Publicado en Portafolio el vienes 25 de enero de 2019
Andrés Oppenheimer señala, en “¡Sálvese quien pueda!”, que los centros comerciales tienden a desaparecer por el desarrollo del e-commerce, o comercio electrónico; afirma que un número creciente de “malls” de Estados Unidos parecen ciudades desiertas.
El aumento de las ventas a través de internet está forzando cambios radicales en ese tipo de negocios, que cada vez dependen menos de la afluencia de los consumidores a las tiendas. Según Oppenheimer, “en 2025, los centros comerciales que sobrevivan serán los que ofrezcan “experiencias memorables” ...Ya desde hace varios años hay gigantescos centros comerciales en Minnesota, Dubái, Bangkok y varias otras ciudades que tienen pistas de esquí con nieve artificial o tanques para hacer esnórquel para atraer al público”.
Esto significa que las empresas de esas economías desarrollaron sistemas eficientes y confiables de ventas en línea que satisfacen a los consumidores. Lamentablemente, el comercio electrónico, en Colombia no genera la confianza necesaria para seguir esa tendencia global; aun cuando hay empresas que registran avances notables, las experiencias negativas que ocasionan otras impiden progresar al ritmo deseado.
Pongo como ejemplo una experiencia personal reciente, pero preocupado porque numerosas personas me han comentado situaciones similares. En diciembre pasado quise comprar un televisor por la web de una importante cadena comercial. Después de completar la casi interminable lista de datos que piden, no fue posible hacer el pago porque, supuestamente, la información introducida no coincidía con la que aparece en la tarjeta de crédito.
Ahí comenzó la tortura: entre llamadas a la cadena comercial, idas al banco y a una tienda de la cadena, migrar a la compra por el canal telefónico, recibir un correo indicando que la compra quedó realizada por un precio superior en $300 mil al ofrecido en la web, asistir al peloteo entre tienda, banco y sistema electrónico de pagos, sin posibilidad de comunicación con este último, y, finalmente, recibir un correo del sistema de pagos indicando que la compra no fue aprobada, se fueron dos días.
Entonces, renuncié a la compra virtual y me fui a la tienda física a comprar el televisor, con la misma tarjeta de crédito, pero por un precio un poco superior al de la web. No obstante, por una semana más recibí correos de la cadena comercial invitándome a terminar la compra iniciada.
¡Qué diferencia con las compras que se hacen en tiendas virtuales asiáticas, europeas y norteamericanas! Quizás eso explique que Colombia ocupe el puesto 51 en el B2C E‐commerce Index 2017 de la Unctad. Según la misma fuente, en el país, los compradores por internet como porcentaje de la población, escasamente llegan al 6% mientras que en países como Argentina (16%), Brasil (23%) y Chile (26%) nos triplican o cuadruplican. Ni para qué compararnos con el Reino Unido o Estados Unidos, con indicadores del 77% y 67%, respectivamente.
Es claro que debe primar la simplificación de los procesos de compra virtual, en lugar de la insaciable “captura de datos”, y establecer mecanismos eficientes de atención al cliente y de solución de sus problemas, en sustitución del peloteo entre asesores, tienda, bancos y plataforma de pagos. Sin ellos, el e-commerce nacional seguirá siendo marginal y en cambio crecerá la preferencia por comprar en las tiendas en línea de otras latitudes.
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Política industrial y 'antispace'
Publicado en Portafolio el 20 de octubre de 2017
La política industrial siempre es un tema polémico que genera inagotables debates.
El reciente libro del premio nobel de economía Jean Tirole, “La economía del bien común”, aborda el tema mostrando que, quiéranlo o no, todos los gobiernos hacen política industrial. Y lo hacen porque no todos los mercados funcionan como en la teoría; en el mundo real se presentan fallas que, de no ser corregidas por la intervención gubernamental, deterioran el bienestar de la población.
Un ejemplo de fallas de mercado en Colombia, lo ilustra el tristemente célebre edificio Space de Medellín: una construcción de mala calidad, que generó una tragedia con 12 personas muertas y numerosos damnificados que perdieron su patrimonio.
Tirole diferencia seis categorías de fallas de mercado, de las cuales al menos tres aplican a este caso. Primera, el comprador no tiene plena información, lo que justifica la existencia de una autoridad que reprima el fraude. Segunda, los detalles de la transacción desbordan la capacidad del individuo, como ocurre en los contratos financieros, lo que explica la existencia de la autoridad de supervisión financiera. Tercera, el poder de mercado de empresas que constriñen al consumidor a pagar precios muy elevados o a adquirir productos de mediocre calidad; esto hace necesaria la autoridad de competencia.
La experiencia de los compradores del Space demostró que la construcción de viviendas en condiciones de mercado registra esas fallas porque algunos constructores actúan de mala fe. Ellos abusan de las imperfecciones de la información, pues la gran mayoría de los compradores no tiene acceso a las especificaciones técnicas de la construcción (primera falla) y si lo tuvieran, difícilmente las entenderían (segunda falla); por último, es evidente que los timan al venderles productos que no cumplen estándares mínimos de calidad (tercera falla).
