A alguien le
escuché la historia de una pareja pobre que vivía en un pueblo lejano y tuvo un
hijo al que educaron con grandes esfuerzos. Como el muchacho era muy inteligente,
usaron todos sus recursos para enviarlo a la capital a cursar la carrera de
economía. Una vez graduado, aplicó a una beca y se fue a estudiar el doctorado
fuera del país.
Ya liberados
de la presión del gasto, pensionados y mayores de edad, compraron un
destartalado restaurante que había en el pueblo, con el fin de tener alguna
actividad. Fueron levantándolo gradualmente; atendían a la clientela con mucho
cariño; compraron nuevas mesas y sillas de madera; más adelante adquirieron
manteles que se esmeraban en tener siempre limpios; luego adornaron las mesas
con flores; y poco a poco fueron contratando personas del pueblo para las
crecientes tareas de atención, mantenimiento y cocina.
En fin, con el
correr del tiempo se convirtió en el mejor restaurante del pueblo, la pareja
era muy apreciada y ellos disfrutaban atendiendo a la gente y viendo cómo el
negocio prosperaba.
Un día llegó a
visitarlos el hijo, que hacía poco había regresado al país y estaba vinculado a
un importante centro de investigación económica. Los padres le comentaron que
estaban gestionando un crédito bancario para adquirir unas neveras grandes, que
les permitirían comprar mayor cantidad de alimentos por menor precio y
conservarlos más tiempo.
No acababan
aún de exponerle la idea, cuando el hijo reaccionó airadamente. “¿Cómo se les
ocurre endeudarse en la situación actual? ¿No saben que el mundo va camino a
una crisis? Estados Unidos tiene un alto desempleo que se resiste a bajar y la
demanda agregada no reacciona; en la Unión Europea la crisis de la deuda
soberana amenaza con arrastrar toda a Europa a la recesión y de paso derrumbar
la débil demanda de Norteamérica. Por si fuera poco, el PIB de Japón sigue con
dinámicas negativas. Así es que más temprano que tarde, nuestro país sentirá los
efectos”.
Los padres
trataron de indicarle al hijo que las ventas no habían hecho más que crecer
continuamente desde que empezaron a mejorar el restaurante y que incluso desde
los pueblos vecinos venía mucha clientela los fines de semana.
“¿Es que acaso
ustedes saben más economía que yo, que tengo un doctorado? ¿Creen que me gané
el título sin estudiar cómo funciona la economía mundial?”.
Un tanto
consternados, los viejos cancelaron la compra de las neveras. Siguiendo las
indicaciones del hijo, suprimieron las flores en la decoración del negocio,
pues, según él, “los clientes no vienen a comer flores”; luego fueron
convencidos de cambiar los manteles solo cada dos o tres días, para reducir los
gastos de agua y detergente.
Al tiempo que
los viejos “racionalizaban” el gasto, siguiendo las indicaciones del hijo, la
clientela empezó a alejarse, pues la reducción de empleados, el deterioro de la
decoración y la tristeza que fue embargando a la pareja dio un tono lúgubre al
local. Finalmente el restaurante se quebró.
Y los viejos
concluyeron: “Nuestro hijo tenía razón; no nos podíamos aislar de la crisis
mundial y por eso nuestro restaurante se quebró”.
Esta historia
ilustra un caso típico de “profecías auto-realizadas”, concepto introducido por
el sociólogo Robert Merton para mostrar situaciones falsas o sin fundamento,
que inducen comportamientos sociales que las tornan en verdaderas.
Viene al caso
en la actual coyuntura de inminente entrada en vigencia del TLC con Estados
Unidos, pues hay empresarios de algunas actividades del agro que se están
dejando convencer de las aves de mal agüero que les vaticinan la “quiebra por
la competencia gringa”. Los agoreros, sin ningún fundamento, van de región en
región llevando las malas nuevas del inminente desastre y evangelizando sobre
la conveniencia de sustituir la producción de alimentos por materias primas de
otra índole.
Ningún TLC se
negocia con el propósito de eliminar sectores de la producción nacional que
sean eficientes o tengan la posibilidad de serlo. Se espera eso sí que su
competitividad mejore para hacer frente a la mayor competencia foránea
resultante de la globalización y de los tratados.
Lo que cabe
preguntarse es cómo aprovecharon los empresarios la “ñapa” de cinco años de
demora en la aprobación del TLC por el Congreso de Estados Unidos, y cómo
proyectan aprovechar los periodos de desgravación acordados.
Si, en lugar
de cerrar esas brechas de competitividad, abandonan su actividad para pasarse a
otra que supuestamente enfrenta menos competencia, no sólo se estarán
incurriendo en el uso ineficiente de los recursos propios y del país, sino que
perderán la oportunidad de beneficiarse de un mercado mundial que requiere más
alimentos.
Además,
surgirá un colofón típico de las “profecías auto-realizadas”, pero esta vez en
boca de los defensores del proteccionismo a ultranza: “Lo dijimos: los TLCs
acabarán con la agricultura”.
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