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Ciencia, tecnología y desarrollo

miércoles, 13 de enero de 2010
Publicado en el diario La República el 29 de mayo de 2009


Cuando el pesimismo sepulta la viveza y la astucia de las que tanto nos ufanamos, surgen listas negativas de factores por los cuales no somos capaces de emular prácticas exitosas de otras economías subdesarrolladas o por los que no podemos tener la pretensión de crecer sostenidamente a tasas superiores al 7% anual.

Uno de los argumentos típicos es que el país no tiene y nunca tendrá las bases científicas para crecer más, porque gastamos cifras irrisorias en investigación y desarrollo (I+D); por eso tenemos un reducido número de científicos, escasas publicaciones científicas y pocas patentes nuevas por año.

Puede que algo de razón asista a quienes así piensan. Pero lo que hay en el fondo es la excusa de siempre: “cuando estemos listos”; mientras tanto, mejor no hacer nada.

El famoso historiador Eric Hobsbawn, en su no menos famosa obra “Las revoluciones burguesas”, muestra que no es estrictamente necesario ser el líder mundial en ciencia y tecnología para desarrollar una economía.

Cuando analiza la revolución industrial, Hobsbawn afirma que la transformación radical de las formas de producción se registró primero en Inglaterra, que no era precisamente la fortaleza científica del mundo del siglo XVIII. Sostiene que “mientras el gobierno revolucionario francés estimulaba las investigaciones científicas, el reaccionario inglés las consideraba peligrosas”.

La academia de Inglaterra tampoco descollaba en el desarrollo científico: “La educación inglesa era una broma de dudoso gusto… Oxford y Cambridge, las dos únicas universidades inglesas, eran intelectualmente nulas, igual que las soñolientas escuelas públicas o de humanidades”. Aún así, fue la potencia mundial del siglo XIX y comienzos del XX.

Según el economista Xavier Sala i Martin lo que debe preocupar a los gobiernos es la mejora en la competitividad sobre la base de la innovación, antes que tener el objetivo de elevar el indicador de gasto en investigación y desarrollo. “El gasto en I+D no es una señal de que las cosas vayan bien o mal. Por ejemplo, los gastos en egiptología se cuentan en I+D, pero ello difícilmente eleva la competitividad del país”.
Las experiencias de las economías asiáticas que han sido exitosas muestran que se basaron en la importación de tecnologías antes que en intentar desarrollarlas ellas mismas. Y no se quedaron en la adaptación y la copia sino que al tiempo que crecía la productividad y se fomentaba la innovación, también fortalecieron la I+D.

Para Sala i Martin “la política de innovación consiste en generar un ambiente propicio que conduzca a la creación de ideas y a la implementación de las mismas en productos, servicios o procesos”. En ese objetivo juega un papel esencial el sistema educativo del país, que se debe enfocar al establecimiento de incentivos para pensar, generar preguntas, innovar y emprender.

En el caso de Colombia, la política de transformación productiva abre la posibilidad de repotenciar sectores existentes y desarrollar sectores nuevos con base en la adaptación de tecnologías que ya están inventadas. Simultáneamente es posible que surjan problemas que requieran de investigación científica aplicada; esta es una de las razones por las que es importante la vinculación de la academia en esas alianzas público–privadas.

Un complemento necesario es la reglamentación de la Ley de Emprendimiento, en la parte pertinente a la orientación de la educación hacia la formación de empresarios desde la educación primaria y la preparación de personas con capacidad de generar ideas y llevarlas a cabo.

Evidentemente no es necesario reinventarse la rueda para fabricar carros. Pero sí es necesario sacudirnos del fatalismo y seguir trabajando en la construcción de una Colombia más competitiva y más innovadora.

Propiedad intelectual y bienes públicos

miércoles, 30 de diciembre de 2009
Publicado en Ámbito Jurídico el 11 de agosto de 2008


El tema de la propiedad intelectual es uno de los componentes que más genera polémica en los acuerdos comerciales. Pero buena parte de ella responde a una percepción errada de su importancia en el desarrollo de conocimientos, la solución de problemas que aquejan a la sociedad, el avance científico y tecnológico y el desarrollo económico.

