Publicado en el diario La República el 29 de mayo de 2009
Cuando el pesimismo sepulta la viveza y la astucia de las que tanto nos ufanamos, surgen listas negativas de factores por los cuales no somos capaces de emular prácticas exitosas de otras economías subdesarrolladas o por los que no podemos tener la pretensión de crecer sostenidamente a tasas superiores al 7% anual.
Uno de los argumentos típicos es que el país no tiene y nunca tendrá las bases científicas para crecer más, porque gastamos cifras irrisorias en investigación y desarrollo (I+D); por eso tenemos un reducido número de científicos, escasas publicaciones científicas y pocas patentes nuevas por año.
Puede que algo de razón asista a quienes así piensan. Pero lo que hay en el fondo es la excusa de siempre: “cuando estemos listos”; mientras tanto, mejor no hacer nada.
El famoso historiador Eric Hobsbawn, en su no menos famosa obra “Las revoluciones burguesas”, muestra que no es estrictamente necesario ser el líder mundial en ciencia y tecnología para desarrollar una economía.
Cuando analiza la revolución industrial, Hobsbawn afirma que la transformación radical de las formas de producción se registró primero en Inglaterra, que no era precisamente la fortaleza científica del mundo del siglo XVIII. Sostiene que “mientras el gobierno revolucionario francés estimulaba las investigaciones científicas, el reaccionario inglés las consideraba peligrosas”.
La academia de Inglaterra tampoco descollaba en el desarrollo científico: “La educación inglesa era una broma de dudoso gusto… Oxford y Cambridge, las dos únicas universidades inglesas, eran intelectualmente nulas, igual que las soñolientas escuelas públicas o de humanidades”. Aún así, fue la potencia mundial del siglo XIX y comienzos del XX.
Según el economista Xavier Sala i Martin lo que debe preocupar a los gobiernos es la mejora en la competitividad sobre la base de la innovación, antes que tener el objetivo de elevar el indicador de gasto en investigación y desarrollo. “El gasto en I+D no es una señal de que las cosas vayan bien o mal. Por ejemplo, los gastos en egiptología se cuentan en I+D, pero ello difícilmente eleva la competitividad del país”.
Las experiencias de las economías asiáticas que han sido exitosas muestran que se basaron en la importación de tecnologías antes que en intentar desarrollarlas ellas mismas. Y no se quedaron en la adaptación y la copia sino que al tiempo que crecía la productividad y se fomentaba la innovación, también fortalecieron la I+D.
Para Sala i Martin “la política de innovación consiste en generar un ambiente propicio que conduzca a la creación de ideas y a la implementación de las mismas en productos, servicios o procesos”. En ese objetivo juega un papel esencial el sistema educativo del país, que se debe enfocar al establecimiento de incentivos para pensar, generar preguntas, innovar y emprender.
En el caso de Colombia, la política de transformación productiva abre la posibilidad de repotenciar sectores existentes y desarrollar sectores nuevos con base en la adaptación de tecnologías que ya están inventadas. Simultáneamente es posible que surjan problemas que requieran de investigación científica aplicada; esta es una de las razones por las que es importante la vinculación de la academia en esas alianzas público–privadas.
Un complemento necesario es la reglamentación de la Ley de Emprendimiento, en la parte pertinente a la orientación de la educación hacia la formación de empresarios desde la educación primaria y la preparación de personas con capacidad de generar ideas y llevarlas a cabo.
Evidentemente no es necesario reinventarse la rueda para fabricar carros. Pero sí es necesario sacudirnos del fatalismo y seguir trabajando en la construcción de una Colombia más competitiva y más innovadora.
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