dicen: “Esta medida vulnera en gran medida el acceso a los medicamentos, pues no permite que un competidor ingrese al mercado inmediatamente después del vencimiento de la patente, lo que amplía el monopolio”. Esta afirmación es falsa; contrario a esta percepción, el tratado introduce la “excepción bolar”, que permite adelantar los procesos y los trámites que aseguran el ingreso de los medicamentos genéricos al día siguiente del vencimiento de una patente. El linkage se refiere a un mecanismo de protección del derecho exclusivo del innovador frente a posibles violaciones de él; la aspiración inicial de EEUU era establecer un vínculo entre la autoridad de patentes y la autoridad sanitaria; a cambio se acordó un mecanismo de transparencia.

No hay nada que fortalezca “la protección de los datos con exclusividad”. En este punto los autores se ponen a divagar sobre el decreto 2085 de 2002 sin analizar el contenido del TLC. Deberían partir de indicar al lector que ese es un instrumento orientado a atraer al país medicamentos que no tienen patente en Colombia y que no son fabricados en el territorio nacional.

Adicionalmente deberían señalar que en el tratado se incluyó la figura del “agotamiento”. Esto significa que el periodo de protección de datos corre desde el momento en que un medicamento nuevo obtiene su registro sanitario en EEUU; si la solicitan en el país dos años después, solo tendrán derecho a tres años. Como consecuencia, es posible que lleguen al país productos innovadores que no tienen patente en Colombia con mayor rapidez de lo que ocurriría sin el TLC.

Como suele ocurrir con otros críticos, se enceguecen en su afán de satanizar el capítulo de propiedad intelectual del TLC, pero pierden rigor académico y carecen de propuestas alternativas serias.

Propiedad intelectual y bienes públicos

miércoles, 30 de diciembre de 2009
Publicado en Ámbito Jurídico el 11 de agosto de 2008


El tema de la propiedad intelectual es uno de los componentes que más genera polémica en los acuerdos comerciales. Pero buena parte de ella responde a una percepción errada de su importancia en el desarrollo de conocimientos, la solución de problemas que aquejan a la sociedad, el avance científico y tecnológico y el desarrollo económico.

Durante la negociación del TLC con los Estados Unidos y su proceso de aprobación en el Congreso vimos críticos afirmando que el capítulo de propiedad intelectual ocasionaría el sometimiento de la política de salud pública al dictado de las multinacionales, la desaparición de los medicamentos genéricos, la muerte de millones de colombianos, el aumento exorbitante de los precios de los medicamentos y un impacto total cuantificado en más de US$ 900 millones. Las demostraciones de estas afirmaciones siempre fueron endebles, pero se vendieron bien a la opinión pública.

Un enfoque interesante para entender el papel de la propiedad intelectual es el que presenta el economista español Xavier Sala i Martin en su libro Economía liberal para no economistas y no liberales. El punto de partida es el de los bienes públicos.

Hay bienes que son “normales” como el pan, porque tienen tres características, que el autor resume con el siguiente ejemplo: “La primera es que cuando el consumidor come un pedazo de pan, nadie más puede comérselo. La segunda es que el propietario de la panadería puede impedir que el cliente obtenga el pan si antes no lo compra. La tercera… es que el consumo de un trozo de pan por parte de un consumidor le afecta a él y a nadie más que a él”.

Pero también hay bienes públicos que no cumplen esas características y generan externalidades que permiten a muchos consumidores el usufructo sin contribuir a financiarlos. Esto ocurre porque no se puede discriminar entre los que pagaron y los que no y porque se trata de bienes que no se agotan con el aumento del número de personas que los consumen. Un ejemplo son los canales públicos de televisión; cualquier persona que adquiera un televisor puede acceder a ellos, aun cuando no pague los impuestos que el gobierno utiliza para esta producción; de igual forma, no hay un límite para el número de consumidores.

