Publicado en Portafolio el lunes 19 de noveimbre de 2012
Hace unos pocos meses se planteó una discusión sobre la orientación exportadora de las empresas colombianas y se presentaron unas cifras que generaron impacto y preocupación. Se divulgó que solo 8 empresas aportan el 53% del total exportado por el país y que apenas el 0.8% del universo empresarial realizó exportaciones en 2011.
El tema está presente de manera explícita o implícita en casi todos los debates sobre diversificación de las exportaciones y sobre el aprovechamiento del potencial de los acuerdos comerciales. Al parecer es un elemento complementario de todos aquellos que indican que la apertura económica de comienzos de los años noventa no ocasionó mayores cambios en la estructura y la vocación exportadora de Colombia.
Las preguntas obligadas que surgen de estos datos son, primera, si Colombia es un caso atípico en el contexto internacional y, segunda, si ese es uno más de los síntomas del subdesarrollo y del cierre relativo de la economía.
Como anillo al dedo viene una investigación que está adelantando el Banco Mundial y cuyos datos acaban de ser revelados en dos documentos de investigación: Caroline Freund y Martha Denisse Pierola “Export Superstars” y Tolga Cebeci y otros “Exporter Dynamics Database”.
En el primer documento se afirma: “Las empresas grandes definen las exportaciones. Hay ejemplos bien conocidos de empresas como Nokia en Finlandia, Samsung en Corea, e Intel en Costa Rica, cada una de las cuales aporta alrededor de 20% de las exportaciones totales de su país. En promedio, la empresa más importante explica ella sola alrededor del 15% de las exportaciones no petroleras en 32 países en desarrollo entre 2006 y 2008”.
Esos datos son interesantes, pero hay una novedad de mayor impacto: en las economías en desarrollo “el 1% de los mayores exportadores aporta en promedio el 53% de las exportaciones durante el mismo periodo… El 5% contribuye con cerca del 80% de las exportaciones, y el 10% con casi el 90%”.
En el caso de Colombia, el 1% de los exportadores principales contribuyó con el 51.8% del total del valor exportado no minero (el capítulo 27 no se incluye) en 2009; por lo tanto, la concentración es un poco inferior a la media de las economías en desarrollo.
Para el mismo año, el indicador de Brasil fue 56.3%, el de Chile 75.7%, Costa Rica 58.2%, México 66.7% y Perú 77.1%. De la región, solo los datos de Ecuador, El Salvador y Nicaragua son inferiores al colombiano.
También es notable la concentración en economías desarrolladas, como España con un indicador de 63.6% y Bélgica con 60.2%. En Noruega y Suecia fue 72.4% y 73.9%, respectivamente, en 2006 (último año reportado por esos países).
La publicación de la base de datos permite contrastar con otros países que no están incluidos en ella, pero cuentan con amplia información pública. Es el caso de Estados Unidos, que para 2010 identificó 293.131 exportadores (U.S Census Bureau “A Profile of U.S. Importing and Exporting Companies, 2009-2010”).
El cruce de estos datos con el total de empresas de los Estados Unidos indica que las exportadoras representan alrededor del 1.1% del universo empresarial, es decir, 0.3 puntos porcentuales más que Colombia.
Tomando las empresas de menos de 250 trabajadores (para asimilarla a nuestro concepto de pyme), se observa que ellas son el 96.3% de las exportadoras y el 29.7% del valor exportado.
También se puede corroborar que este país sigue una tendencia similar a la de otras economías desarrolladas, pues las 2.000 empresas exportadoras más importantes, que representan el 0.7% del total, exportaron el 76.9% del valor en 2010.
Los resultados de la base de datos del Banco Mundial tendrán profundas repercusiones en muchos de los postulados hasta ahora planteados por estudios tanto empíricos como conceptuales, lo que, sin duda, será fuente de controversia.
A manera de ejemplo, según uno de los enunciados que formulan Freund y Pierolla “la ventaja comparativa revelada es definida en gran medida teniendo unos pocos gigantes y no teniendo muchas empresas”.
En otro afirman que “el crecimiento del comercio y la diversificación dependen esencialmente de la creación de un ambiente en el que las grandes empresas se pueden desarrollar”.
Pero volviendo a nuestro tema, es evidente la diferencia de apreciaciones que surge cuando nos maravillamos de ver un árbol a cuando vemos el bosque y podemos comparar sus diferentes integrantes.
Desde luego, hay que continuar en el empeño de incrementar el número de empresas exportadoras para aprovechar los acuerdos comerciales. Y hay que hacer todos los esfuerzos que sean necesarios para que el valor medio por exportador sea mucho mayor. Pero viendo la estructura empresarial exportadora del mundo, el objetivo, antes que aspirar a cambiar radicalmente su concentración, debe ser más bien crecer las exportaciones de valor agregado.
Eso somos
Publicado en el diario Portafolio el jueves 13 de diciembre de 2012
Algo debe pasar con lo que somos los colombianos, o lo que creemos que somos. Siempre nos hemos vanagloriado de ser los más vivos de la región, de nuestra astucia (¡más que la del Chapulín Colorado!), de tener malicia indígena.
Sin embargo, eso no parece reflejarse en nuestro desempeño económico. Casi por cualquier variable que nos comparemos con la región, nos ubicamos en la mitad, tal vez con las excepciones de la inflación (una de las más bajas) y el desempleo (la más alta). Por lo tanto, somos tan aburridos como los promedios: no registramos el crecimiento más impresionante, pero tampoco las más devastadoras crisis. Simplemente ahí vamos con nuestro nadadito de perro.
Juan Carlos Echeverry cerró su gestión en el Ministerio de Hacienda lanzando al mundo la noticia de que somos la tercera economía de América Latina, pues el valor de nuestro PIB superó el de Argentina. Lo que pocos recuerdan de esa noticia es que el propio Ministro explicó que ese hito no se debía a nuestro espectacular crecimiento (pese a que en el presente siglo tenemos un buen desempeño) sino a los problemas de manejo económico que presionan la devaluación de la moneda de ese país.
Además, somos muy conformes. Nos acomodamos a algo y de ahí no nos queremos mover; cambiar se vuelve algo tortuoso. Y cuando un cambio se anuncia, la reacción es inmediata: ¡No estamos listos!, ¡no estamos preparados!, ¡nos van a acabar! Entonces sacamos toda la artillería que sea necesaria para defender el status quo.
Mientras que un economista como Jagdish Bhagwati desarrolla el concepto de ventaja comparativa caleidoscópica, para describir una realidad mundial, en la que las ventajas competitivas de un sector se desplazan de un país a otro por el surgimiento de nuevos sectores, en Colombia nos aferramos a lo que hemos hecho por décadas.
Nos negamos a aceptar que hay sectores que ya cumplieron su ciclo y que otros países son los que tienen la ventaja. Como resultado tenemos sectores que demandan cada vez más protección (sobre todo no arancelaria), con la amenaza de generar desempleos y nefastos impactos sociales. Con esto cerramos las posibilidades de desarrollar nuevos sectores y nuevas habilidades, a la vez que nos rezagamos en competitividad.
Pasamos fácilmente de la euforia al sentimiento derrotista. No es sino recordar lo contentos que andamos con Falcao. Pero esperemos a verlo en un partido en el que la selección Colombia esté perdiendo o simplemente no logre un gol, para ver cómo se desahoga el técnico de futbol que todos llevamos adentro. ¡Qué le pasa! ¡Se le olvidó jugar fútbol! ¡Claro, es que como aquí no le estamos dando euros o dólares, no suda la camiseta!
Ante cualquier escándalo la primera solución que se nos ocurre es expedir una norma. Lo ilustra el caso reciente de un proyecto de ley para hacer obligatorias las pruebas de alcoholemia porque se desató un escandalo cuando un congresista presuntamente ebrio se negó a hacerla.
Entonces nos ufanamos de ser un país de leyes (santanderistas, dirán algunos). Pero también tenemos un dicho de aplicación generalizada: “hecha la ley hecha la trampa”. Más se demora la expedición de una norma que su incumplimiento. Montones de casos lo ilustran, pero basta con recordar las normas de tránsito y ver el comportamiento de motociclistas, conductores de bus, peatones y hasta las propias autoridades de tránsito. ¿Cuántos peatones sufren accidentes de tránsito debajo de los puentes peatonales? ¿Y cuántos conductores de transporte público adeudan millones de pesos en infracciones y siguen en la jungla (perdón, en las calles) cometiendo atropellos?
Otra característica es “esperemos a ver qué pasa”. Siempre estamos confiados en que las reglas, las obligaciones, las tareas pueden ser aplazadas. Como consecuencia, no nos preparamos como toca. El caso lo ilustran algunos empresarios frente a las negociaciones comerciales ¿Cuántos han emprendido proyectos de reconversión para reducir las brechas de productividad? ¿Cuántos aprovecharon la demora de casi seis años para la entrada en vigencia del TLC con EEUU?
Y, por si fuera poco, tendemos a subvalorar lo que somos y hacemos, mientras endiosamos lo que otros hacen, a pesar de que un análisis sencillo derriba muchas de esas creencias. En el debate sobre la política industrial ponen como modelo las medidas adoptadas por Brasil en los años recientes, justamente cuando el desempeño de la industria colombiana es muy superior al de ese país.
Qué mejor cierre que una cita textual de una entrevista que le hizo Bocas a Luis Alberto Moreno en septiembre pasado: “Revise las carátulas de The Economist de los últimos tres años, de los periódicos de todo el mundo; es posible decir –wow– el mundo se está acabando. Esas mismas revistas hablan maravillas de Colombia y usted lee las de aquí y Colombia es un desastre”.
Algo debe pasar con lo que somos los colombianos, o lo que creemos que somos. Siempre nos hemos vanagloriado de ser los más vivos de la región, de nuestra astucia (¡más que la del Chapulín Colorado!), de tener malicia indígena.
Sin embargo, eso no parece reflejarse en nuestro desempeño económico. Casi por cualquier variable que nos comparemos con la región, nos ubicamos en la mitad, tal vez con las excepciones de la inflación (una de las más bajas) y el desempleo (la más alta). Por lo tanto, somos tan aburridos como los promedios: no registramos el crecimiento más impresionante, pero tampoco las más devastadoras crisis. Simplemente ahí vamos con nuestro nadadito de perro.
Juan Carlos Echeverry cerró su gestión en el Ministerio de Hacienda lanzando al mundo la noticia de que somos la tercera economía de América Latina, pues el valor de nuestro PIB superó el de Argentina. Lo que pocos recuerdan de esa noticia es que el propio Ministro explicó que ese hito no se debía a nuestro espectacular crecimiento (pese a que en el presente siglo tenemos un buen desempeño) sino a los problemas de manejo económico que presionan la devaluación de la moneda de ese país.
Además, somos muy conformes. Nos acomodamos a algo y de ahí no nos queremos mover; cambiar se vuelve algo tortuoso. Y cuando un cambio se anuncia, la reacción es inmediata: ¡No estamos listos!, ¡no estamos preparados!, ¡nos van a acabar! Entonces sacamos toda la artillería que sea necesaria para defender el status quo.
Mientras que un economista como Jagdish Bhagwati desarrolla el concepto de ventaja comparativa caleidoscópica, para describir una realidad mundial, en la que las ventajas competitivas de un sector se desplazan de un país a otro por el surgimiento de nuevos sectores, en Colombia nos aferramos a lo que hemos hecho por décadas.
Nos negamos a aceptar que hay sectores que ya cumplieron su ciclo y que otros países son los que tienen la ventaja. Como resultado tenemos sectores que demandan cada vez más protección (sobre todo no arancelaria), con la amenaza de generar desempleos y nefastos impactos sociales. Con esto cerramos las posibilidades de desarrollar nuevos sectores y nuevas habilidades, a la vez que nos rezagamos en competitividad.
Pasamos fácilmente de la euforia al sentimiento derrotista. No es sino recordar lo contentos que andamos con Falcao. Pero esperemos a verlo en un partido en el que la selección Colombia esté perdiendo o simplemente no logre un gol, para ver cómo se desahoga el técnico de futbol que todos llevamos adentro. ¡Qué le pasa! ¡Se le olvidó jugar fútbol! ¡Claro, es que como aquí no le estamos dando euros o dólares, no suda la camiseta!
Ante cualquier escándalo la primera solución que se nos ocurre es expedir una norma. Lo ilustra el caso reciente de un proyecto de ley para hacer obligatorias las pruebas de alcoholemia porque se desató un escandalo cuando un congresista presuntamente ebrio se negó a hacerla.
Entonces nos ufanamos de ser un país de leyes (santanderistas, dirán algunos). Pero también tenemos un dicho de aplicación generalizada: “hecha la ley hecha la trampa”. Más se demora la expedición de una norma que su incumplimiento. Montones de casos lo ilustran, pero basta con recordar las normas de tránsito y ver el comportamiento de motociclistas, conductores de bus, peatones y hasta las propias autoridades de tránsito. ¿Cuántos peatones sufren accidentes de tránsito debajo de los puentes peatonales? ¿Y cuántos conductores de transporte público adeudan millones de pesos en infracciones y siguen en la jungla (perdón, en las calles) cometiendo atropellos?
Otra característica es “esperemos a ver qué pasa”. Siempre estamos confiados en que las reglas, las obligaciones, las tareas pueden ser aplazadas. Como consecuencia, no nos preparamos como toca. El caso lo ilustran algunos empresarios frente a las negociaciones comerciales ¿Cuántos han emprendido proyectos de reconversión para reducir las brechas de productividad? ¿Cuántos aprovecharon la demora de casi seis años para la entrada en vigencia del TLC con EEUU?
Y, por si fuera poco, tendemos a subvalorar lo que somos y hacemos, mientras endiosamos lo que otros hacen, a pesar de que un análisis sencillo derriba muchas de esas creencias. En el debate sobre la política industrial ponen como modelo las medidas adoptadas por Brasil en los años recientes, justamente cuando el desempeño de la industria colombiana es muy superior al de ese país.
Qué mejor cierre que una cita textual de una entrevista que le hizo Bocas a Luis Alberto Moreno en septiembre pasado: “Revise las carátulas de The Economist de los últimos tres años, de los periódicos de todo el mundo; es posible decir –wow– el mundo se está acabando. Esas mismas revistas hablan maravillas de Colombia y usted lee las de aquí y Colombia es un desastre”.
La política industrial
Publicado en Ámbito Jurídico Año XV – No. 358; 12 al 25 de noviembre de 2012
La política industrial y la presunta desindustrialización siguen en el centro del debate. Las opiniones, propuestas y deseos abarcan un amplio espectro de posibilidades; en parte esto es “normal” en el campo de la economía, dado que no hay verdades reveladas ni concepciones únicas sobre muchos de los temas de estudio.