Como respuesta a esas fallas, se tramitó la Ley 1796, más conocida como “antispace”, que fue sancionada el 13 de julio de 2016. En el artículo 8 se establecen al menos cuatro opciones para que los constructores amparen los perjuicios patrimoniales de los compradores de vivienda: patrimonio del constructor, garantías bancarias, productos financieros y seguros.
Transcurridos quince meses de la sanción, el artículo no ha sido reglamentado como lo ordena la ley. Esto significa que todas las viviendas que se han vendido en ese periodo no tienen esa garantía, creada para corregir las fallas de mercado mencionadas.
Si estuviera reglamentado, la exposición del propio patrimonio o las consecuencias de usar las opciones del sector financiero repercutirían, para beneficio de los consumidores y del propio sector de la construcción, en la exclusión de los constructores que actúan de mala fe.
La gravedad de esa falta de reglamentación se aprecia con el caso reciente del edificio en construcción Blas de Leso II en Cartagena, que se desplomó matando a 21 personas y dejando heridas a 23. Además, en estos quince meses se han desalojado diversos edificios en varias ciudades para evitar nuevas tragedias.
Lo que sale a flote es que también hay fallas de gobierno que necesitan cirugía. ¿Cuántos spaces o blas de lesos necesitan los funcionarios encargados de reglamentar la ley para cumplir con sus obligaciones? ¿O será que los de la mala fe están bloqueando la reglamentación, con las mismas tácticas que “convencen” a los curadores urbanos?
La política industrial siempre es un tema polémico que genera inagotables debates.
El reciente libro del premio nobel de economía Jean Tirole, “La economía del bien común”, aborda el tema mostrando que, quiéranlo o no, todos los gobiernos hacen política industrial. Y lo hacen porque no todos los mercados funcionan como en la teoría; en el mundo real se presentan fallas que, de no ser corregidas por la intervención gubernamental, deterioran el bienestar de la población.
Un ejemplo de fallas de mercado en Colombia, lo ilustra el tristemente célebre edificio Space de Medellín: una construcción de mala calidad, que generó una tragedia con 12 personas muertas y numerosos damnificados que perdieron su patrimonio.
Tirole diferencia seis categorías de fallas de mercado, de las cuales al menos tres aplican a este caso. Primera, el comprador no tiene plena información, lo que justifica la existencia de una autoridad que reprima el fraude. Segunda, los detalles de la transacción desbordan la capacidad del individuo, como ocurre en los contratos financieros, lo que explica la existencia de la autoridad de supervisión financiera. Tercera, el poder de mercado de empresas que constriñen al consumidor a pagar precios muy elevados o a adquirir productos de mediocre calidad; esto hace necesaria la autoridad de competencia.
La experiencia de los compradores del Space demostró que la construcción de viviendas en condiciones de mercado registra esas fallas porque algunos constructores actúan de mala fe. Ellos abusan de las imperfecciones de la información, pues la gran mayoría de los compradores no tiene acceso a las especificaciones técnicas de la construcción (primera falla) y si lo tuvieran, difícilmente las entenderían (segunda falla); por último, es evidente que los timan al venderles productos que no cumplen estándares mínimos de calidad (tercera falla).
Como respuesta a esas fallas, se tramitó la Ley 1796, más conocida como “antispace”, que fue sancionada el 13 de julio de 2016. En el artículo 8 se establecen al menos cuatro opciones para que los constructores amparen los perjuicios patrimoniales de los compradores de vivienda: patrimonio del constructor, garantías bancarias, productos financieros y seguros.
Transcurridos quince meses de la sanción, el artículo no ha sido reglamentado como lo ordena la ley. Esto significa que todas las viviendas que se han vendido en ese periodo no tienen esa garantía, creada para corregir las fallas de mercado mencionadas.
Si estuviera reglamentado, la exposición del propio patrimonio o las consecuencias de usar las opciones del sector financiero repercutirían, para beneficio de los consumidores y del propio sector de la construcción, en la exclusión de los constructores que actúan de mala fe.
La gravedad de esa falta de reglamentación se aprecia con el caso reciente del edificio en construcción Blas de Leso II en Cartagena, que se desplomó matando a 21 personas y dejando heridas a 23. Además, en estos quince meses se han desalojado diversos edificios en varias ciudades para evitar nuevas tragedias.
Lo que sale a flote es que también hay fallas de gobierno que necesitan cirugía. ¿Cuántos spaces o blas de lesos necesitan los funcionarios encargados de reglamentar la ley para cumplir con sus obligaciones? ¿O será que los de la mala fe están bloqueando la reglamentación, con las mismas tácticas que “convencen” a los curadores urbanos?
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