El problema es que las características de los bienes públicos los hacen poco atractivos a la producción privada que persigue la obtención de ganancias. Por tal razón, el gobierno tiende a ser el proveedor de ellos –como en el caso de la seguridad nacional que brindan el ejército y la policía– o a desarrollar esquemas que los tornan atractivos para los empresarios, como ocurre con las concesiones para la construcción de carreteras.

El conocimiento es otro bien público que los empresarios no tienen incentivo para producir, pues podría ser apropiado por todos los que lo quieran utilizar sin haberlo financiado. Aun cuando siempre hay personas y empresas que generan conocimientos sin esperar nada a cambio –los “sabios locos”, como los llama Sala i Martin–, la evidencia muestra que no los producen al ritmo que la sociedad los necesita.

En este caso, el gobierno debe crear el entorno legal adecuado para generar los incentivos a la investigación y producción de conocimientos. Ese entorno está constituido por todo el marco de protección de los derechos de propiedad y específicamente por la propiedad intelectual.

El premio Nobel de economía Douglass North afirma que la revolución industrial, que se caracterizó por el notable aumento de la velocidad de innovación con relación a los siglos anteriores, en buena parte se puede explicar por la existencia de las patentes: "La falta de desarrollo de derechos de propiedad sistemáticos sobre innovaciones hasta épocas relativamente modernas fue una causa principal del lento ritmo de cambio tecnológico… fue únicamente con el sistema de patentes que se estableció un conjunto sistemático de incentivos para fomentar el cambio tecnológico y elevar la tasa de retorno privada sobre la innovación y acercarla a la tasa de retorno social".

El derecho de exclusividad que se concede a los innovadores por un tiempo que actualmente es de 20 años, es el incentivo para que los empresarios acometan los riesgos de los procesos de investigación y desarrollo. El derecho se otorga con dos compromisos: primero, que el innovador ponga a disposición de la sociedad los conocimientos que le permitieron llegar a su invento; segundo, que terminado el tiempo de protección el invento puede ser fabricado por cualquier empresario, lo que permite volver más competitivo el mercado.

Es claro que las patentes generan un esquema de mercado similar al del monopolio, en el que el empresario puede fijar precios altos, aun cuando no se trata de un poder absoluto, pues la normatividad internacional establece talanqueras para que los innovadores no abusen del derecho de exclusividad.

Aún así, las patentes son una concesión que no les gusta a los críticos de los acuerdos comerciales. El problema es que no plantean alternativas viables para que este bien público, que la propiedad intelectual incentiva, sea producido de forma eficiente y con el ritmo que demanda la sociedad, a la vez que se asegura la rentabilidad de los innovadores.

EL TLC Y EL PRECIO DE LOS MEDICAMENTOS

martes, 29 de diciembre de 2009
Publicado en Ámbito Jurídico el 18 de junio de 2007

Uno de los temas de mayor debate en el trámite legislativo para la aprobación del TLC, es el de los medicamentos. Lamentablemente, no siempre la discusión tiene la altura técnica que requiere y algunos críticos la han viciado con aseveraciones sin sustento real.

En una sesión reciente, un congresista leyó una lista de medicamentos y mostró las enormes diferencias de precios que hay entre los productos de marca y los genéricos. Estas alusiones en una discusión sobre el presunto impacto del TLC en el precio de los medicamentos insinúan al ciudadano que desde ya se están sintiendo los impactos del tratado.

En realidad ese tema específico no tiene nada que ver con el TLC ni con las normas de propiedad intelectual contenidas en la Ley 170 de 1994. Un estudio de Fedesarrollo demostró que en 2004 sólo poseía patente el 1.3% de los principios activos del mercado farmacéutico colombiano, y otro 1.6% tenía protección de datos de prueba. Esto significa, ni más ni menos, que en el 97.1% de los principios activos no hay restricciones para la competencia. Surge entonces una pregunta: ¿Si no hay protección por qué son tan diferentes los precios?