El problema tiene como punto de partida la definición misma de la política industrial. Para algunos autores, es cualquier intervención del gobierno que genera condiciones diferentes a las del mercado a un sector productivo. Otros elaboran más los argumentos y consideran que ella debe contar con elementos transversales –que impactan todas las actividades productivas (infraestructura, capital humano, etc.)– y elementos verticales ¬–que afectan sectores específicos–. Algunos proponen una “nueva” política industrial basada en acciones de tipo vertical. Incluso, en visiones como la recientemente planteada por Cepal, solo se considera política industrial la orientada al desarrollo de sectores intensivos en conocimientos.
Adicionalmente, la competitividad se puede entender como una forma específica de la política industrial. Es el caso de la UE, que en múltiples publicaciones la resalta como eje de su política industrial; por ejemplo, en 1994 expidieron el documento “An Industrial Competitiveness Policy for the European Union”.
Para complicar más el tema, la política se nombra de diversas formas. Además del escueto nombre de política industrial, se usan los de política de competitividad, desarrollo empresarial, desarrollo productivo, transformación productiva, innovación, etcétera.
Por último, las opiniones divergen con relación a si la política industrial se diseña solo para las empresas del sector industrial, o si se incluyen los servicios o en general todas las empresas, independientemente de su sector productivo.
Con todos estos elementos, es claro que el debate sobre la política industrial en gran medida radica en la diversidad de criterios, conceptos y formas de aproximación al tema. A algunos les convence lo que se está haciendo y a otros no les gusta nada; o consideran que habría que “modernizar” ciertos componentes; o elevar la jerarquía de esta política.
Lo que no es razonable es sostener a rajatabla que en Colombia no hay política industrial. Incluso la Coalición para la Industria Colombiana, que tuvo como punto de partida esa posición, ha reconocido públicamente que no es así.
Astrid Martínez y José Antonio Ocampo, en el libro “Hacia una nueva política industrial de nueva generación para Colombia”, basado en una investigación realizada para la Coalición, afirman: “En todo caso, en los últimos veinte años se han adoptado políticas de desarrollo productivo que combinan instrumentos verticales y horizontales y que acogen las iniciativas público-privadas para identificar actividades con potencial exportador. El andamiaje institucional se ha perfeccionado y se han superado parcialmente algunas dificultades como la carencia de indicadores y seguimiento. De hecho, en el contexto latinoamericano, Colombia es uno de los países que ha avanzado más en construir dicho andamiaje”.
Tampoco es razonable armar debates sobre una presunta “acelerada” desindustrialización de Colombia. Y no lo es, porque en el presente siglo no ha ocurrido ese fenómeno, a no ser que se califique como tal la pérdida de un punto de participación en el PIB entre 2000 y 2011, en una economía que sufrió los impactos de la recesión de Estados Unidos de 2001, la crisis mundial de 2008-2009 y el cierre del mercado venezolano para los productos colombianos. Además, el comportamiento de las exportaciones industriales y la participación de la industria en el empleo tampoco avalan esta presunción.
En el mejor de los casos el debate sería una reacción demasiado tardía a lo que ocurrió en las tres últimas décadas del siglo pasado. O tendría sentido si la discusión se plantea sobre el riesgo de reprimarización de Colombia, y en general de las economías en desarrollo, debido a las presiones de demanda de alimentos, energía y agua en las próximas décadas.
Lo peor de las discusiones sobre desindustrialización es que varios analistas replican los argumentos de otros sin la más mínima crítica de la información. Es injustificable, por ejemplo, leer críticos repitiendo que la pérdida de participación de la industria en el PIB se debe a que la minería aumentó su participación del 3% al 8% en la última década, cuando en realidad pasó del 7.9% en 2000 a 7.7% en 2011.
Es necesario un llamado para que todos los interesados en el debate tomen como referencia la sentencia de Dani Rodrik: “la forma correcta de pensar la política industrial es verla como un proceso de descubrimiento –un proceso en el que las empresas y el gobierno aprenden sobre los costos y oportunidades subyacentes, en un marco de coordinación estratégica”. Como complemento hay que dejar de lado el fatalismo, ser propositivos y usar cifras ciertas.
La política industrial y la presunta desindustrialización siguen en el centro del debate. Las opiniones, propuestas y deseos abarcan un amplio espectro de posibilidades; en parte esto es “normal” en el campo de la economía, dado que no hay verdades reveladas ni concepciones únicas sobre muchos de los temas de estudio.
El problema tiene como punto de partida la definición misma de la política industrial. Para algunos autores, es cualquier intervención del gobierno que genera condiciones diferentes a las del mercado a un sector productivo. Otros elaboran más los argumentos y consideran que ella debe contar con elementos transversales –que impactan todas las actividades productivas (infraestructura, capital humano, etc.)– y elementos verticales ¬–que afectan sectores específicos–. Algunos proponen una “nueva” política industrial basada en acciones de tipo vertical. Incluso, en visiones como la recientemente planteada por Cepal, solo se considera política industrial la orientada al desarrollo de sectores intensivos en conocimientos.
Adicionalmente, la competitividad se puede entender como una forma específica de la política industrial. Es el caso de la UE, que en múltiples publicaciones la resalta como eje de su política industrial; por ejemplo, en 1994 expidieron el documento “An Industrial Competitiveness Policy for the European Union”.
Para complicar más el tema, la política se nombra de diversas formas. Además del escueto nombre de política industrial, se usan los de política de competitividad, desarrollo empresarial, desarrollo productivo, transformación productiva, innovación, etcétera.
Por último, las opiniones divergen con relación a si la política industrial se diseña solo para las empresas del sector industrial, o si se incluyen los servicios o en general todas las empresas, independientemente de su sector productivo.
Con todos estos elementos, es claro que el debate sobre la política industrial en gran medida radica en la diversidad de criterios, conceptos y formas de aproximación al tema. A algunos les convence lo que se está haciendo y a otros no les gusta nada; o consideran que habría que “modernizar” ciertos componentes; o elevar la jerarquía de esta política.
Lo que no es razonable es sostener a rajatabla que en Colombia no hay política industrial. Incluso la Coalición para la Industria Colombiana, que tuvo como punto de partida esa posición, ha reconocido públicamente que no es así.
Astrid Martínez y José Antonio Ocampo, en el libro “Hacia una nueva política industrial de nueva generación para Colombia”, basado en una investigación realizada para la Coalición, afirman: “En todo caso, en los últimos veinte años se han adoptado políticas de desarrollo productivo que combinan instrumentos verticales y horizontales y que acogen las iniciativas público-privadas para identificar actividades con potencial exportador. El andamiaje institucional se ha perfeccionado y se han superado parcialmente algunas dificultades como la carencia de indicadores y seguimiento. De hecho, en el contexto latinoamericano, Colombia es uno de los países que ha avanzado más en construir dicho andamiaje”.
Tampoco es razonable armar debates sobre una presunta “acelerada” desindustrialización de Colombia. Y no lo es, porque en el presente siglo no ha ocurrido ese fenómeno, a no ser que se califique como tal la pérdida de un punto de participación en el PIB entre 2000 y 2011, en una economía que sufrió los impactos de la recesión de Estados Unidos de 2001, la crisis mundial de 2008-2009 y el cierre del mercado venezolano para los productos colombianos. Además, el comportamiento de las exportaciones industriales y la participación de la industria en el empleo tampoco avalan esta presunción.
En el mejor de los casos el debate sería una reacción demasiado tardía a lo que ocurrió en las tres últimas décadas del siglo pasado. O tendría sentido si la discusión se plantea sobre el riesgo de reprimarización de Colombia, y en general de las economías en desarrollo, debido a las presiones de demanda de alimentos, energía y agua en las próximas décadas.
Lo peor de las discusiones sobre desindustrialización es que varios analistas replican los argumentos de otros sin la más mínima crítica de la información. Es injustificable, por ejemplo, leer críticos repitiendo que la pérdida de participación de la industria en el PIB se debe a que la minería aumentó su participación del 3% al 8% en la última década, cuando en realidad pasó del 7.9% en 2000 a 7.7% en 2011.
Es necesario un llamado para que todos los interesados en el debate tomen como referencia la sentencia de Dani Rodrik: “la forma correcta de pensar la política industrial es verla como un proceso de descubrimiento –un proceso en el que las empresas y el gobierno aprenden sobre los costos y oportunidades subyacentes, en un marco de coordinación estratégica”. Como complemento hay que dejar de lado el fatalismo, ser propositivos y usar cifras ciertas.
A la topa tolondra
Publicado por
Hernán Avendaño Cruz
en
11:14
Publicado en Portafolio el miércoles 7 de noviembre de 2012
Aun cuando el país lleva más de ocho años en los que las negociaciones comerciales son tema de debates, noticias, publicaciones periodísticas y académicas, foros y cursos de diverso nivel, hay quienes aún no comprenden las razones de implementación de la política de internacionalización.
Algunos consideran que no hay razones claras para negociar acuerdos con tantos países y que el gobierno está negociando a la topa tolondra. Otros aseveran que los TLC no son necesarios, pues Colombia es una economía abierta desde la implementación de la apertura económica y los sistemas generalizados de preferencias brindan el acceso preferencial.
Una rápida mirada a algunos indicadores permite comprobar que Colombia no es una economía tan abierta como muchos creen. Y un repaso de las tendencias globales mostrará que el país no puede seguir rezagado, so pena de quedarse más y más del tren del desarrollo.
El Global Competitiveness Report 2012-2013, del World Economic Forum, clasifica a Colombia en el puesto 123 entre 144 países en el indicador de prevalencia de barreras al comercio, que tiene en cuenta tanto los aranceles como las medidas no arancelarias.
En la clasificación por nivel de la tarifa arancelaria ponderada por el comercio, Colombia ocupa el puesto 95, aún después de la reforma estructural arancelaria de noviembre de 2010.
Y en los indicadores tradicionales de apertura económica, como los coeficientes de importaciones a PIB y de exportaciones a PIB, nos va todavía más mal. En el primero, el país ocupa el lugar 140 y en el segundo el 132.
Se colige que en el panorama mundial Colombia luce como una economía relativamente cerrada. En un contexto de globalización esto tiene profundas consecuencias, como se deduce del solo hecho de que las materias primas importadas tengan un sobrecosto mayor para los empresarios del país que para los de otros países que compiten a nuestra producción tanto en el mercado local como en el internacional.
Adicionalmente, hay que pensar en las repercusiones de no negociar acuerdos comerciales, mientras que los competidores sí los hacen. Esto impacta de dos formas; una, el desplazamiento de la producción colombiana de los mercados de destino; otra, la baja probabilidad de aprovechar las tendencias globales de la demanda bienes y servicios en los que el país tiene potencial.
Con relación a la primera, consideremos un ejemplo real. El Salvador, que es un país de tamaño similar al departamento de Arauca, exportó confecciones a EEUU por US1.738 millones en 2011; Colombia exportó US$223 millones. Desde la terminación del Acuerdo Multifibras las confecciones colombianas vienen reduciendo el valor exportado, mientras que las salvadoreñas han logrado mantenerlo.
La explicación básica de esa diferencia es que El Salvador cuenta con reglas de juego claras y permanentes desde 2006, con la vigencia del CAFTA; aun cuando Colombia cuenta con las preferencias ATPDEA, sus características de estabilidad inhiben las inversiones necesarias para un aprovechamiento pleno. La vigencia del TLC con Estados Unidos desde mayo pasado, nos nivela en este mercado, pero hay otros donde el riesgo se mantiene.
Con relación a la segunda, hay un elevado número de países que puede enfrentar problemas de desabastecimiento relativo de alimentos, agua y energía en las próximas décadas. Por eso, varios competidores de Colombia en esos bienes y servicios han avanzado en negociaciones comerciales que faciliten su posicionamiento en esos mercados.
Estos aspectos son importantes a la hora de definir con qué países negociar acuerdos comerciales. Pero no son los únicos. Desde 2004, el gobierno definió una metodología para establecer un ranking de las 20 naciones de mayor interés para Colombia. Ella incluye 25 variables agrupadas en cinco criterios generales: Consolidar y proteger mercados; mercados con mayor potencial para las exportaciones colombianas; atraer inversión a Colombia; factibilidad política; y disposición al libre comercio.
Hacen parte de este ejercicio el uso de indicadores como el índice de Herfindahl-Hirschman, para los análisis de concentración de productos y mercados, y los modelos de equilibrio general y el modelo gravitacional para evaluar los impactos de las negociaciones sobre el comercio y las variables de crecimiento y empleo.
Los resultados se consignan en la “Agenda de negociaciones comerciales de Colombia”, aprobada por el Consejo Superior de Comercio Exterior, que es presidido por el Presidente de la República y cuenta con la participación siete ministros, el director del DNP y el gerente del Banco de la República. La agenda está a disposición de toda la sociedad, en la página de internet del Ministerio de Comercio, Industria y Turismo.
Lo anterior muestra el gobierno toma las decisiones de las negociaciones comerciales con criterios técnicos y con el objetivo de lograr la mejor inserción posible de Colombia en la economía globalizada… Aun así, habrá a quienes la Agenda les parezca exótica o injustificada.
Aun cuando el país lleva más de ocho años en los que las negociaciones comerciales son tema de debates, noticias, publicaciones periodísticas y académicas, foros y cursos de diverso nivel, hay quienes aún no comprenden las razones de implementación de la política de internacionalización.
Algunos consideran que no hay razones claras para negociar acuerdos con tantos países y que el gobierno está negociando a la topa tolondra. Otros aseveran que los TLC no son necesarios, pues Colombia es una economía abierta desde la implementación de la apertura económica y los sistemas generalizados de preferencias brindan el acceso preferencial.
Una rápida mirada a algunos indicadores permite comprobar que Colombia no es una economía tan abierta como muchos creen. Y un repaso de las tendencias globales mostrará que el país no puede seguir rezagado, so pena de quedarse más y más del tren del desarrollo.
El Global Competitiveness Report 2012-2013, del World Economic Forum, clasifica a Colombia en el puesto 123 entre 144 países en el indicador de prevalencia de barreras al comercio, que tiene en cuenta tanto los aranceles como las medidas no arancelarias.
En la clasificación por nivel de la tarifa arancelaria ponderada por el comercio, Colombia ocupa el puesto 95, aún después de la reforma estructural arancelaria de noviembre de 2010.
Y en los indicadores tradicionales de apertura económica, como los coeficientes de importaciones a PIB y de exportaciones a PIB, nos va todavía más mal. En el primero, el país ocupa el lugar 140 y en el segundo el 132.
Se colige que en el panorama mundial Colombia luce como una economía relativamente cerrada. En un contexto de globalización esto tiene profundas consecuencias, como se deduce del solo hecho de que las materias primas importadas tengan un sobrecosto mayor para los empresarios del país que para los de otros países que compiten a nuestra producción tanto en el mercado local como en el internacional.
Adicionalmente, hay que pensar en las repercusiones de no negociar acuerdos comerciales, mientras que los competidores sí los hacen. Esto impacta de dos formas; una, el desplazamiento de la producción colombiana de los mercados de destino; otra, la baja probabilidad de aprovechar las tendencias globales de la demanda bienes y servicios en los que el país tiene potencial.
