Publicado en Portafolio el viernes 21 de diciembre de 2018
La población mundial está envejeciendo y Colombia no es la excepción. Esta situación es el resultado combinado de dos hechos: la caída de las tasas de mortalidad, especialmente de la infantil, y el aumento de la esperanza de vida.
La esperanza de vida empezó a aumentar de forma continua desde mediados del siglo XIX y se calcula que los niños que hoy están naciendo en las economías desarrolladas tienen alta probabilidad de sobrepasar los 100 años de vida.
El envejecimiento tiene profundas repercusiones en la sociedad: Induce cambios en los mercados laborales, pues los trabajadores pueden mantenerse activos por más tiempo. Los economistas debaten si una población más vieja afecta negativamente la productividad y el crecimiento de la economía. Desde luego, se plantean grandes retos para los sistemas pensionales, pues es necesario contar con los recursos para sostener los pensionados por un periodo más largo. Los sistemas de salud también deben ajustarse porque las demandas de servicios especializados para los adultos mayores serán más. Las finanzas públicas tendrán que disponer de cuantiosos recursos para la financiación de pensiones y las transferencias a ancianos desvalidos.
En ese contexto, un aspecto crucial es la redefinición del concepto de viejo. Normalmente se asume que la edad de jubilación establece cuándo se considera que una persona es vieja. En la mayor parte de los estudios demográficos se da por hecho que esa edad es 65 años, porque en los países desarrollados están tendiendo a adoptarla para el acceso a la pensión.
Pero es claro que en un mundo en el que la esperanza de vida sigue aumentando esa definición puede no ser la más acertada. Recientemente Warren Sanderson y Sergei Scherbov propusieron el concepto de edad prospectiva para definir el concepto de viejo, incorporando en ella la esperanza de vida. En su opinión la vejez es aquella edad en la que la expectativa de vida remanente es de 15 años o menos.
En el libro “Trabajo formal en Colombia: Realidad y retos” (disponible en www.fasecolda.com) se explica cómo al aplicar ese concepto, la definición de viejo es diferente para cada país. Así, mientras que viejos en Japón serían las personas de 73.7 años o más, en Sierra Leona lo serían las de 53.1 años o más. Esto muestra que las diferencias en el nivel de bienestar de cada economía dan lugar a esperanzas de vida disímiles. Para el caso de Colombia se considerarían viejos los habitantes de 68.4 años o más.
Saltan a la vista las enormes implicaciones de adoptar un concepto como este. Como lo destaca Andrew Scott, hay que diferenciar entre un efecto de envejecimiento y un efecto de longevidad, pues mientras el primero alude al proceso de deterioro del organismo, el segundo resalta la mayor vitalidad con la que las personas hoy alcanzan edades mayores.
Eso significa que las edades de jubilación se podrían establecer de forma flexible a partir de la edad prospectiva y que, por lo tanto, los mercados laborales tendrían que adecuarse a la permanencia de la población hasta edades más avanzadas. En el libro mencionado están las bases para comenzar una exploración de las múltiples implicaciones en esta línea; en ella deben tomar parte el gobierno, la academia, los empresarios y los trabajadores.
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Candidatos: ¡A formalizar!
Artículo publicado en Portafolio, el viernes 25 de mayo de 2018
Por múltiples razones el país debe emprender una lucha a muerte contra la informalidad. De ellas, considero tres prioritarias: el acceso a las pensiones, la productividad de la economía y la necesidad de enseñar a pescar.
Con relación a las pensiones, la sociedad como un todo debería vivir en permanente alarma, porque el 80% de las personas en edad de jubilación no puede acceder a ellas. Aun cuando Colombia registra notables avances en algunos indicadores sociales y persiste la cultura de solidaridad familiar, este hecho es un lunar enorme.
Paradójicamente, esos avances agravarán la situación. Menores tasas de natalidad, caída de las tasas de mortalidad y aumento de la esperanza de vida, nos pusieron en la senda del envejecimiento poblacional, hacen más compleja la sostenibilidad del sistema pensional de reparto y más oneroso el costo fiscal que toda la sociedad debe asumir, si la alta informalidad perpetúa los actuales niveles de cobertura.