Para responderla, se debe partir de entender qué es un genérico. Un medicamento es un principio activo que previene o cura una enfermedad específica. Teóricamente, según la Organización Mundial de la Salud (OMS), un medicamento genérico es aquel producto que puede ser fabricado libremente por cualquier laboratorio, porque contiene un principio activo cuya patente ya caducó. En nuestra legislación no hay una definición expresa del concepto; y el que se usa cotidianamente no se ciñe al teórico, pues la gran mayoría de medicamentos que hay en el mercado tienen principios activos que nunca tuvieron patente en Colombia.

Los principios activos que contienen los medicamentos tienen un nombre oficial recomendado en la denominación común internacional (DCI) que elabora la OMS, con el fin de identificar de forma homogénea cada sustancia farmacéutica a nivel mundial. No es claro por qué ese nombre oficial se ha equiparado en Colombia con el concepto de producto genérico.

Quizás ello obedezca a la mención de “nombre genérico” en algunas normas. En el artículo 162 de la Ley 100 de 1993 se establece el Plan de Salud Obligatorio “… incluyendo la provisión de medicamentos esenciales en su presentación genérica”. En el artículo 72 del Decreto 677 de 1995 se reglamenta el contenido de las etiquetas, rótulos y empaques de los medicamentos, estipulando que deben llevar “… el nombre del producto o marca registrada, si es el caso, su denominación genérica”; el artículo 97 de la misma norma establece: “Los medicamentos esenciales podrán fabricarse y venderse bajo su nombre genérico...”.

Siendo rigurosos, desde el punto de vista teórico en Colombia no habría genéricos, pues, usando el lenguaje de la OMS, no se han vencido las patentes del 1.3% de los principios activos que tienen protección; y desde el punto de vista de la DCI, todos los productos son genéricos, pues incluso los protegidos por patente tienen un nombre oficial.

Queda claro que la normatividad colombiana obliga a los fabricantes o comercializadores de medicamentos a etiquetar los productos con el nombre genérico (entendido como la DCI) –y que a esos productos los llamamos “genéricos”–, pero tienen la libertad de adicionarle un nombre comercial (marca) si se quieren diferenciar en el mercado. Por lo tanto, lo que los críticos reseñan en sus ejemplos no es la diferencia de precios entre un producto con protección de patente y otros que no la tienen, sino la que existe entre los productos “genéricos” con marca y los “genéricos” sin marca.

Siendo así, las diferencias de precios pueden surgir por múltiples razones, entre las que cabe mencionar el prestigio del laboratorio, los mayores costos de mercadeo y publicidad, las diferencias en presentación, las estrategias de posicionamiento de los laboratorios, la demanda, la segmentación del mercado por tipo de comprador y las preferencias del consumidor. Fácil colegir que ninguna de ellas se relaciona con las normas de propiedad intelectual.

Hay una opinión ampliamente extendida que explica las diferencias de precios por presuntas diferencias en la calidad de los medicamentos. Este argumento no tiene una base real, pues las normas colombianas establecen que todos los productos farmacéuticos deben cumplir con los mismos estándares de eficiencia y calidad y el Invima debe velar porque esos requisitos se cumplan. Un estudio reciente realizado por cuatro universidades del país para el Invima comprobó que la calidad de los productos “genéricos” sin marca es igual a la de los productos “genéricos” con marca.

La discusión anterior pone de manifiesto un problema que va más allá de la propiedad intelectual y de la diferenciación de productos por marca: el acceso a la información. Los consumidores no conocen plenamente la existencia de genéricos, de su calidad similar a la del innovador y de la vigilancia del gobierno sobre el mercado. Así lo comprueba un estudio de Econometría que, en una encuesta en cinco ciudades, encontró que el 74% de los hogares sabe de la existencia de los genéricos, pero sólo el 43% los compra. Este es un campo en el que viene trabajando el Gobierno y se espera en el futuro cercano brindar a los consumidores mejores herramientas para la toma de sus decisiones.


Aclarado el tema, surge un nuevo interrogante: ¿Por qué los críticos del TLC involucran estas diferencias de precios en el debate? Con los anteriores elementos, el interrogante puede tener dos respuestas: por desconocimiento del tema o por sembrar dudas en la opinión.