Con relación a la primera, consideremos un ejemplo real. El Salvador, que es un país de tamaño similar al departamento de Arauca, exportó confecciones a EEUU por US1.738 millones en 2011; Colombia exportó US$223 millones. Desde la terminación del Acuerdo Multifibras las confecciones colombianas vienen reduciendo el valor exportado, mientras que las salvadoreñas han logrado mantenerlo.
La explicación básica de esa diferencia es que El Salvador cuenta con reglas de juego claras y permanentes desde 2006, con la vigencia del CAFTA; aun cuando Colombia cuenta con las preferencias ATPDEA, sus características de estabilidad inhiben las inversiones necesarias para un aprovechamiento pleno. La vigencia del TLC con Estados Unidos desde mayo pasado, nos nivela en este mercado, pero hay otros donde el riesgo se mantiene.
Con relación a la segunda, hay un elevado número de países que puede enfrentar problemas de desabastecimiento relativo de alimentos, agua y energía en las próximas décadas. Por eso, varios competidores de Colombia en esos bienes y servicios han avanzado en negociaciones comerciales que faciliten su posicionamiento en esos mercados.
Estos aspectos son importantes a la hora de definir con qué países negociar acuerdos comerciales. Pero no son los únicos. Desde 2004, el gobierno definió una metodología para establecer un ranking de las 20 naciones de mayor interés para Colombia. Ella incluye 25 variables agrupadas en cinco criterios generales: Consolidar y proteger mercados; mercados con mayor potencial para las exportaciones colombianas; atraer inversión a Colombia; factibilidad política; y disposición al libre comercio.
Hacen parte de este ejercicio el uso de indicadores como el índice de Herfindahl-Hirschman, para los análisis de concentración de productos y mercados, y los modelos de equilibrio general y el modelo gravitacional para evaluar los impactos de las negociaciones sobre el comercio y las variables de crecimiento y empleo.
Los resultados se consignan en la “Agenda de negociaciones comerciales de Colombia”, aprobada por el Consejo Superior de Comercio Exterior, que es presidido por el Presidente de la República y cuenta con la participación siete ministros, el director del DNP y el gerente del Banco de la República. La agenda está a disposición de toda la sociedad, en la página de internet del Ministerio de Comercio, Industria y Turismo.
Lo anterior muestra el gobierno toma las decisiones de las negociaciones comerciales con criterios técnicos y con el objetivo de lograr la mejor inserción posible de Colombia en la economía globalizada… Aun así, habrá a quienes la Agenda les parezca exótica o injustificada.
¡A cambiar de país!
Publicado en Portafolio el viernes 12 de octubre de 2012
Debo aclarar que no hablo de Colombia… ¡Me refiero a Brasil!
Diversos analistas vienen insistiendo en que hay que mirar a Brasil no solo por su vistoso fútbol; que la política industrial de Brasil debe ser el modelo para Colombia; que Brasil no se ha desindustrializado mientras que Colombia lo está haciendo aceleradamente; que Brasil rompió su dependencia de exportaciones de productos primarios y, en cambio, nosotros dependemos cada vez más de ellos; que Brasil es una economía más desarrollada que Colombia porque su política macroeconómica es mejor; etcétera.
No hay duda; es un país con muchos atributos: es el más extenso de América Latina; la economía de mayor tamaño en la región, al menos mientras no se cumplan las proyecciones del Nomura Equity Research en las que México la desplaza; y fabrica aviones, y nosotros no; y es el líder mundial en la producción de biocombustibles, y nosotros no; y es un gran exportador de pollo, y nosotros no; además, es un país BRIC, aun cuando ya algunos analistas, incluido el propio Jim O’Neill autor del famoso acrónimo, ven su posible exclusión por el pobre desempeño económico de los años recientes (Wall Street Journal “La desaceleración pone en duda el modelo de crecimiento brasileño”).
Con todo esto, no hay más opción; hay que mirar y analizar a Brasil con más detalle… ¡Y qué sorpresas las que se encuentran!
¡Que Brasil tiene riesgos de enfermedad holandesa! ¿Y por qué? ¿No dizque era un país que había diversificado sus exportaciones? Bueno, pues eso lo afirma nada más y nada menos que el renombrado Jim O’niell: "Brasil enfrenta dos desafíos. Uno es reducir su vulnerabilidad a la “enfermedad holandesa”, esto es, ser menos dependiente de la persistente mejora en sus términos de intercambio ocasionada por el aumento de los precios de los commodities… Segundo, necesita deshacerse de la apreciación de su moneda o se volverá más y más dependiente de los commodities”.
Ese diagnóstico, lejos de resultar concordante con las apreciaciones sobre la gran diversificación, es consistente con la percepción del Wall Street Journal: “En los últimos años, Brasil diseñó un salto a la prosperidad basado en un crecimiento acelerado alimentado por sus inmensos recursos naturales”.
Quizás pudieran ser cosas del azar, pues, según el World Economic Forum, Brasil es una economía más competitiva que Colombia. De todos modos es bueno explorar más.
En el libro del BID “La era de la productividad” se incluye un cálculo de la productividad total de los factores con relación a la de Estados Unidos. Pues la de Brasil y la de Colombia son similares (gráfico 2.7). Y en el cálculo de la productividad laboral relativa por sectores, Brasil nos supera en la del sector agropecuario, pero Colombia registra un nivel mayor en industria y en servicios, tanto en 1973 como en 2004 (gráfico 3.5); no obstante, el crecimiento de la productividad total de los factores en el sector de agricultura en 1961-2007 es superior en Colombia que en Brasil (gráfico C recuadro 3.2).
Ya entrados en gastos, por qué no explorar otros indicadores macroeconómicos y sectoriales.
Por ejemplo, el análisis del PIB en dólares constantes de 2000 durante los últimos 50 años muestra que la tasa media de crecimiento anual de Brasil fue superior a la de Colombia en las dos primeras décadas, pero inferior en las tres siguientes. Es más, también la dinámica del PIB colombiano a precios de paridad en dólares internacionales constantes en las últimas tres décadas (que es el periodo disponible en las series del Banco Mundial), es superior al brasileño.
A nivel sectorial, en el valor agregado industrial (que incluye minas, manufacturas, construcción, electricidad, gas y agua) hay información de las últimas cuatro décadas y aquí ha sido intercalado el resultado. Brasil creció más en las décadas de los años setenta y noventa, pero Colombia fue mejor en las de los ochenta y la primera de este siglo. Igual comportamiento se registra en el sector manufacturero, del cual solo hay datos del Banco Mundial para las dos últimas décadas.
¿Qué podemos concluir? Pues básicamente que en las décadas recientes ha sido mejor el desempeño de Colombia que el de Brasil. Las diferencias en el nivel de desarrollo parecen haberse gestado en las décadas de los sesenta y setenta (quizás antes), cuando algunos sectores lograron su desarrollo (aeronáutica y avicultura, por ejemplo). Pero en las siguientes décadas la brecha se ha reducido.
Por lo tanto, lo que nos están vendiendo es un Brasil modelo 60 o 70 del siglo pasado y no uno del siglo XXI. Sin embargo, ese fue el que aplicó Colombia por décadas; lo que deberían preguntarse los vendedores es por qué allá funcionó y aquí no… y buscarse otro país como ejemplo de éxito reciente.
Debo aclarar que no hablo de Colombia… ¡Me refiero a Brasil!
Diversos analistas vienen insistiendo en que hay que mirar a Brasil no solo por su vistoso fútbol; que la política industrial de Brasil debe ser el modelo para Colombia; que Brasil no se ha desindustrializado mientras que Colombia lo está haciendo aceleradamente; que Brasil rompió su dependencia de exportaciones de productos primarios y, en cambio, nosotros dependemos cada vez más de ellos; que Brasil es una economía más desarrollada que Colombia porque su política macroeconómica es mejor; etcétera.
No hay duda; es un país con muchos atributos: es el más extenso de América Latina; la economía de mayor tamaño en la región, al menos mientras no se cumplan las proyecciones del Nomura Equity Research en las que México la desplaza; y fabrica aviones, y nosotros no; y es el líder mundial en la producción de biocombustibles, y nosotros no; y es un gran exportador de pollo, y nosotros no; además, es un país BRIC, aun cuando ya algunos analistas, incluido el propio Jim O’Neill autor del famoso acrónimo, ven su posible exclusión por el pobre desempeño económico de los años recientes (Wall Street Journal “La desaceleración pone en duda el modelo de crecimiento brasileño”).
Con todo esto, no hay más opción; hay que mirar y analizar a Brasil con más detalle… ¡Y qué sorpresas las que se encuentran!
¡Que Brasil tiene riesgos de enfermedad holandesa! ¿Y por qué? ¿No dizque era un país que había diversificado sus exportaciones? Bueno, pues eso lo afirma nada más y nada menos que el renombrado Jim O’niell: "Brasil enfrenta dos desafíos. Uno es reducir su vulnerabilidad a la “enfermedad holandesa”, esto es, ser menos dependiente de la persistente mejora en sus términos de intercambio ocasionada por el aumento de los precios de los commodities… Segundo, necesita deshacerse de la apreciación de su moneda o se volverá más y más dependiente de los commodities”.
Ese diagnóstico, lejos de resultar concordante con las apreciaciones sobre la gran diversificación, es consistente con la percepción del Wall Street Journal: “En los últimos años, Brasil diseñó un salto a la prosperidad basado en un crecimiento acelerado alimentado por sus inmensos recursos naturales”.
Quizás pudieran ser cosas del azar, pues, según el World Economic Forum, Brasil es una economía más competitiva que Colombia. De todos modos es bueno explorar más.
En el libro del BID “La era de la productividad” se incluye un cálculo de la productividad total de los factores con relación a la de Estados Unidos. Pues la de Brasil y la de Colombia son similares (gráfico 2.7). Y en el cálculo de la productividad laboral relativa por sectores, Brasil nos supera en la del sector agropecuario, pero Colombia registra un nivel mayor en industria y en servicios, tanto en 1973 como en 2004 (gráfico 3.5); no obstante, el crecimiento de la productividad total de los factores en el sector de agricultura en 1961-2007 es superior en Colombia que en Brasil (gráfico C recuadro 3.2).
Ya entrados en gastos, por qué no explorar otros indicadores macroeconómicos y sectoriales.
Por ejemplo, el análisis del PIB en dólares constantes de 2000 durante los últimos 50 años muestra que la tasa media de crecimiento anual de Brasil fue superior a la de Colombia en las dos primeras décadas, pero inferior en las tres siguientes. Es más, también la dinámica del PIB colombiano a precios de paridad en dólares internacionales constantes en las últimas tres décadas (que es el periodo disponible en las series del Banco Mundial), es superior al brasileño.
A nivel sectorial, en el valor agregado industrial (que incluye minas, manufacturas, construcción, electricidad, gas y agua) hay información de las últimas cuatro décadas y aquí ha sido intercalado el resultado. Brasil creció más en las décadas de los años setenta y noventa, pero Colombia fue mejor en las de los ochenta y la primera de este siglo. Igual comportamiento se registra en el sector manufacturero, del cual solo hay datos del Banco Mundial para las dos últimas décadas.
¿Qué podemos concluir? Pues básicamente que en las décadas recientes ha sido mejor el desempeño de Colombia que el de Brasil. Las diferencias en el nivel de desarrollo parecen haberse gestado en las décadas de los sesenta y setenta (quizás antes), cuando algunos sectores lograron su desarrollo (aeronáutica y avicultura, por ejemplo). Pero en las siguientes décadas la brecha se ha reducido.
Por lo tanto, lo que nos están vendiendo es un Brasil modelo 60 o 70 del siglo pasado y no uno del siglo XXI. Sin embargo, ese fue el que aplicó Colombia por décadas; lo que deberían preguntarse los vendedores es por qué allá funcionó y aquí no… y buscarse otro país como ejemplo de éxito reciente.
¿Demasiados TLC?
Publicado por
Hernán Avendaño Cruz
en
9:40
Publicado en Portafolio el jueves 27 de septiembre de 2012
En los últimos meses el país ha tenido abundantes noticias relacionadas con los tratados de libre comercio: entró en vigencia el de Estados Unidos; fue firmado el de la UE; cerraron las negociaciones con Corea del Sur y con Venezuela; comenzaron las de Israel y Costa Rica; se ratificó la Alianza del Pacífico; fueron presentadas las conclusiones del grupo de estudio para un acuerdo con Japón; y el presidente Santos en su visita al Asia mencionó un probable acuerdo con China.
Es lógico que la opinión pública empiece a preguntarse por qué tantas negociaciones y si son realmente necesarias. Por ello es importante recordar algunas de las razones que han llevado al gobierno a trabajar en esa dirección.
En primer lugar, la creciente globalización originó un cambio estructural en la organización de la producción en el mundo: la fragmentación geográfica de los procesos productivos y la tendencia a la desaparición de los productos nacionales y su sustitución por productos globales: del “made in Colombia”, al “made in the world”.
Como consecuencia de ese fenómeno, en promedio el 56 por ciento del comercio mundial de manufacturas es de bienes intermedios. Son productos que se mueven por el mundo en diferentes etapas de agregación de valor, hasta que llegan a un destino en el que se ensamblan los bienes finales; luego entran en las cadenas de distribución para los consumidores.
En ese contexto, los empresarios modernos se insertan en las cadenas globales de valor, y es mayor la ventaja de los que están ubicados en países que tienen tratados comerciales con los proveedores de materias primas y con los que hacen el ensamble de los bienes finales.
En segundo lugar, los productos que exporta Colombia enfrentan la competencia de otros países que también los producen y los envían a los mismos destinos. Si los competidores tienen TLC con los países importadores, pueden quitar mercado a los productos colombianos y contar con mejores herramientas para mantener su participación.
El caso de las confecciones es ilustrativo. Son numerosos los países de América Latina que compiten con las confecciones colombianas en el mercado de Estados Unidos y varios de ellos tienen TLC con ese país.
El Salvador es un país con un área equivalente a la de Arauca. Pero el año pasado le exportó US$1.738 millones en confecciones a EEUU, mientras que las de Colombia sumaron US$223 millones. Los salvadoreños han logrado mantener el valor de sus exportaciones, a pesar de la mayor competencia de los asiáticos por la terminación del Acuerdo Multifibras (enero 2005); en cambio, los colombianos lo redujeron desde US$589 millones. La vigencia del CAFTA desde 2006 fue clave para ese resultado, al brindar reglas de juego claras y permanentes a los empresarios centroamericanos.
En tercer lugar, hay empresarios colombianos que están sintiendo mayor competencia de otros países de la CAN que tienen acceso a materias primas sin arancel por tener TLC con los países fabricantes. Cumpliendo con las normas de origen, entran a Colombia bienes finales con arancel cero y con menores costos.
En cuarto lugar, el “acercamiento” global, propiciado por los menores costos de transporte y la revolución en las comunicaciones y en internet, ha revelado los enormes potenciales económicos de Asia y África. De ahí que muchas economías estén fortaleciendo las relaciones comerciales con esos bloques, mediante foros como APEC; acuerdos comerciales, como los de Perú y Chile con China, Malasia, Corea e India; y flujos de inversión extranjera directa como la de China en África.