Con relación a la productividad, Mckinsey calculó hace algún tiempo la productividad laboral relativa de la mano de obra informal del país y encontró que en promedio se necesitan 17 trabajadores informales de Colombia para producir lo de un trabajador de Estados Unidos.
La productividad de un trabajador del sector formal de Colombia es siete veces superior a la del informal. Esto evidencia la magnitud del impacto negativo que sufre la economía como consecuencia de las elevadas tasas de informalidad. Pese a que este índice ha descendido desde la reforma tributaria de 2012, que eliminó los parafiscales del Sena y del ICBF, su nivel se encuentra en el 62.9% para el total nacional en el primer trimestre de 2018.
Esta relación entre informalidad y productividad es fundamental para entender, entre otras cosas, por qué el país no logra diversificar las exportaciones, a pesar de los numerosos programas implementados en los últimos 50 años.
Por último, para combatir la informalidad es necesario aplicar el adagio de enseñar a pescar en lugar de regalar el pescado. Está muy bien que una economía en desarrollo tenga acceso universal a la salud, subsidiando el acceso del 50% de la población, brinde educación gratuita, regale viviendas o las subsidie, cuente con subsidios al consumo de servicios públicos, y tenga programas de alimentación para las personas menos favorecidas; pero esas acciones caritativas tienen un impacto negativo en la formalización.
Son conocidas las marrullas usadas para inscribirse en el Sisben y hacerse acreedores a diversos subsidios; de igual forma, muchos afiliados se niegan a contratarse en empleos formales por temor a perder esas dádivas.
Es lícito evaluar la política de subsidios como un éxito de la política social, porque ha contribuido a reducir la pobreza, pero también son evidentes los efectos no deseados que alimentan la informalidad y la pésima distribución del ingreso. Los indicadores de concentración del ingreso (Gini) de Colombia no solo están entre los peores del mundo, sino que se mantienen prácticamente iguales antes y después de la política de subsidios. La causa es conocida: problemas de focalización, subsidios regresivos en pensiones y educación y fuerte relación de dependencia porque la política carece de mecanismos de graduación para los beneficiarios de la generosidad del Estado.
Este es un gran reto para el nuevo presidente. Los candidatos tienen la palabra.
Por múltiples razones el país debe emprender una lucha a muerte contra la informalidad. De ellas, considero tres prioritarias: el acceso a las pensiones, la productividad de la economía y la necesidad de enseñar a pescar.
Con relación a las pensiones, la sociedad como un todo debería vivir en permanente alarma, porque el 80% de las personas en edad de jubilación no puede acceder a ellas. Aun cuando Colombia registra notables avances en algunos indicadores sociales y persiste la cultura de solidaridad familiar, este hecho es un lunar enorme.
Paradójicamente, esos avances agravarán la situación. Menores tasas de natalidad, caída de las tasas de mortalidad y aumento de la esperanza de vida, nos pusieron en la senda del envejecimiento poblacional, hacen más compleja la sostenibilidad del sistema pensional de reparto y más oneroso el costo fiscal que toda la sociedad debe asumir, si la alta informalidad perpetúa los actuales niveles de cobertura.
Con relación a la productividad, Mckinsey calculó hace algún tiempo la productividad laboral relativa de la mano de obra informal del país y encontró que en promedio se necesitan 17 trabajadores informales de Colombia para producir lo de un trabajador de Estados Unidos.
La productividad de un trabajador del sector formal de Colombia es siete veces superior a la del informal. Esto evidencia la magnitud del impacto negativo que sufre la economía como consecuencia de las elevadas tasas de informalidad. Pese a que este índice ha descendido desde la reforma tributaria de 2012, que eliminó los parafiscales del Sena y del ICBF, su nivel se encuentra en el 62.9% para el total nacional en el primer trimestre de 2018.
Esta relación entre informalidad y productividad es fundamental para entender, entre otras cosas, por qué el país no logra diversificar las exportaciones, a pesar de los numerosos programas implementados en los últimos 50 años.