Durante la negociación del TLC con los Estados Unidos y su proceso de aprobación en el Congreso vimos críticos afirmando que el capítulo de propiedad intelectual ocasionaría el sometimiento de la política de salud pública al dictado de las multinacionales, la desaparición de los medicamentos genéricos, la muerte de millones de colombianos, el aumento exorbitante de los precios de los medicamentos y un impacto total cuantificado en más de US$ 900 millones. Las demostraciones de estas afirmaciones siempre fueron endebles, pero se vendieron bien a la opinión pública.

Un enfoque interesante para entender el papel de la propiedad intelectual es el que presenta el economista español Xavier Sala i Martin en su libro Economía liberal para no economistas y no liberales. El punto de partida es el de los bienes públicos.

Hay bienes que son “normales” como el pan, porque tienen tres características, que el autor resume con el siguiente ejemplo: “La primera es que cuando el consumidor come un pedazo de pan, nadie más puede comérselo. La segunda es que el propietario de la panadería puede impedir que el cliente obtenga el pan si antes no lo compra. La tercera… es que el consumo de un trozo de pan por parte de un consumidor le afecta a él y a nadie más que a él”.

Pero también hay bienes públicos que no cumplen esas características y generan externalidades que permiten a muchos consumidores el usufructo sin contribuir a financiarlos. Esto ocurre porque no se puede discriminar entre los que pagaron y los que no y porque se trata de bienes que no se agotan con el aumento del número de personas que los consumen. Un ejemplo son los canales públicos de televisión; cualquier persona que adquiera un televisor puede acceder a ellos, aun cuando no pague los impuestos que el gobierno utiliza para esta producción; de igual forma, no hay un límite para el número de consumidores.

El problema es que las características de los bienes públicos los hacen poco atractivos a la producción privada que persigue la obtención de ganancias. Por tal razón, el gobierno tiende a ser el proveedor de ellos –como en el caso de la seguridad nacional que brindan el ejército y la policía– o a desarrollar esquemas que los tornan atractivos para los empresarios, como ocurre con las concesiones para la construcción de carreteras.

El conocimiento es otro bien público que los empresarios no tienen incentivo para producir, pues podría ser apropiado por todos los que lo quieran utilizar sin haberlo financiado. Aun cuando siempre hay personas y empresas que generan conocimientos sin esperar nada a cambio –los “sabios locos”, como los llama Sala i Martin–, la evidencia muestra que no los producen al ritmo que la sociedad los necesita.

En este caso, el gobierno debe crear el entorno legal adecuado para generar los incentivos a la investigación y producción de conocimientos. Ese entorno está constituido por todo el marco de protección de los derechos de propiedad y específicamente por la propiedad intelectual.

El premio Nobel de economía Douglass North afirma que la revolución industrial, que se caracterizó por el notable aumento de la velocidad de innovación con relación a los siglos anteriores, en buena parte se puede explicar por la existencia de las patentes: "La falta de desarrollo de derechos de propiedad sistemáticos sobre innovaciones hasta épocas relativamente modernas fue una causa principal del lento ritmo de cambio tecnológico… fue únicamente con el sistema de patentes que se estableció un conjunto sistemático de incentivos para fomentar el cambio tecnológico y elevar la tasa de retorno privada sobre la innovación y acercarla a la tasa de retorno social".

El derecho de exclusividad que se concede a los innovadores por un tiempo que actualmente es de 20 años, es el incentivo para que los empresarios acometan los riesgos de los procesos de investigación y desarrollo. El derecho se otorga con dos compromisos: primero, que el innovador ponga a disposición de la sociedad los conocimientos que le permitieron llegar a su invento; segundo, que terminado el tiempo de protección el invento puede ser fabricado por cualquier empresario, lo que permite volver más competitivo el mercado.