En quinto lugar, el mundo tiende a una mayor integración, como consecuencia de los factores mencionados. En 1990 había alrededor de 60 acuerdos regionales vigentes notificados a la OMC; en 2010 había cerca de 300. Según la Cepal, en 2004 Colombia tenía acceso preferencial para el 23% de sus exportaciones, mientras que el promedio de América Latina estaba en 62%.
Bien podría Colombia optar por no negociar más acuerdos comerciales. Pero, sin duda, los primeros perjudicados serían los empresarios pues no solo tendrían una mayor competencia en el mercado interno, sino también en sus mercados de destino y les sería muy difícil integrarse en las cadenas globales de valor; la permanencia de las barreras arancelarias y no arancelarias les haría muy complejo el enfrentamiento con productos de menores precios.
De esta forma, los TLC son un medio necesario que impulsa a las empresas a ser más competitivas e innovadoras y a aprovechar las ventajas del acceso preferencial permanente. También se convierten en el acicate que induce la realización de obras aplazadas por décadas, el desarme de medidas no arancelarias que se impusieron como reacción a la apertura (y que en la práctica la bloquearon) y el desmonte de los sobrecostos generados por la regulación pública, que pesan en la competitividad de las empresas.
En los últimos meses el país ha tenido abundantes noticias relacionadas con los tratados de libre comercio: entró en vigencia el de Estados Unidos; fue firmado el de la UE; cerraron las negociaciones con Corea del Sur y con Venezuela; comenzaron las de Israel y Costa Rica; se ratificó la Alianza del Pacífico; fueron presentadas las conclusiones del grupo de estudio para un acuerdo con Japón; y el presidente Santos en su visita al Asia mencionó un probable acuerdo con China.
Es lógico que la opinión pública empiece a preguntarse por qué tantas negociaciones y si son realmente necesarias. Por ello es importante recordar algunas de las razones que han llevado al gobierno a trabajar en esa dirección.
En primer lugar, la creciente globalización originó un cambio estructural en la organización de la producción en el mundo: la fragmentación geográfica de los procesos productivos y la tendencia a la desaparición de los productos nacionales y su sustitución por productos globales: del “made in Colombia”, al “made in the world”.
Como consecuencia de ese fenómeno, en promedio el 56 por ciento del comercio mundial de manufacturas es de bienes intermedios. Son productos que se mueven por el mundo en diferentes etapas de agregación de valor, hasta que llegan a un destino en el que se ensamblan los bienes finales; luego entran en las cadenas de distribución para los consumidores.
En ese contexto, los empresarios modernos se insertan en las cadenas globales de valor, y es mayor la ventaja de los que están ubicados en países que tienen tratados comerciales con los proveedores de materias primas y con los que hacen el ensamble de los bienes finales.
En segundo lugar, los productos que exporta Colombia enfrentan la competencia de otros países que también los producen y los envían a los mismos destinos. Si los competidores tienen TLC con los países importadores, pueden quitar mercado a los productos colombianos y contar con mejores herramientas para mantener su participación.
El caso de las confecciones es ilustrativo. Son numerosos los países de América Latina que compiten con las confecciones colombianas en el mercado de Estados Unidos y varios de ellos tienen TLC con ese país.
El Salvador es un país con un área equivalente a la de Arauca. Pero el año pasado le exportó US$1.738 millones en confecciones a EEUU, mientras que las de Colombia sumaron US$223 millones. Los salvadoreños han logrado mantener el valor de sus exportaciones, a pesar de la mayor competencia de los asiáticos por la terminación del Acuerdo Multifibras (enero 2005); en cambio, los colombianos lo redujeron desde US$589 millones. La vigencia del CAFTA desde 2006 fue clave para ese resultado, al brindar reglas de juego claras y permanentes a los empresarios centroamericanos.
En tercer lugar, hay empresarios colombianos que están sintiendo mayor competencia de otros países de la CAN que tienen acceso a materias primas sin arancel por tener TLC con los países fabricantes. Cumpliendo con las normas de origen, entran a Colombia bienes finales con arancel cero y con menores costos.
En cuarto lugar, el “acercamiento” global, propiciado por los menores costos de transporte y la revolución en las comunicaciones y en internet, ha revelado los enormes potenciales económicos de Asia y África. De ahí que muchas economías estén fortaleciendo las relaciones comerciales con esos bloques, mediante foros como APEC; acuerdos comerciales, como los de Perú y Chile con China, Malasia, Corea e India; y flujos de inversión extranjera directa como la de China en África.
En quinto lugar, el mundo tiende a una mayor integración, como consecuencia de los factores mencionados. En 1990 había alrededor de 60 acuerdos regionales vigentes notificados a la OMC; en 2010 había cerca de 300. Según la Cepal, en 2004 Colombia tenía acceso preferencial para el 23% de sus exportaciones, mientras que el promedio de América Latina estaba en 62%.
Bien podría Colombia optar por no negociar más acuerdos comerciales. Pero, sin duda, los primeros perjudicados serían los empresarios pues no solo tendrían una mayor competencia en el mercado interno, sino también en sus mercados de destino y les sería muy difícil integrarse en las cadenas globales de valor; la permanencia de las barreras arancelarias y no arancelarias les haría muy complejo el enfrentamiento con productos de menores precios.
De esta forma, los TLC son un medio necesario que impulsa a las empresas a ser más competitivas e innovadoras y a aprovechar las ventajas del acceso preferencial permanente. También se convierten en el acicate que induce la realización de obras aplazadas por décadas, el desarme de medidas no arancelarias que se impusieron como reacción a la apertura (y que en la práctica la bloquearon) y el desmonte de los sobrecostos generados por la regulación pública, que pesan en la competitividad de las empresas.
Nueva política industrial
Publicado por
Hernán Avendaño Cruz
en
9:33
Publicado en la Revista Misión Pyme No. 56, septiembre de 2012
La Cepal, propone una nueva política industrial para América Latina en el documento “Cambio estructural para la igualdad. Una visión integrada del desarrollo”.
Este es un tema que podríamos denominar pendular o cíclico. Durante algunas décadas la política industrial se entendió como la protección estatal para el desarrollo de grandes empresas (“campeones nacionales”); se suponía que ellas, eran las únicas que podían generar economías de escala e impulsar el crecimiento económico. Con diversos matices, esta política se implementó en economías desarrolladas, en desarrollo y en las comunistas.
Con el auge de las políticas de libre mercado, el concepto de política industrial prácticamente desapareció de los debates sobre desarrollo económico, y prosperó la idea de que “la mejor política industrial es no tener política industrial”. Se postuló que los mercados aseguraban la más eficiente asignación de los recursos, mientras que la intervención estatal causaba distorsiones.
A comienzos de los noventa, volvió a aparecer con nuevo ropaje en algunas regiones del mundo. Los grandes avances en comunicaciones, computación e internet, mostraron la importancia de las industrias intensivas en conocimientos. Su desarrollo se fundamentó en empresas innovadoras de tamaño pequeño y mediano, más flexibles que los “campeones nacionales” y generadoras de empleos.
Como consecuencia, las economías desarrolladas, al menos las de Europa, comenzaron a aplicar políticas que llamaron de desarrollo empresarial y, posteriormente políticas de competitividad. A partir de entonces, las políticas se enfocaron en los apoyos a las pyme, con el fin de ayudarlas a superar las fallas de mercado que limitaban su desarrollo. Este es un enfoque diferente al de la política de “campeones”, pues, con el retorno de las políticas de mercado libre, perdieron relevancia los subsidios y muchas de las herramientas típicas del proteccionismo.
En apariencia, no todas las economías desarrolladas hacían abiertamente este tipo de políticas, pues en público las seguían considerando distorsionantes. Pero con la reciente crisis mundial, volvió a salir a la superficie el concepto de política industrial. Justin Lin, ex-economista jefe del Banco Mundial, afirmó: “Uno de los secretos económicos mejor guardados se reconfirmó en 2010: la mayoría de los países, intencionalmente o no, implementa alguna forma de política industrial”.
Hoy en día, tanto los académicos como los hacedores de la política industrial coinciden en que ella tiene dos grandes componentes: uno transversal y uno vertical. El primero abarca todas las herramientas de carácter general que aplican a todos los sectores (capital humano, infraestructura, tarifas de servicios públicos). El segundo las herramientas sectoriales (como los incentivos al desarrollo de los biocombustibles).
La novedad que introduce la CEPAL consiste en que denomina política industrial exclusivamente a la que se enfoca en el desarrollo de sectores nuevos intensivos en conocimientos y ellos son un fundamento del cambio estructural. Todo lo demás, incluidas las políticas para sectores ya existentes, es englobado bajo el concepto de políticas de competitividad.
Es una propuesta interesante, que pone la política industrial en la primera fila de las políticas económicas y debe ir integrada con la política macroeconómica y la política social. Sin duda, será un tema de amplia discusión en Colombia.
La Cepal, propone una nueva política industrial para América Latina en el documento “Cambio estructural para la igualdad. Una visión integrada del desarrollo”.
Este es un tema que podríamos denominar pendular o cíclico. Durante algunas décadas la política industrial se entendió como la protección estatal para el desarrollo de grandes empresas (“campeones nacionales”); se suponía que ellas, eran las únicas que podían generar economías de escala e impulsar el crecimiento económico. Con diversos matices, esta política se implementó en economías desarrolladas, en desarrollo y en las comunistas.
Con el auge de las políticas de libre mercado, el concepto de política industrial prácticamente desapareció de los debates sobre desarrollo económico, y prosperó la idea de que “la mejor política industrial es no tener política industrial”. Se postuló que los mercados aseguraban la más eficiente asignación de los recursos, mientras que la intervención estatal causaba distorsiones.
A comienzos de los noventa, volvió a aparecer con nuevo ropaje en algunas regiones del mundo. Los grandes avances en comunicaciones, computación e internet, mostraron la importancia de las industrias intensivas en conocimientos. Su desarrollo se fundamentó en empresas innovadoras de tamaño pequeño y mediano, más flexibles que los “campeones nacionales” y generadoras de empleos.
Como consecuencia, las economías desarrolladas, al menos las de Europa, comenzaron a aplicar políticas que llamaron de desarrollo empresarial y, posteriormente políticas de competitividad. A partir de entonces, las políticas se enfocaron en los apoyos a las pyme, con el fin de ayudarlas a superar las fallas de mercado que limitaban su desarrollo. Este es un enfoque diferente al de la política de “campeones”, pues, con el retorno de las políticas de mercado libre, perdieron relevancia los subsidios y muchas de las herramientas típicas del proteccionismo.
En apariencia, no todas las economías desarrolladas hacían abiertamente este tipo de políticas, pues en público las seguían considerando distorsionantes. Pero con la reciente crisis mundial, volvió a salir a la superficie el concepto de política industrial. Justin Lin, ex-economista jefe del Banco Mundial, afirmó: “Uno de los secretos económicos mejor guardados se reconfirmó en 2010: la mayoría de los países, intencionalmente o no, implementa alguna forma de política industrial”.
Hoy en día, tanto los académicos como los hacedores de la política industrial coinciden en que ella tiene dos grandes componentes: uno transversal y uno vertical. El primero abarca todas las herramientas de carácter general que aplican a todos los sectores (capital humano, infraestructura, tarifas de servicios públicos). El segundo las herramientas sectoriales (como los incentivos al desarrollo de los biocombustibles).
La novedad que introduce la CEPAL consiste en que denomina política industrial exclusivamente a la que se enfoca en el desarrollo de sectores nuevos intensivos en conocimientos y ellos son un fundamento del cambio estructural. Todo lo demás, incluidas las políticas para sectores ya existentes, es englobado bajo el concepto de políticas de competitividad.
Es una propuesta interesante, que pone la política industrial en la primera fila de las políticas económicas y debe ir integrada con la política macroeconómica y la política social. Sin duda, será un tema de amplia discusión en Colombia.
TLC y salud pública
Publicado por
Hernán Avendaño Cruz
en
9:15
Publicado en Ámbito Jurídico, Año XV – No. 354; 17 al 30 de septiembre de 2012
En los debates a los tratados de libre comercio hay poca claridad sobre sus vínculos con la salud pública, en las áreas profesionales y académicas relacionadas con ella. Así lo he podido constatar en un foro reciente y en algunas publicaciones y programas radiales de centros académicos, en los que incluso destacados líderes de organizaciones que propenden por la mejora en las políticas gubernamentales de salud, incurren en notables imprecisiones.
En los debates se mezclan los problemas de acceso a medicamentos en el POS, los recobros, los abusos en los precios de algunos medicamentos, los altos precios de los medicamentos con patente, los monopolios en productos innovadores, las tutelas para acceder a tratamientos costosos y el presunto alargamiento del periodo de protección con patentes. Es natural que semejante mescolanza de salud pública con TLC, genere malestar en los auditorios y posiciones en contra de los tratados comerciales.
Es necesario establecer los linderos entre la política de salud pública y los tratados y establecer cuáles son los vínculos entre los dos y cuáles los potenciales efectos de los TLC.
Según el Ministerio de Salud, “Salud Pública, es la responsabilidad estatal y ciudadana de protección de la salud como un derecho esencial, individual, colectivo y comunitario logrado en función de las condiciones de bienestar y calidad de vida”.
Los tratados de libre comercio son un componente de la política comercial, que definen las reglas de juego estables para el intercambio de bienes y servicios entre los países que negocian. Dos de esas reglas establecen el vínculo entre los dos temas: el acceso a mercados y la propiedad intelectual, especialmente en lo que se refiere a las patentes.
En acceso se eliminan los aranceles y las barreras no arancelarias a la importación de medicamentos y otros bienes relacionados. De igual forma, los medicamentos genéricos y otros productos que exporta Colombia, logran acceso sin obstáculos en los mercados de destino, lo que permite aumentar la producción y generar economías de escala. En ambos casos se espera una reducción de precios al consumidor.
La discusión sobre patentes debería comenzar con la “Declaración Relativa al Acuerdo sobre los ADPIC y la Salud Pública”. En el artículo 16.13 del TLC con Estados Unidos se enuncia: “al tiempo que las Partes reiteran su compromiso con el presente Capítulo, afirman que éste puede y debe ser interpretado y aplicado de una manera que apoye el derecho de cada una de las Partes de proteger la salud pública y, en particular, de promover el acceso a los medicamentos para todos”.
Esto significa que ante situaciones excepcionales de salud pública prima ésta sobre los derechos de propiedad intelectual y en ningún momento se vulnera la soberanía del país con relación a las políticas de salud, como aseveran algunos críticos.
Con relación a las patentes, la Organización Mundial de la Propiedad Intelectual (OMPI) las define como “un derecho exclusivo concedido a una invención… La protección de una patente significa que la invención no puede ser confeccionada, utilizada, distribuida o vendida comercialmente sin el consentimiento del titular de la patente”.