Por último, para combatir la informalidad es necesario aplicar el adagio de enseñar a pescar en lugar de regalar el pescado. Está muy bien que una economía en desarrollo tenga acceso universal a la salud, subsidiando el acceso del 50% de la población, brinde educación gratuita, regale viviendas o las subsidie, cuente con subsidios al consumo de servicios públicos, y tenga programas de alimentación para las personas menos favorecidas; pero esas acciones caritativas tienen un impacto negativo en la formalización.
Son conocidas las marrullas usadas para inscribirse en el Sisben y hacerse acreedores a diversos subsidios; de igual forma, muchos afiliados se niegan a contratarse en empleos formales por temor a perder esas dádivas.
Es lícito evaluar la política de subsidios como un éxito de la política social, porque ha contribuido a reducir la pobreza, pero también son evidentes los efectos no deseados que alimentan la informalidad y la pésima distribución del ingreso. Los indicadores de concentración del ingreso (Gini) de Colombia no solo están entre los peores del mundo, sino que se mantienen prácticamente iguales antes y después de la política de subsidios. La causa es conocida: problemas de focalización, subsidios regresivos en pensiones y educación y fuerte relación de dependencia porque la política carece de mecanismos de graduación para los beneficiarios de la generosidad del Estado.
Este es un gran reto para el nuevo presidente. Los candidatos tienen la palabra.
Las pensiones y los abuelos
Publicado en Portafolio el 19 de agosto de 2016
Francia tiene un régimen pensional de prima media (RPM): todos los trabajadores aportan para pagar los pensionados. Este tipo de régimen es viable si hay una expectativa de vida “razonable” después de pensionarse y se mantiene alto el número de aportantes por pensionado.
Mientras las demás economías desarrolladas aumentaron la edad de jubilación en respuesta a la mayor esperanza de vida y al envejecimiento poblacional, Francia la redujo a 58 años, buscando disminuir la tasa de desempleo juvenil; la realidad mostró que esos trabajos no son sustitutos y que el desempleo juvenil sigue elevado.
El aumento de la esperanza de vida (en 13 años en el periodo 1960-2014) alargó el tiempo medio de disfrute de la pensión. Eso estaría muy bien, si no fuera por el envejecimiento poblacional y la demora de los jóvenes para ingresar al mercado laboral (más de 22 años).
Las personas entre 60 a 75 años, que hace unas pocas décadas eran achacosos ancianos, hoy son vitales “adultos mayores”. Pero, como afirma Dominique Simonnet (2006), esa “es una buena noticia para los individuos y una catástrofe para la sociedad. Pues esos alegres abuelos y abuelas empiezan a pulverizar los frágiles equilibrios sociales y económicos que se han establecido entre generaciones, y pueden provocar una crisis sin precedentes. La longevidad, ese bello regalo, es una bomba de tiempo. Y está a punto de estallar”.
En el periodo 1960-2014 los mayores de 65 años aumentaron en 7.1 puntos porcentuales su participación en la población total, en tanto que los menores de 15 años la redujeron en 7.8 y los de 15 a 64 años apenas crecieron en 0.7 puntos. Así, la relación entre personas en edad de aportar y población en edad de pensión bajó de 3.9 en 1960 a 2.6 en 2015. Como consecuencia, la carga financiera por la educación de los jóvenes y la pensión de los adultos viene subiendo notablemente.
Aun cuando una reforma de 2010 incrementó la edad de pensión a 62 años desde 2017, persisten los riesgos de sostenibilidad financiera del RPM.
Colombia era un buen ejemplo para Francia. La edad de pensión, que era de 50 años desde 1946, aumentó en 1966 a 60 y 55 años para hombres y mujeres, a la vez que la esperanza de vida pasó de 51.2 años en 1951 a 59.5 en 1966. Luego, en 1993 se creó el régimen de ahorro individual (RAIS) –que aísla la pensión del cambio poblacional– y se presumía el marchitamiento del RPM. Ahora Colombia da mal ejemplo. Desde 2015 aumentó en dos años la edad para todos los aportantes al RPM, pero la esperanza de vida aumentó en 14.5 años entre 1966 y 2014. Además, lejos de marchitarse, se está incentivando el RPM, captando nuevos cotizantes.