Es claro que las patentes generan un esquema de mercado similar al del monopolio, en el que el empresario puede fijar precios altos, aun cuando no se trata de un poder absoluto, pues la normatividad internacional establece talanqueras para que los innovadores no abusen del derecho de exclusividad.

Aún así, las patentes son una concesión que no les gusta a los críticos de los acuerdos comerciales. El problema es que no plantean alternativas viables para que este bien público, que la propiedad intelectual incentiva, sea producido de forma eficiente y con el ritmo que demanda la sociedad, a la vez que se asegura la rentabilidad de los innovadores.

Patentes, ¿solo monopolio?

lunes, 28 de diciembre de 2009
Publicado en el diario La República el 15 de mayo de 2007

Los sistemas de patentes surgieron en el mundo hace varios siglos, con el objetivo de incentivar las invenciones que contribuyen al bienestar de la humanidad. El incentivo consiste en un derecho de exclusividad, mediante el cual sólo el innovador puede ceder o fabricar y comerciar su invención durante un periodo mínimo de 20 años.
En términos escuetos, aun cuando no precisos, el Estado otorga un poder de monopolio a los innovadores. Pero lo hace a cambio de la entrega simultánea de los conocimientos que les permitieron llegar a la innovación y del restablecimiento de la competencia al vencimiento de la patente, mediante la libertad de fabricación por parte de cualquier empresa.
Si alguien recibe por ley el privilegio de ser el oferente único en un mercado, es apenas obvio que su poder tienda a reflejarse en precios superiores a los de un mercado de competencia perfecta. En ese contexto es simplista, por decir lo menos, la posición de aquellos críticos que “descubren” que las patentes acarrean costos sociales vía mayores precios. Ese “descubrimiento” conduce a visiones parcializadas del impacto de las patentes en la sociedad.
No obstante, tienen razón al pensar que es necesario contar con estudios que contrasten los efectos teóricos de ceder esos derechos de exclusividad con los que se observan en la realidad.
Teóricamente se reconoce que las patentes generan al menos 4 impactos en la sociedad: incentivo a las labores de investigación y desarrollo; sobrecosto en precios al consumidor; difusión de conocimientos; y mejora del bienestar de la población.
En el mundo el debate abarca varios de esos aspectos. Así, hay estudios recientes que verifican su influencia en la investigación, pero condicionada a la existencia de un sistema nacional de innovación. En Jordania y Brasil, por ejemplo, la investigación biomédica, que era nula, se desarrolló con la reforma al sistema de patentes. Michael Ryan destaca que “al menos 3 firmas brasileñas y al menos 5 jordanas establecieron actividades de investigación y desarrollo, estrategias gerenciales de propiedad intelectual y crecimiento de portafolios de patentes de sus propios esfuerzos de innovación”.
También hay estudios sobre la mejora en el bienestar de la población. Frank Lichtenberg encontró en una muestra de 52 países que la expectativa de vida de la población mejoró en cerca de dos años entre 1982 y 2001 y que el 40% de ese incremento era atribuible a los nuevos medicamentos.
En Colombia el debate se ha centrado en los precios –especialmente de medicamentos–, en el marco de la negociación del TLC con Estados Unidos. Puesto que en su mayoría han sido realizados por críticos del TLC, su enfoque es demostrar lo evidente: que los monopolios fijan precios que no son de competencia y que ello impone un costo a la sociedad. Como el objetivo de los estudios es político, se simulan escenarios que no existen en el texto del TLC y a renglón seguido se estiman unos costos, por supuesto irreales.
Más allá de la discusión sobre el realismo o la creatividad para calcular los costos de las patentes, el debate debería trascender lo evidente y buscar respuestas a preguntas más amplias: ¿Colombia está creando una institucionalidad que sumada a la protección de patentes incentive la investigación de las empresas nacionales? ¿Las empresas del país usan los conocimientos divulgados por innovadores en sus solicitudes de patentes? ¿Mejora el bienestar de los colombianos con el sistema de patentes? ¿Cuáles medidas se deben adoptar para corregir las fallas que se están presentando en estos temas? ¿Terminada la protección, sí entran competidores al mercado?