La principal consecuencia del “derecho exclusivo”, cuando el innovador comercializa su invención, es el establecimiento de condiciones similares a las del monopolio, pues la regla impide la existencia de competidores durante el tiempo de vigencia de la patente.
Es obvio que los monopolios generen rechazo, en particular cuando se trata de productos relacionados con la vida de las personas. Sin embargo, el impacto de las patentes no se debe medir exclusivamente con el costo económico, que es una consecuencia “normal” del “derecho exclusivo”.
Lo correcto son los análisis de costo-beneficio. En términos escuetos se trata de escoger entre dos alternativas: una, tener altos precios durante la vida útil de la patente, que en el caso de medicamentos es en promedio de diez años, y de ahí en adelante contar con más competidores, precios más bajos y menores tasas de morbilidad y mortalidad; dos, no asumir ese costo, pero en cambio mantener altos los niveles de morbilidad y mortalidad de la población, con los costos sociales y económicos que ello implica (recursos de salud pública asignados para tratamientos y caída de la productividad del país).
En ese análisis habría que incorporar los efectos positivos de las patentes sobre la investigación y la innovación. Un artículo reciente de The Economist menciona un estudio que “encontró que los beneficios públicos de la investigación y desarrollo duplican los beneficios privados”. En síntesis se requieren mayores esfuerzos en la comprensión de la relación entre los tratados y la salud pública y quitarle ropajes ideológicos que no conducen a nada positivo. No quiere esto decir que el tema esté exento de debates; sólo que hay que darlos en los términos que realmente corresponden.
En los debates a los tratados de libre comercio hay poca claridad sobre sus vínculos con la salud pública, en las áreas profesionales y académicas relacionadas con ella. Así lo he podido constatar en un foro reciente y en algunas publicaciones y programas radiales de centros académicos, en los que incluso destacados líderes de organizaciones que propenden por la mejora en las políticas gubernamentales de salud, incurren en notables imprecisiones.
En los debates se mezclan los problemas de acceso a medicamentos en el POS, los recobros, los abusos en los precios de algunos medicamentos, los altos precios de los medicamentos con patente, los monopolios en productos innovadores, las tutelas para acceder a tratamientos costosos y el presunto alargamiento del periodo de protección con patentes. Es natural que semejante mescolanza de salud pública con TLC, genere malestar en los auditorios y posiciones en contra de los tratados comerciales.
Es necesario establecer los linderos entre la política de salud pública y los tratados y establecer cuáles son los vínculos entre los dos y cuáles los potenciales efectos de los TLC.
Según el Ministerio de Salud, “Salud Pública, es la responsabilidad estatal y ciudadana de protección de la salud como un derecho esencial, individual, colectivo y comunitario logrado en función de las condiciones de bienestar y calidad de vida”.
Los tratados de libre comercio son un componente de la política comercial, que definen las reglas de juego estables para el intercambio de bienes y servicios entre los países que negocian. Dos de esas reglas establecen el vínculo entre los dos temas: el acceso a mercados y la propiedad intelectual, especialmente en lo que se refiere a las patentes.
En acceso se eliminan los aranceles y las barreras no arancelarias a la importación de medicamentos y otros bienes relacionados. De igual forma, los medicamentos genéricos y otros productos que exporta Colombia, logran acceso sin obstáculos en los mercados de destino, lo que permite aumentar la producción y generar economías de escala. En ambos casos se espera una reducción de precios al consumidor.
La discusión sobre patentes debería comenzar con la “Declaración Relativa al Acuerdo sobre los ADPIC y la Salud Pública”. En el artículo 16.13 del TLC con Estados Unidos se enuncia: “al tiempo que las Partes reiteran su compromiso con el presente Capítulo, afirman que éste puede y debe ser interpretado y aplicado de una manera que apoye el derecho de cada una de las Partes de proteger la salud pública y, en particular, de promover el acceso a los medicamentos para todos”.
Esto significa que ante situaciones excepcionales de salud pública prima ésta sobre los derechos de propiedad intelectual y en ningún momento se vulnera la soberanía del país con relación a las políticas de salud, como aseveran algunos críticos.
Con relación a las patentes, la Organización Mundial de la Propiedad Intelectual (OMPI) las define como “un derecho exclusivo concedido a una invención… La protección de una patente significa que la invención no puede ser confeccionada, utilizada, distribuida o vendida comercialmente sin el consentimiento del titular de la patente”.
La principal consecuencia del “derecho exclusivo”, cuando el innovador comercializa su invención, es el establecimiento de condiciones similares a las del monopolio, pues la regla impide la existencia de competidores durante el tiempo de vigencia de la patente.
Es obvio que los monopolios generen rechazo, en particular cuando se trata de productos relacionados con la vida de las personas. Sin embargo, el impacto de las patentes no se debe medir exclusivamente con el costo económico, que es una consecuencia “normal” del “derecho exclusivo”.
Lo correcto son los análisis de costo-beneficio. En términos escuetos se trata de escoger entre dos alternativas: una, tener altos precios durante la vida útil de la patente, que en el caso de medicamentos es en promedio de diez años, y de ahí en adelante contar con más competidores, precios más bajos y menores tasas de morbilidad y mortalidad; dos, no asumir ese costo, pero en cambio mantener altos los niveles de morbilidad y mortalidad de la población, con los costos sociales y económicos que ello implica (recursos de salud pública asignados para tratamientos y caída de la productividad del país).
En ese análisis habría que incorporar los efectos positivos de las patentes sobre la investigación y la innovación. Un artículo reciente de The Economist menciona un estudio que “encontró que los beneficios públicos de la investigación y desarrollo duplican los beneficios privados”. En síntesis se requieren mayores esfuerzos en la comprensión de la relación entre los tratados y la salud pública y quitarle ropajes ideológicos que no conducen a nada positivo. No quiere esto decir que el tema esté exento de debates; sólo que hay que darlos en los términos que realmente corresponden.
Sobre la desindustrialización
Publicado por
Hernán Avendaño Cruz
en
8:42
Pubicado en Portafolio el jueves 20 de septiembre de 2012
El Informe Semanal de Anif indica que Colombia se sigue desindustrializando. Afirma que la “relación Valor Agregado Industrial/PIB ha venido descendiendo de niveles del 24% hace tres décadas a uno del 15% hace una década y actualmente se perfila hacia tan sólo un 9%-12% en dicha relación en el período 2012-2020”. Además, señala que la participación de la industria en el empleo también ha caído desde 25% al 13%.
En parte la desindustrialización es atribuida a la bonanza minero-energética que Colombia ha vivido “durante el periodo 2003-2012”, lo que “explica que la participación del sector minero-energético dentro del PIB se haya incrementado del 3% a cerca del 8% durante la última década, teniendo como contrapartida el descenso en la participación agroindustrial antes señalada”.
Al respecto, cabe hacer varios comentarios. El primero se relaciona con la medición del PIB. Tal como Anif presenta la información, se colige que la industria ha perdido entre 12 y 15 puntos porcentuales de participación. Pero es ampliamente conocido que los cambios de base en la contabilidad nacional y las mejoras en las fuentes de información ocasionan variaciones en las participaciones de los sectores.
Este es un debate que ya se ha dado en el país con la Coalición para la Promoción de la Industria Colombiana. Astrid Martínez y José Antonio Ocampo en el libro “Hacia una política industrial de nueva generación en Colombia”, elaborado para la Coalición, realizaron un ejercicio de unificación de las series. Sus resultados indican que la participación máxima de la industria fue de 18.54% en 1974 y la menor de 12.52% en 1999; de esta forma, la pérdida de participación sería de seis puntos porcentuales, es decir, la mitad o menos de lo que sugiere Anif.
Este es un aporte importante para los debates sobre desindustrialización en Colombia, pues por primera vez se trata de descontar el efecto de los cambios metodológicos. Lo que queda pendiente es saber, de esos seis puntos, cuánto corresponde a las tendencias normales del desarrollo y cuánto es atribuible a fenómenos como los sugeridos por Anif.
El segundo comentario se relaciona con la minería. La serie desestacionalizada del PIB a precios constantes de 2005, muestra que este sector aportó el 7.9% del PIB en el año 2000; 6.7% en 2003 y 7.7% en 2011. Por lo tanto, no es cierta la afirmación de Anif sobre un incremento de cinco puntos.
El tercer comentario es sobre la diferencia en la evolución de la minería y de la industria. Anif sugiere que al tiempo que la minería incrementó su participación en el PIB –cosa que no es tan clara, como acabamos de mencionar–, la industria la perdió. Es un hecho indiscutible que hasta finales de los noventa este último sector disminuyó su peso relativo en el PIB; pero es discutible lo que ha ocurrido en el presente siglo.
De acuerdo con las series del Dane, la industria aportó 13.6% del PIB en el 2000 y 12.6% en 2011. Por lo tanto perdió un punto. Pero los extremos no muestran la historia completa de lo ocurrido entre los dos años. La realidad es que su participación creció hasta 14.2% en 2007 (¿reindustrialización?); y a partir de ese año disminuyó hasta la cifra citada.
¿Por qué disminuyó? Pueden surgir múltiples hipótesis, pero la más plausible es la de la crisis del sector como consecuencia de la crisis mundial y del cierre del mercado de Venezuela; cabe recordar que en 2007 el 38% de las exportaciones industriales iba a ese destino. Este doble impacto ocasionó una caída del valor agregado industrial en cinco trimestres consecutivos, mientras que la minería y el PIB total siguieron registrando tasas positivas.
El examen de las dinámicas de la industria y de la minería durante el presente siglo, muestra que el primer sector tuvo un mejor desempeño que el segundo justamente hasta 2007. De ahí en adelante registra mejor dinámica el segundo. Por lo tanto, no es muy clara la relación de causalidad entre auge minero-energético y “desindustrialización”.
El último comentario es sobre el empleo. De nuevo, es factible que la industria haya perdido participación en la generación de puestos de trabajo hasta finales del siglo pasado. Pero en el presente no es tan claro. La Gran Encuesta Integrada de Hogares muestra que en julio-septiembre de 2001 aportó el 13.0% del total de ocupados y en mayo-julio de 2012 el 12.5% (pero en los otros trimestres móviles del presente año participa con el 13.2% en promedio).
Se concluye que en el presente siglo la industria colombiana ha tenido un comportamiento diferente al de las décadas anteriores y no es evidente que esté sufriendo un proceso de desindustrialización acelerada, ni que esté perdiendo participación en el empleo. Eso lo muestran claramente las cifras oficiales.
El Informe Semanal de Anif indica que Colombia se sigue desindustrializando. Afirma que la “relación Valor Agregado Industrial/PIB ha venido descendiendo de niveles del 24% hace tres décadas a uno del 15% hace una década y actualmente se perfila hacia tan sólo un 9%-12% en dicha relación en el período 2012-2020”. Además, señala que la participación de la industria en el empleo también ha caído desde 25% al 13%.
En parte la desindustrialización es atribuida a la bonanza minero-energética que Colombia ha vivido “durante el periodo 2003-2012”, lo que “explica que la participación del sector minero-energético dentro del PIB se haya incrementado del 3% a cerca del 8% durante la última década, teniendo como contrapartida el descenso en la participación agroindustrial antes señalada”.
Al respecto, cabe hacer varios comentarios. El primero se relaciona con la medición del PIB. Tal como Anif presenta la información, se colige que la industria ha perdido entre 12 y 15 puntos porcentuales de participación. Pero es ampliamente conocido que los cambios de base en la contabilidad nacional y las mejoras en las fuentes de información ocasionan variaciones en las participaciones de los sectores.
Este es un debate que ya se ha dado en el país con la Coalición para la Promoción de la Industria Colombiana. Astrid Martínez y José Antonio Ocampo en el libro “Hacia una política industrial de nueva generación en Colombia”, elaborado para la Coalición, realizaron un ejercicio de unificación de las series. Sus resultados indican que la participación máxima de la industria fue de 18.54% en 1974 y la menor de 12.52% en 1999; de esta forma, la pérdida de participación sería de seis puntos porcentuales, es decir, la mitad o menos de lo que sugiere Anif.
Este es un aporte importante para los debates sobre desindustrialización en Colombia, pues por primera vez se trata de descontar el efecto de los cambios metodológicos. Lo que queda pendiente es saber, de esos seis puntos, cuánto corresponde a las tendencias normales del desarrollo y cuánto es atribuible a fenómenos como los sugeridos por Anif.
El segundo comentario se relaciona con la minería. La serie desestacionalizada del PIB a precios constantes de 2005, muestra que este sector aportó el 7.9% del PIB en el año 2000; 6.7% en 2003 y 7.7% en 2011. Por lo tanto, no es cierta la afirmación de Anif sobre un incremento de cinco puntos.
El tercer comentario es sobre la diferencia en la evolución de la minería y de la industria. Anif sugiere que al tiempo que la minería incrementó su participación en el PIB –cosa que no es tan clara, como acabamos de mencionar–, la industria la perdió. Es un hecho indiscutible que hasta finales de los noventa este último sector disminuyó su peso relativo en el PIB; pero es discutible lo que ha ocurrido en el presente siglo.
De acuerdo con las series del Dane, la industria aportó 13.6% del PIB en el 2000 y 12.6% en 2011. Por lo tanto perdió un punto. Pero los extremos no muestran la historia completa de lo ocurrido entre los dos años. La realidad es que su participación creció hasta 14.2% en 2007 (¿reindustrialización?); y a partir de ese año disminuyó hasta la cifra citada.
¿Por qué disminuyó? Pueden surgir múltiples hipótesis, pero la más plausible es la de la crisis del sector como consecuencia de la crisis mundial y del cierre del mercado de Venezuela; cabe recordar que en 2007 el 38% de las exportaciones industriales iba a ese destino. Este doble impacto ocasionó una caída del valor agregado industrial en cinco trimestres consecutivos, mientras que la minería y el PIB total siguieron registrando tasas positivas.
El examen de las dinámicas de la industria y de la minería durante el presente siglo, muestra que el primer sector tuvo un mejor desempeño que el segundo justamente hasta 2007. De ahí en adelante registra mejor dinámica el segundo. Por lo tanto, no es muy clara la relación de causalidad entre auge minero-energético y “desindustrialización”.
El último comentario es sobre el empleo. De nuevo, es factible que la industria haya perdido participación en la generación de puestos de trabajo hasta finales del siglo pasado. Pero en el presente no es tan claro. La Gran Encuesta Integrada de Hogares muestra que en julio-septiembre de 2001 aportó el 13.0% del total de ocupados y en mayo-julio de 2012 el 12.5% (pero en los otros trimestres móviles del presente año participa con el 13.2% en promedio).
Se concluye que en el presente siglo la industria colombiana ha tenido un comportamiento diferente al de las décadas anteriores y no es evidente que esté sufriendo un proceso de desindustrialización acelerada, ni que esté perdiendo participación en el empleo. Eso lo muestran claramente las cifras oficiales.
Patentes: ¡Vuelve y juega!