El problema es que la población está envejeciendo, los aportantes por pensionado vienen disminuyendo, escasamente el 20% de los trabajadores actuales podrá pensionarse y el RPM mantiene un esquema de subsidios regresivos, financiado por el sector formal de la economía.
Mientras que en Francia el RPM tiene dificultades financieras, pero pensiona a los alegres abuelos, en Colombia el régimen está quebrado, agrava los problemas fiscales y condena a la penuria a la mayor parte de los abuelos. ¿Urgirá una reforma pensional estructural?
Francia tiene un régimen pensional de prima media (RPM): todos los trabajadores aportan para pagar los pensionados. Este tipo de régimen es viable si hay una expectativa de vida “razonable” después de pensionarse y se mantiene alto el número de aportantes por pensionado.
Mientras las demás economías desarrolladas aumentaron la edad de jubilación en respuesta a la mayor esperanza de vida y al envejecimiento poblacional, Francia la redujo a 58 años, buscando disminuir la tasa de desempleo juvenil; la realidad mostró que esos trabajos no son sustitutos y que el desempleo juvenil sigue elevado.
El aumento de la esperanza de vida (en 13 años en el periodo 1960-2014) alargó el tiempo medio de disfrute de la pensión. Eso estaría muy bien, si no fuera por el envejecimiento poblacional y la demora de los jóvenes para ingresar al mercado laboral (más de 22 años).
Las personas entre 60 a 75 años, que hace unas pocas décadas eran achacosos ancianos, hoy son vitales “adultos mayores”. Pero, como afirma Dominique Simonnet (2006), esa “es una buena noticia para los individuos y una catástrofe para la sociedad. Pues esos alegres abuelos y abuelas empiezan a pulverizar los frágiles equilibrios sociales y económicos que se han establecido entre generaciones, y pueden provocar una crisis sin precedentes. La longevidad, ese bello regalo, es una bomba de tiempo. Y está a punto de estallar”.
En el periodo 1960-2014 los mayores de 65 años aumentaron en 7.1 puntos porcentuales su participación en la población total, en tanto que los menores de 15 años la redujeron en 7.8 y los de 15 a 64 años apenas crecieron en 0.7 puntos. Así, la relación entre personas en edad de aportar y población en edad de pensión bajó de 3.9 en 1960 a 2.6 en 2015. Como consecuencia, la carga financiera por la educación de los jóvenes y la pensión de los adultos viene subiendo notablemente.
Aun cuando una reforma de 2010 incrementó la edad de pensión a 62 años desde 2017, persisten los riesgos de sostenibilidad financiera del RPM.
Colombia era un buen ejemplo para Francia. La edad de pensión, que era de 50 años desde 1946, aumentó en 1966 a 60 y 55 años para hombres y mujeres, a la vez que la esperanza de vida pasó de 51.2 años en 1951 a 59.5 en 1966. Luego, en 1993 se creó el régimen de ahorro individual (RAIS) –que aísla la pensión del cambio poblacional– y se presumía el marchitamiento del RPM. Ahora Colombia da mal ejemplo. Desde 2015 aumentó en dos años la edad para todos los aportantes al RPM, pero la esperanza de vida aumentó en 14.5 años entre 1966 y 2014. Además, lejos de marchitarse, se está incentivando el RPM, captando nuevos cotizantes.
El problema es que la población está envejeciendo, los aportantes por pensionado vienen disminuyendo, escasamente el 20% de los trabajadores actuales podrá pensionarse y el RPM mantiene un esquema de subsidios regresivos, financiado por el sector formal de la economía.
Mientras que en Francia el RPM tiene dificultades financieras, pero pensiona a los alegres abuelos, en Colombia el régimen está quebrado, agrava los problemas fiscales y condena a la penuria a la mayor parte de los abuelos. ¿Urgirá una reforma pensional estructural?
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