Publicado por
Hernán Avendaño Cruz
en
8:28
Publicado en Portafolio el martes 28 de agosto de 2012
El pasado 23 de agosto el programa “La botica”, de la emisora de la Universidad Nacional, fue dedicado a responder a las críticas que hice en Portafolio (“Propiedad intelectual y medicamentos”; 18 de julio) a los resultados de una investigación de los químicos farmacéuticos Julián López y Edna Sánchez; también participó el químico farmacéutico Miguel Cortés.
En esencia, afirmaron que la propiedad intelectual afecta los precios de los medicamentos mediante las patentes y la protección de datos de prueba, porque generan monopolios; insistieron en que el TLC con Estados Unidos aceptó las patentes de segundos usos; y Cortés se “sorprendió negativamente” porque en mi artículo de Portafolio califico de amañada su lectura del tratado.
Es conveniente recordar que las patentes nacieron para incentivar la innovación otorgando al innovador un “derecho de exclusividad” temporal; este le permite disponer de su invento como lo considere y la racionalidad económica indica que si lo comercializa tratará de maximizar sus ganancias aprovechando que no tiene competencia.
Por lo tanto, a nadie debería escandalizar que un innovador se lucre de su invención y no se le pueden limitar los ingresos a la recuperación de sus costos de investigación (no obstante, tampoco puede abusar de la exclusividad). Ese es un costo social implícito en el mecanismo de las patentes. El dilema es si se asume ese costo o el de no contar con la innovación.
Según el nobel de economía Douglass North, mientras el mundo no contó con derechos de propiedad, la innovación (y la humanidad) avanzó muy lentamente, por la facilidad que tenían de copiar los inventos quienes no asumían los riesgos y costos de la investigación: “Si la índole de la industria impide que el innovador privado obtenga una parte más grande de la tasa social de retorno, por medio del secreto, el monopolio o las patentes, el aumento de productividad de esa industria se va a producir a un ritmo mucho más lento que en las demás industrias donde las ganancias se pueden absorber”.
Además, las patentes acarrean otros efectos. El primero es la obligación del innovador de hacer públicos los conocimientos que fundamentan su invento; el impacto inmediato es, por lo tanto, el enriquecimiento científico de la sociedad y la posibilidad de nuevos desarrollos de la ciencia.
El segundo es el aumento del bienestar de la sociedad, lo que es evidente en el caso de los medicamentos. Si una economía tiene que pagar el alto precio de un producto innovador que cura una enfermedad causante de altas tasas de mortalidad, durante 10 o 12 años (que es la vida útil promedio de una patente de productos farmacéuticos) ¿estará dispuesta a asumirlos, sabiendo que terminada la vigencia de la patente ese costo bajará por el aumento de la competencia? ¿O preferirá no otorgar el derecho de exclusividad y seguir asumiendo los costos sociales de la alta mortalidad (medicamentos ineficaces, médicos, hospitales, ausencias laborales y pérdidas de capital humano)?
Con relación a la protección de datos de prueba, ella está contemplada en el artículo 39.3 de los ADPIC. Como señala Carlos Correa: “De acuerdo con lo estipulado por el Artículo 1.2 del Acuerdo ADPIC, la protección de los datos de prueba es una categoría de “propiedad intelectual” igual que las patentes, derecho de autor y las marcas”. En tal sentido, tiene efectos similares a los de las patentes en precios y en bienestar.
Ahora, ¿es irrespetuoso decir que hay una amañada lectura del TLC? En su documento para Ifarma el señor Cortés, haciendo referencia a los criterios de patentabilidad, afirma sobre el nivel inventivo:
“El artículo 16.9.1 ratifica lo contenido en ADPIC al expresar que cada parte “podrá” considerar esta expresión como sinónimo de “no evidente”. Por tanto, en principio no implica ningún cambio a los estándares actuales. Sin embargo, la homologación de los términos hacia el estándar norteamericano hace prever la adopción del término “no evidente” en la legislación colombiana y con ella la adopción de una interpretación similar a la contenida en la legislación de los Estados Unidos, con niveles de exigencia más relajados”.
Es decir, admite que el TLC no cambió nada en esta materia, pero luego hace su particular interpretación y “estima” que eso le costará a Colombia US$241 millones en 2020. En el programa radial repitió el mismo argumento, pero sin reconocer que el TLC mantiene los estándares, y de ahí saltó a afirmar que este “relajamiento” permite patentes de segundos usos. Digan los lectores y radioyentes si esta es una lectura “cuidadosa” del tratado como la que él recomendó en La botica.
Por último, esta es una crítica respetuosa para algunos investigadores, no para la Universidad Nacional, mi alma mater, a la que tengo mucho que agradecer y por la que profeso gran respeto.
El pasado 23 de agosto el programa “La botica”, de la emisora de la Universidad Nacional, fue dedicado a responder a las críticas que hice en Portafolio (“Propiedad intelectual y medicamentos”; 18 de julio) a los resultados de una investigación de los químicos farmacéuticos Julián López y Edna Sánchez; también participó el químico farmacéutico Miguel Cortés.
En esencia, afirmaron que la propiedad intelectual afecta los precios de los medicamentos mediante las patentes y la protección de datos de prueba, porque generan monopolios; insistieron en que el TLC con Estados Unidos aceptó las patentes de segundos usos; y Cortés se “sorprendió negativamente” porque en mi artículo de Portafolio califico de amañada su lectura del tratado.
Es conveniente recordar que las patentes nacieron para incentivar la innovación otorgando al innovador un “derecho de exclusividad” temporal; este le permite disponer de su invento como lo considere y la racionalidad económica indica que si lo comercializa tratará de maximizar sus ganancias aprovechando que no tiene competencia.
Por lo tanto, a nadie debería escandalizar que un innovador se lucre de su invención y no se le pueden limitar los ingresos a la recuperación de sus costos de investigación (no obstante, tampoco puede abusar de la exclusividad). Ese es un costo social implícito en el mecanismo de las patentes. El dilema es si se asume ese costo o el de no contar con la innovación.
Según el nobel de economía Douglass North, mientras el mundo no contó con derechos de propiedad, la innovación (y la humanidad) avanzó muy lentamente, por la facilidad que tenían de copiar los inventos quienes no asumían los riesgos y costos de la investigación: “Si la índole de la industria impide que el innovador privado obtenga una parte más grande de la tasa social de retorno, por medio del secreto, el monopolio o las patentes, el aumento de productividad de esa industria se va a producir a un ritmo mucho más lento que en las demás industrias donde las ganancias se pueden absorber”.
Además, las patentes acarrean otros efectos. El primero es la obligación del innovador de hacer públicos los conocimientos que fundamentan su invento; el impacto inmediato es, por lo tanto, el enriquecimiento científico de la sociedad y la posibilidad de nuevos desarrollos de la ciencia.
El segundo es el aumento del bienestar de la sociedad, lo que es evidente en el caso de los medicamentos. Si una economía tiene que pagar el alto precio de un producto innovador que cura una enfermedad causante de altas tasas de mortalidad, durante 10 o 12 años (que es la vida útil promedio de una patente de productos farmacéuticos) ¿estará dispuesta a asumirlos, sabiendo que terminada la vigencia de la patente ese costo bajará por el aumento de la competencia? ¿O preferirá no otorgar el derecho de exclusividad y seguir asumiendo los costos sociales de la alta mortalidad (medicamentos ineficaces, médicos, hospitales, ausencias laborales y pérdidas de capital humano)?
Con relación a la protección de datos de prueba, ella está contemplada en el artículo 39.3 de los ADPIC. Como señala Carlos Correa: “De acuerdo con lo estipulado por el Artículo 1.2 del Acuerdo ADPIC, la protección de los datos de prueba es una categoría de “propiedad intelectual” igual que las patentes, derecho de autor y las marcas”. En tal sentido, tiene efectos similares a los de las patentes en precios y en bienestar.
Ahora, ¿es irrespetuoso decir que hay una amañada lectura del TLC? En su documento para Ifarma el señor Cortés, haciendo referencia a los criterios de patentabilidad, afirma sobre el nivel inventivo:
“El artículo 16.9.1 ratifica lo contenido en ADPIC al expresar que cada parte “podrá” considerar esta expresión como sinónimo de “no evidente”. Por tanto, en principio no implica ningún cambio a los estándares actuales. Sin embargo, la homologación de los términos hacia el estándar norteamericano hace prever la adopción del término “no evidente” en la legislación colombiana y con ella la adopción de una interpretación similar a la contenida en la legislación de los Estados Unidos, con niveles de exigencia más relajados”.
Es decir, admite que el TLC no cambió nada en esta materia, pero luego hace su particular interpretación y “estima” que eso le costará a Colombia US$241 millones en 2020. En el programa radial repitió el mismo argumento, pero sin reconocer que el TLC mantiene los estándares, y de ahí saltó a afirmar que este “relajamiento” permite patentes de segundos usos. Digan los lectores y radioyentes si esta es una lectura “cuidadosa” del tratado como la que él recomendó en La botica.
Por último, esta es una crítica respetuosa para algunos investigadores, no para la Universidad Nacional, mi alma mater, a la que tengo mucho que agradecer y por la que profeso gran respeto.
Vivir con US$2 diarios y ahorrar
Publicado en la edición No. 54 de la Revista Misión Pyme, agosto de 2012
La definición internacional de pobreza adoptada por el Banco Mundial corresponde a personas que viven con menos de US$2 diarios y la de pobreza extrema a las que viven con menos de US$1.25 diarios.
A primera vista parece absurdo que eso pueda ser posible. Pero las estimaciones más recientes del Banco Mundial indican que en 2008 había 2.470 millones de pobres en el mundo y 7.2 millones en Colombia (en 2010); de ellas, estaban en pobreza extrema 1.290 millones y 3.7 millones, respectivamente.
Con ese criterio, una familia colombiana de cuatro personas con un solo ingreso, se clasifica como pobre si recibe menos de $432.000 por mes y pobre extrema si percibe menos de $216.000 mensuales. Se trata de ingresos inferiores al salario mínimo ($566.700).
Cuesta trabajo creer que una persona pueda siquiera alimentarse con semejantes ingresos, de forma que resulta descabellada la pregunta de si, además, puede ahorrar… Pero la respuesta es: ¡sí!
Así lo evidencia una investigación de Daryl Collins, Jonathan Morduch, Stuart Rutherford y Orlanda Ruthven realizada en Bangladesh, India y Suráfrica y publicada en el libro “Las finanzas de los pobres. Cómo viven los pobres del mundo con dos dólares al día”.
Observaron los autores que los ingresos pueden ser en promedio de dos dólares diarios por persona, pero en la realidad son muy inestables; así como hay días en que perciben una cifra superior, hay otros en que no perciben nada. Esto hace obligatorio el ahorro, para poder cubrir las necesidades básicas de la familia cada día y reducir el riesgo de pasar hambre. Y en ese contexto, tanto la retención de parte de los ingresos diarios, como el endeudamiento, se consideran ahorro.
Así lo señalan Collins y sus colegas: “tanto al pedir como al hacer préstamos, las familias han descubierto formas de lidiar con las fuerzas económicas, psicológicas y sociales que hacen que sea tan complicado reunir sumas considerables de dinero…. Si eres pobre, pedir prestado puede ser la forma más rápida de ahorrar”.
La investigación comprobó que aun en esos niveles de pobreza se utilizan múltiples instrumentos con el fin de allegar los recursos necesarios para costear un tratamiento médico, un funeral, la boda de una hija, o la entrada de los hijos al colegio. Cualquiera de esos gastos representa sumas enormes para la escala de ingresos.
Los autores documentan un caso en Suráfrica de una persona que recibía una pensión de US$115, con la cual se mantenían cinco personas; cuando murió tenía una deuda de US$108 con un tendero, contraída para pagar los gastos médicos. En esas circunstancias la familia tuvo que afrontar los costos del funeral que ascendieron a US$2.400; un poco más del 50% fue cubierto con seguros funerarios y sociedades de ahorros que tenía la difunta en su “cartera financiera”.
Las carteras financieras de los pobres son más complejas de lo que se cree: ahorro en efectivo en casa, dinero “depositado” con vecinos, “natilleras” o cadenas, pago a particulares por recaudar ahorro diario, depósitos en microfinancieras, préstamos sin intereses por vecinos o familiares, microcréditos, deuda con tenderos, créditos con agiotistas, seguros funerarios, compra de joyas, y préstamo de alimentos con vecinos, entre otros.
Estos conocimientos ayudarán a entender mejor cómo sobreviven tantos seres humanos con tan exiguos recursos y cómo afinar los instrumentos que se diseñen para combatir la pobreza.
La definición internacional de pobreza adoptada por el Banco Mundial corresponde a personas que viven con menos de US$2 diarios y la de pobreza extrema a las que viven con menos de US$1.25 diarios.
A primera vista parece absurdo que eso pueda ser posible. Pero las estimaciones más recientes del Banco Mundial indican que en 2008 había 2.470 millones de pobres en el mundo y 7.2 millones en Colombia (en 2010); de ellas, estaban en pobreza extrema 1.290 millones y 3.7 millones, respectivamente.
Con ese criterio, una familia colombiana de cuatro personas con un solo ingreso, se clasifica como pobre si recibe menos de $432.000 por mes y pobre extrema si percibe menos de $216.000 mensuales. Se trata de ingresos inferiores al salario mínimo ($566.700).
Cuesta trabajo creer que una persona pueda siquiera alimentarse con semejantes ingresos, de forma que resulta descabellada la pregunta de si, además, puede ahorrar… Pero la respuesta es: ¡sí!
Así lo evidencia una investigación de Daryl Collins, Jonathan Morduch, Stuart Rutherford y Orlanda Ruthven realizada en Bangladesh, India y Suráfrica y publicada en el libro “Las finanzas de los pobres. Cómo viven los pobres del mundo con dos dólares al día”.
Observaron los autores que los ingresos pueden ser en promedio de dos dólares diarios por persona, pero en la realidad son muy inestables; así como hay días en que perciben una cifra superior, hay otros en que no perciben nada. Esto hace obligatorio el ahorro, para poder cubrir las necesidades básicas de la familia cada día y reducir el riesgo de pasar hambre. Y en ese contexto, tanto la retención de parte de los ingresos diarios, como el endeudamiento, se consideran ahorro.
Así lo señalan Collins y sus colegas: “tanto al pedir como al hacer préstamos, las familias han descubierto formas de lidiar con las fuerzas económicas, psicológicas y sociales que hacen que sea tan complicado reunir sumas considerables de dinero…. Si eres pobre, pedir prestado puede ser la forma más rápida de ahorrar”.
La investigación comprobó que aun en esos niveles de pobreza se utilizan múltiples instrumentos con el fin de allegar los recursos necesarios para costear un tratamiento médico, un funeral, la boda de una hija, o la entrada de los hijos al colegio. Cualquiera de esos gastos representa sumas enormes para la escala de ingresos.
Los autores documentan un caso en Suráfrica de una persona que recibía una pensión de US$115, con la cual se mantenían cinco personas; cuando murió tenía una deuda de US$108 con un tendero, contraída para pagar los gastos médicos. En esas circunstancias la familia tuvo que afrontar los costos del funeral que ascendieron a US$2.400; un poco más del 50% fue cubierto con seguros funerarios y sociedades de ahorros que tenía la difunta en su “cartera financiera”.
Las carteras financieras de los pobres son más complejas de lo que se cree: ahorro en efectivo en casa, dinero “depositado” con vecinos, “natilleras” o cadenas, pago a particulares por recaudar ahorro diario, depósitos en microfinancieras, préstamos sin intereses por vecinos o familiares, microcréditos, deuda con tenderos, créditos con agiotistas, seguros funerarios, compra de joyas, y préstamo de alimentos con vecinos, entre otros.
Estos conocimientos ayudarán a entender mejor cómo sobreviven tantos seres humanos con tan exiguos recursos y cómo afinar los instrumentos que se diseñen para combatir la pobreza.
Exportaciones en bajada
Publicado en Portafolio el miércoles 15 de agosto de 2012
Las exportaciones colombianas en junio disminuyeron 1.9% con relación a junio de 2011. Aun cuando el acumulado del primer semestre mantiene una dinámica positiva (11.7% anual), es evidente la rápida desaceleración desde el cierre del año anterior (43% anual).
Un mes con variaciones negativas no se observaba desde octubre de 2009. En ese episodio las exportaciones cayeron durante doce meses consecutivos (entre noviembre de 2008 y octubre de 2009) por el impacto de la crisis mundial.
La agudización de la crisis con la quiebra de Lehman Brothers indujo una caída abrupta de las importaciones de las economías desarrolladas, con la consecuente contracción de los precios internacionales de los productos básicos. Así operó el canal comercial de transmisión de la crisis mundial desde las economías desarrolladas hacia las economías en desarrollo.
¿Qué explica la caída de las exportaciones colombianas en junio? ¿Es un caso aislado o, igual que en el episodio anterior, obedece a un problema internacional? ¿Estamos frente a una nueva activación del canal comercial que transmitirá los efectos de otra crisis al mundo en desarrollo?
Es claro que la demora en la solución el problema de la deuda soberana en la zona euro está acentuando los problemas de las economías europeas y aumentando los temores sobre la debacle que podría ocasionar el potencial derrumbe de la unión monetaria. A ello se suman los problemas políticos del gobierno de Estados Unidos que impiden tomar las decisiones para fortalecer la demanda interna.
Lo cierto es que ya varias economías europeas están entrando en la zona de recesión. El PIB de Inglaterra, Bélgica, Grecia, Italia, Holanda, España, la República Checa y Hungría cayó en el primero y/o segundo trimestre de 2012. Y países como Francia y Dinamarca prácticamente no están creciendo.
El índice JP Morgan Global Manufacturing en junio y julio se ubicó por debajo de la línea de referencia de 50 puntos, lo que refleja las expectativas de los empresarios de contracción de la producción industrial. Niveles tan bajos no se registraban desde junio de 2009, cuando el sector estaba saliendo de la crisis mundial.
Además, las economías emergentes que venían actuando como motores de la economía mundial se han desacelerado. En el caso de China, el FMI proyecta un crecimiento de 8.0%, 1.2 puntos porcentuales menos que en 2011 (9.2%) y 2.4 puntos menos que en 2010 (10.4%). En el de India se espera un crecimiento de 6.1%, que contrasta con los dos años anteriores (7.1% y 10.8%). Y Brasil, que pasó de crecer 7.5% en 2010 a 2.7% en 2011, apenas crecerá 2.5% en el presente año.
Con el debilitamiento de la demanda, el comercio mundial perdió dinamismo. En las 70 economías a las que les hace seguimiento la OMC y que representan el 90% de las importaciones globales, se observaron caídas en abril y mayo del 0.8% y 1.7% anual y seguramente en junio también disminuyeron.
La Unión Europea, que responde por un tercio de las importaciones globales de bienes, ha registrado variaciones negativas en marzo, abril y mayo (-4.3%, -7.0% y -9.0%), y economías como Italia, Portugal y Grecia llevan ocho meses o más con reducciones.
Como consecuencia, América Latina está siendo afectada; en Argentina, Brasil, Chile, El Salvador, Guatemala y Paraguay las exportaciones caen en los últimos dos o tres meses.
En ese contexto, los precios internacionales de los productos básicos están bajando, con la excepción de productos como el maíz, soya y el trigo, fuertemente afectados por la sequía en Estados Unidos. El Índice de Precios de Alimentos de la FAO registró en junio una reducción anual del 13.7%, con altas caídas en lácteos (-25.1% anual), azúcar (-19.0%) y aceites (-14.8%).
Volviendo al caso colombiano, la caída de US$87 millones está concentrada en petróleo y derivados (-US$172 millones), café (-US$56 millones) y flores (-US$52 millones). En los dos primeros predomina un efecto precio, pues los volúmenes tuvieron pequeños incrementos con relación a junio de 2011. En el tercero caen tanto los precios como el volumen.
Es válido entonces concluir que la contracción de las exportaciones en junio está asociada con el entorno internacional. Pero a diferencia de la situación registrada en la crisis de 2008-2009, ellas comenzaron a caer en el mismo mes que las exportaciones globales; en la situación actual han comenzado a hacerlo cuando las del mundo llevan tres meses en contracción. En el primer caso pasaron de un mes con variación de 20.3% a uno con -27.2%; en el segundo el aterrizaje fue gradual, pasando de 1.2% a -1.9%.
Es una realidad que las exportaciones pueden seguir cayendo, mientras no se solucione el problema de las economías desarrolladas. Sólo resta esperar que adopten pronto las medidas que se requieren y que, contra viento y marea, contengan el riesgo de otra crisis mundial.
Las exportaciones colombianas en junio disminuyeron 1.9% con relación a junio de 2011. Aun cuando el acumulado del primer semestre mantiene una dinámica positiva (11.7% anual), es evidente la rápida desaceleración desde el cierre del año anterior (43% anual).
Un mes con variaciones negativas no se observaba desde octubre de 2009. En ese episodio las exportaciones cayeron durante doce meses consecutivos (entre noviembre de 2008 y octubre de 2009) por el impacto de la crisis mundial.
La agudización de la crisis con la quiebra de Lehman Brothers indujo una caída abrupta de las importaciones de las economías desarrolladas, con la consecuente contracción de los precios internacionales de los productos básicos. Así operó el canal comercial de transmisión de la crisis mundial desde las economías desarrolladas hacia las economías en desarrollo.
¿Qué explica la caída de las exportaciones colombianas en junio? ¿Es un caso aislado o, igual que en el episodio anterior, obedece a un problema internacional? ¿Estamos frente a una nueva activación del canal comercial que transmitirá los efectos de otra crisis al mundo en desarrollo?
Es claro que la demora en la solución el problema de la deuda soberana en la zona euro está acentuando los problemas de las economías europeas y aumentando los temores sobre la debacle que podría ocasionar el potencial derrumbe de la unión monetaria. A ello se suman los problemas políticos del gobierno de Estados Unidos que impiden tomar las decisiones para fortalecer la demanda interna.
Lo cierto es que ya varias economías europeas están entrando en la zona de recesión. El PIB de Inglaterra, Bélgica, Grecia, Italia, Holanda, España, la República Checa y Hungría cayó en el primero y/o segundo trimestre de 2012. Y países como Francia y Dinamarca prácticamente no están creciendo.
El índice JP Morgan Global Manufacturing en junio y julio se ubicó por debajo de la línea de referencia de 50 puntos, lo que refleja las expectativas de los empresarios de contracción de la producción industrial. Niveles tan bajos no se registraban desde junio de 2009, cuando el sector estaba saliendo de la crisis mundial.
Además, las economías emergentes que venían actuando como motores de la economía mundial se han desacelerado. En el caso de China, el FMI proyecta un crecimiento de 8.0%, 1.2 puntos porcentuales menos que en 2011 (9.2%) y 2.4 puntos menos que en 2010 (10.4%). En el de India se espera un crecimiento de 6.1%, que contrasta con los dos años anteriores (7.1% y 10.8%). Y Brasil, que pasó de crecer 7.5% en 2010 a 2.7% en 2011, apenas crecerá 2.5% en el presente año.
Con el debilitamiento de la demanda, el comercio mundial perdió dinamismo. En las 70 economías a las que les hace seguimiento la OMC y que representan el 90% de las importaciones globales, se observaron caídas en abril y mayo del 0.8% y 1.7% anual y seguramente en junio también disminuyeron.
La Unión Europea, que responde por un tercio de las importaciones globales de bienes, ha registrado variaciones negativas en marzo, abril y mayo (-4.3%, -7.0% y -9.0%), y economías como Italia, Portugal y Grecia llevan ocho meses o más con reducciones.
Como consecuencia, América Latina está siendo afectada; en Argentina, Brasil, Chile, El Salvador, Guatemala y Paraguay las exportaciones caen en los últimos dos o tres meses.
En ese contexto, los precios internacionales de los productos básicos están bajando, con la excepción de productos como el maíz, soya y el trigo, fuertemente afectados por la sequía en Estados Unidos. El Índice de Precios de Alimentos de la FAO registró en junio una reducción anual del 13.7%, con altas caídas en lácteos (-25.1% anual), azúcar (-19.0%) y aceites (-14.8%).
Volviendo al caso colombiano, la caída de US$87 millones está concentrada en petróleo y derivados (-US$172 millones), café (-US$56 millones) y flores (-US$52 millones). En los dos primeros predomina un efecto precio, pues los volúmenes tuvieron pequeños incrementos con relación a junio de 2011. En el tercero caen tanto los precios como el volumen.
Es válido entonces concluir que la contracción de las exportaciones en junio está asociada con el entorno internacional. Pero a diferencia de la situación registrada en la crisis de 2008-2009, ellas comenzaron a caer en el mismo mes que las exportaciones globales; en la situación actual han comenzado a hacerlo cuando las del mundo llevan tres meses en contracción. En el primer caso pasaron de un mes con variación de 20.3% a uno con -27.2%; en el segundo el aterrizaje fue gradual, pasando de 1.2% a -1.9%.
Es una realidad que las exportaciones pueden seguir cayendo, mientras no se solucione el problema de las economías desarrolladas. Sólo resta esperar que adopten pronto las medidas que se requieren y que, contra viento y marea, contengan el riesgo de otra crisis mundial.
La nueva economía
Publicado por
Hernán Avendaño Cruz
en
15:17
Publicado en Portafolio el 3 de agosto de 2012
La economía colombiana ha tenido profundas transformaciones en el presente siglo. Aun cuando persisten diversos y complejos problemas cuya solución es requisito indispensable para seguir avanzando en la senda del desarrollo, es importante valorar los cambios.
Al comenzar el siglo Colombia estaba ad portas de ser un “Estado fallido”. Como lo señaló el Presidente Santos, en un discurso en la ONU, “buena parte de nuestro territorio era ingobernable y vivíamos una guerra interna, con grupos terroristas que atemorizaban a los ciudadanos y los desplazaban de sus hogares. De un total de 1.100 alcaldes, cerca de 400 no podían despachar desde sus municipios por razones de seguridad”.
Adicionalmente, la crisis de finales del siglo pasado llevó el desempleo al 20.5% en el 2000, tasa sin precedentes en el país. Y la población viviendo con menos de US$2 diarios, pasó de 22.2% en 1996 a 32.7% en 2002.
Para completar, Colombia había perdido el grado de inversión en 1999; los inversionistas internacionales estaban en alerta por los potenciales problemas de sostenibilidad de la deuda pública bruta, que alcanzó una cota de 59% del PIB en 2002; y los flujos de inversión extranjera directa (IED) se redujeron, igual que la llegada de viajeros internacionales. Incluso dejamos de viajar por carretera, desanimados por las famosas “pescas milagrosas” de la guerrilla.
Hoy vemos el panorama con otra perspectiva. Entre 2001 y 2011 la tasa media de crecimiento de la economía fue del 4.2% anual, superando la observada en las décadas de los noventa (2.7%) y los ochenta del siglo pasado (3.6%). El resultado es notable si tenemos en cuenta que en el periodo sufrimos los impactos de la recesión de Estados Unidos en 2001 y de la crisis mundial en 2008-2009.
Desde luego, a ese resultado contribuyó de manera importante la dinámica de la economía mundial. No obstante, en 10 de los 11 años superamos el crecimiento del PIB global.
Un factor importante para el crecimiento fue el aumento de la inversión. Con la crisis de 1998-1999, ella había caído a los niveles más bajos en cincuenta años (14.5% del PIB); pero en el presente siglo, ha crecido al 10.4% anual promedio, hasta llegar al 27.1% del PIB, uno de los registros históricos más altos.
En el tema fiscal, el país espantó el fantasma de la insostenibilidad y se embarcó en reformas que permitieron la gradual reducción del déficit fiscal, al punto que entre 2005 y 2008 prácticamente se logró el equilibrio; además, la deuda pública bruta descendió al 43.4% del PIB. En esas condiciones el gobierno pudo implementar una política fiscal contracíclica en 2009 y 2010, para mitigar el impacto de la crisis mundial.
El marco normativo se fortaleció recientemente con la ley de regla fiscal, y los actos legislativos de sostenibilidad fiscal y reforma a las regalías. Esto permitirá un manejo prudente del boom minero energético y amortiguar los efectos de la potencial enfermedad holandesa.
En el manejo monetario son evidentes los beneficios de contar con una autoridad monetaria independiente. El país lleva más de una década con inflaciones de un dígito y la Junta Directiva del Banco de la República respondió a la crisis mundial con una rápida reducción de las tasas de interés y la expansión de la liquidez que permitió la adecuada provisión de crédito y contribuyó a la pronta reactivación de la demanda.
A la par con estos avances, el gobierno está implementando una activa política de internacionalización de la economía, orientada a la ampliación y diversificación de la oferta exportable y a la consecución del acceso preferencial permanente en los mercados de mayor interés; así se podrá aprovechar el potencial de crecimiento del comercio internacional.
Aun cuando las exportaciones son el segundo componente de la demanda con mayor dinámica después de la inversión, el país no ha aprovechado plenamente esa fuente de crecimiento; así lo evidencia su participación en el PIB que se mantiene alrededor del nivel registrado a finales de los ochenta.
El buen panorama de Colombia se complementa con la mejora en los indicadores de seguridad, la recuperación del grado de inversión, un sector financiero bien capitalizado y con alto coeficiente de solvencia, crecientes flujos de IED, y tendencias descendentes de la pobreza y las tasas de desempleo.
Colombia aprendió las lecciones de las décadas anteriores. Por eso tiene una nueva economía, menos vulnerable a los choques externos y con una red de TLC que, con un buen aprovechamiento, será un factor adicional de impulso al crecimiento sostenido de la economía.
Todos estos elementos llevaron a los analistas internacionales a calificar a Colombia como “una nueva estrella emergente”. Hay que aprovechar ese cuarto de hora para adelantar las reformas que faltan y avanzar en la solución de los problemas que hoy nos impiden un desarrollo más acelerado.
La economía colombiana ha tenido profundas transformaciones en el presente siglo. Aun cuando persisten diversos y complejos problemas cuya solución es requisito indispensable para seguir avanzando en la senda del desarrollo, es importante valorar los cambios.
Al comenzar el siglo Colombia estaba ad portas de ser un “Estado fallido”. Como lo señaló el Presidente Santos, en un discurso en la ONU, “buena parte de nuestro territorio era ingobernable y vivíamos una guerra interna, con grupos terroristas que atemorizaban a los ciudadanos y los desplazaban de sus hogares. De un total de 1.100 alcaldes, cerca de 400 no podían despachar desde sus municipios por razones de seguridad”.
Adicionalmente, la crisis de finales del siglo pasado llevó el desempleo al 20.5% en el 2000, tasa sin precedentes en el país. Y la población viviendo con menos de US$2 diarios, pasó de 22.2% en 1996 a 32.7% en 2002.
Para completar, Colombia había perdido el grado de inversión en 1999; los inversionistas internacionales estaban en alerta por los potenciales problemas de sostenibilidad de la deuda pública bruta, que alcanzó una cota de 59% del PIB en 2002; y los flujos de inversión extranjera directa (IED) se redujeron, igual que la llegada de viajeros internacionales. Incluso dejamos de viajar por carretera, desanimados por las famosas “pescas milagrosas” de la guerrilla.
Hoy vemos el panorama con otra perspectiva. Entre 2001 y 2011 la tasa media de crecimiento de la economía fue del 4.2% anual, superando la observada en las décadas de los noventa (2.7%) y los ochenta del siglo pasado (3.6%). El resultado es notable si tenemos en cuenta que en el periodo sufrimos los impactos de la recesión de Estados Unidos en 2001 y de la crisis mundial en 2008-2009.
Desde luego, a ese resultado contribuyó de manera importante la dinámica de la economía mundial. No obstante, en 10 de los 11 años superamos el crecimiento del PIB global.
Un factor importante para el crecimiento fue el aumento de la inversión. Con la crisis de 1998-1999, ella había caído a los niveles más bajos en cincuenta años (14.5% del PIB); pero en el presente siglo, ha crecido al 10.4% anual promedio, hasta llegar al 27.1% del PIB, uno de los registros históricos más altos.
En el tema fiscal, el país espantó el fantasma de la insostenibilidad y se embarcó en reformas que permitieron la gradual reducción del déficit fiscal, al punto que entre 2005 y 2008 prácticamente se logró el equilibrio; además, la deuda pública bruta descendió al 43.4% del PIB. En esas condiciones el gobierno pudo implementar una política fiscal contracíclica en 2009 y 2010, para mitigar el impacto de la crisis mundial.
El marco normativo se fortaleció recientemente con la ley de regla fiscal, y los actos legislativos de sostenibilidad fiscal y reforma a las regalías. Esto permitirá un manejo prudente del boom minero energético y amortiguar los efectos de la potencial enfermedad holandesa.
En el manejo monetario son evidentes los beneficios de contar con una autoridad monetaria independiente. El país lleva más de una década con inflaciones de un dígito y la Junta Directiva del Banco de la República respondió a la crisis mundial con una rápida reducción de las tasas de interés y la expansión de la liquidez que permitió la adecuada provisión de crédito y contribuyó a la pronta reactivación de la demanda.
A la par con estos avances, el gobierno está implementando una activa política de internacionalización de la economía, orientada a la ampliación y diversificación de la oferta exportable y a la consecución del acceso preferencial permanente en los mercados de mayor interés; así se podrá aprovechar el potencial de crecimiento del comercio internacional.
Aun cuando las exportaciones son el segundo componente de la demanda con mayor dinámica después de la inversión, el país no ha aprovechado plenamente esa fuente de crecimiento; así lo evidencia su participación en el PIB que se mantiene alrededor del nivel registrado a finales de los ochenta.
El buen panorama de Colombia se complementa con la mejora en los indicadores de seguridad, la recuperación del grado de inversión, un sector financiero bien capitalizado y con alto coeficiente de solvencia, crecientes flujos de IED, y tendencias descendentes de la pobreza y las tasas de desempleo.
Colombia aprendió las lecciones de las décadas anteriores. Por eso tiene una nueva economía, menos vulnerable a los choques externos y con una red de TLC que, con un buen aprovechamiento, será un factor adicional de impulso al crecimiento sostenido de la economía.
Todos estos elementos llevaron a los analistas internacionales a calificar a Colombia como “una nueva estrella emergente”. Hay que aprovechar ese cuarto de hora para adelantar las reformas que faltan y avanzar en la solución de los problemas que hoy nos impiden un desarrollo más acelerado.
Crisis
Publicado por
Hernán Avendaño Cruz
en
15:09
Publicado en Ámbito Jurídico No. 350, del 23 del julio al 5 de agosto de 2012
Como todas las crisis, la actual de la Eurozona apareció silenciosamente. Se fue gestando solapadamente y sólo cuando adquirió grandes proporciones salió al escenario.
A finales de 2009 y comienzos de 2010 el mundo se solazaba con la rápida salida de la crisis mundial de 2008-2009 y abundaban las felicitaciones por el éxito de las políticas heterodoxas implementadas tanto en economías desarrolladas como subdesarrolladas. Se había derrotado al fantasma de la Gran Depresión de los años treinta, con sus largos años de estancamiento, desempleo y pobreza. Ahora se anhelaba un pronto retorno a las altas tasas de crecimiento del periodo 2003- 2007, la reducción de las tasas de desempleo y la recuperación del valor de los activos fijos.
Sólo quedaban algunos casos aparentemente aislados, como las dificultades de Grecia para recuperarse, por el pesado lastre de su déficit fiscal, que por entonces se atribuía a las políticas contracíclicas. Pronto se puso en evidencia que detrás de esa situación había un grave problema de las finanzas de la Eurozona.
El FMI en su World Economic Outlook de abril de 2010, consideraba que las economías desarrolladas debían fortalecer aún más el gasto público porque su ritmo de recuperación aún era débil; no obstante, hacía una anotación sobre Grecia y la posibilidad de generación de un problema de la deuda soberana si no se adoptaban las medidas de austeridad requeridas. De igual forma, en el Global Financial Stability Report del mismo mes, llamaba la atención sobre el riesgo de una crisis de deuda soberana y aconsejaba acelerar los planes de consolidación fiscal, esto es, la reducción de los déficits fiscales heredados de la reciente crisis mundial.
Más contundente fue el estratega de inversiones Kiril Sokoloff, durante su visita a Colombia hace dos años. En declaraciones a la revista Dinero señaló tajantemente: “los mercados de bonos soberanos se convertirán en la próxima burbuja especulativa del mundo”.
Lamentablemente esa predicción se cumplió; no solo Grecia, sino también Irlanda, España e Italia se han visto forzados a aceptar los programas de rescate de la unión monetaria y el FMI. La crisis de la deuda soberana se volvió real y generó una crisis financiera que acentuó los debates al interior de la Eurozona sobre las medidas a adoptar y está alimentando la incertidumbre sobre el futuro de la unión monetaria. Pero, lo más grave es que hoy estamos al borde de una nueva crisis mundial.
Hay un elemento común en las apreciaciones de economistas como Krugman, Stiglitz y De Grauwe y es que las instituciones europeas cuentan con las herramientas para conjurar la crisis, pero los desacuerdos entre los países miembros están aumentando su probabilidad de ocurrencia.
Otro aspecto en el que coinciden varios analistas es en la necesidad de aplicar políticas heterodoxas como las que se adoptaron durante la crisis de 2008-2009; pero quienes se oponen argumentan que no es posible una expansión fiscal cuando se ha deteriorado la credibilidad en la solvencia de los gobiernos.
Krugman (“The Great Abdication”) afirma que el mundo está a punto de repetir la historia de Austria en 1931; la quiebra de su sector financiero, que se hubiera podido evitar con el apoyo de países como Francia y Estados Unidos, generó un pánico financiero con impacto mundial. Europa cuenta con las instituciones y los gobiernos que podrían solucionar de una vez por todas la crisis financiera de España asumiendo mayores riesgos, en lugar de otorgar créditos al gobierno, para inyectar capital a los bancos mediante financiación; esto no hace más que crecer la deuda del gobierno e incrementar su problema de credibilidad.
Para De Grauwe (“As the Eurozone hangs on the precipice…”) la semilla de la crisis está en la propia creación del euro, pues es una moneda sin país. “El miedo y el pánico son ahora las fuerzas directrices de la Eurozona, con una división en dos bloques de países, uno de los cuales se caracteriza por austeridad y recesión y otro por su buen equilibrio con capacidad de endeudarse casi sin costo”. Esta situación no la reconocen ni el Banco Central Europeo (BCE) ni la Comisión Europea y por eso dictaminan una política única de austeridad.
La propuesta de este economista es una intervención activa del BCE para poner un límite máximo a los spreads de los bonos de mayor riesgo; presionar la reducción del déficit en los países con problemas, mientras aumenta el gasto en los que tienen superávit; y dar los pasos necesarios para constituir la unión fiscal como complemento imprescindible de la unión monetaria.
Como señala De Grauwe la estrategia de los líderes de la Eurozona parece ser “esperar y mirar”. La inminencia de una nueva crisis mundial debe ser el acicate para cambiarla por una en línea con lo que sugiere Krugman: “asumir mayores riesgos y actuar rápidamente”.
Como todas las crisis, la actual de la Eurozona apareció silenciosamente. Se fue gestando solapadamente y sólo cuando adquirió grandes proporciones salió al escenario.
A finales de 2009 y comienzos de 2010 el mundo se solazaba con la rápida salida de la crisis mundial de 2008-2009 y abundaban las felicitaciones por el éxito de las políticas heterodoxas implementadas tanto en economías desarrolladas como subdesarrolladas. Se había derrotado al fantasma de la Gran Depresión de los años treinta, con sus largos años de estancamiento, desempleo y pobreza. Ahora se anhelaba un pronto retorno a las altas tasas de crecimiento del periodo 2003- 2007, la reducción de las tasas de desempleo y la recuperación del valor de los activos fijos.
Sólo quedaban algunos casos aparentemente aislados, como las dificultades de Grecia para recuperarse, por el pesado lastre de su déficit fiscal, que por entonces se atribuía a las políticas contracíclicas. Pronto se puso en evidencia que detrás de esa situación había un grave problema de las finanzas de la Eurozona.
El FMI en su World Economic Outlook de abril de 2010, consideraba que las economías desarrolladas debían fortalecer aún más el gasto público porque su ritmo de recuperación aún era débil; no obstante, hacía una anotación sobre Grecia y la posibilidad de generación de un problema de la deuda soberana si no se adoptaban las medidas de austeridad requeridas. De igual forma, en el Global Financial Stability Report del mismo mes, llamaba la atención sobre el riesgo de una crisis de deuda soberana y aconsejaba acelerar los planes de consolidación fiscal, esto es, la reducción de los déficits fiscales heredados de la reciente crisis mundial.
Más contundente fue el estratega de inversiones Kiril Sokoloff, durante su visita a Colombia hace dos años. En declaraciones a la revista Dinero señaló tajantemente: “los mercados de bonos soberanos se convertirán en la próxima burbuja especulativa del mundo”.
Lamentablemente esa predicción se cumplió; no solo Grecia, sino también Irlanda, España e Italia se han visto forzados a aceptar los programas de rescate de la unión monetaria y el FMI. La crisis de la deuda soberana se volvió real y generó una crisis financiera que acentuó los debates al interior de la Eurozona sobre las medidas a adoptar y está alimentando la incertidumbre sobre el futuro de la unión monetaria. Pero, lo más grave es que hoy estamos al borde de una nueva crisis mundial.
Hay un elemento común en las apreciaciones de economistas como Krugman, Stiglitz y De Grauwe y es que las instituciones europeas cuentan con las herramientas para conjurar la crisis, pero los desacuerdos entre los países miembros están aumentando su probabilidad de ocurrencia.
Otro aspecto en el que coinciden varios analistas es en la necesidad de aplicar políticas heterodoxas como las que se adoptaron durante la crisis de 2008-2009; pero quienes se oponen argumentan que no es posible una expansión fiscal cuando se ha deteriorado la credibilidad en la solvencia de los gobiernos.
Krugman (“The Great Abdication”) afirma que el mundo está a punto de repetir la historia de Austria en 1931; la quiebra de su sector financiero, que se hubiera podido evitar con el apoyo de países como Francia y Estados Unidos, generó un pánico financiero con impacto mundial. Europa cuenta con las instituciones y los gobiernos que podrían solucionar de una vez por todas la crisis financiera de España asumiendo mayores riesgos, en lugar de otorgar créditos al gobierno, para inyectar capital a los bancos mediante financiación; esto no hace más que crecer la deuda del gobierno e incrementar su problema de credibilidad.
Para De Grauwe (“As the Eurozone hangs on the precipice…”) la semilla de la crisis está en la propia creación del euro, pues es una moneda sin país. “El miedo y el pánico son ahora las fuerzas directrices de la Eurozona, con una división en dos bloques de países, uno de los cuales se caracteriza por austeridad y recesión y otro por su buen equilibrio con capacidad de endeudarse casi sin costo”. Esta situación no la reconocen ni el Banco Central Europeo (BCE) ni la Comisión Europea y por eso dictaminan una política única de austeridad.
La propuesta de este economista es una intervención activa del BCE para poner un límite máximo a los spreads de los bonos de mayor riesgo; presionar la reducción del déficit en los países con problemas, mientras aumenta el gasto en los que tienen superávit; y dar los pasos necesarios para constituir la unión fiscal como complemento imprescindible de la unión monetaria.
Como señala De Grauwe la estrategia de los líderes de la Eurozona parece ser “esperar y mirar”. La inminencia de una nueva crisis mundial debe ser el acicate para cambiarla por una en línea con lo que sugiere Krugman: “asumir mayores riesgos y actuar rápidamente”.
Informalidad nefasta
Publicado por
Hernán Avendaño Cruz
en
14:46
Publicado en la edición de julio de la revista MisiónPyme
Según el Dane, la tasa de informalidad laboral en Colombia para enero–marzo de 2012 fue del 50.4%. La encuesta de informalidad empresarial no se volvió a publicar, pero el último resultado era de 39% medida por no llevar contabilidad y de 57% por no tener registro mercantil.
Esos niveles son muy altos y el país como un todo tiene que asumir el compromiso de combatirlos, pues son un lastre que genera impactos negativos sobre los trabajadores y sus familias, las propias empresas, el gobierno y, en general, toda la economía. Ahora analizamos el lastre y en la próxima columna las acciones del gobierno.
A los trabajadores informales los afecta porque sus remuneraciones son inestables y en muchos casos inferiores al salario mínimo; carecen de ahorro pensional y de prestaciones sociales; no tienen acceso a los servicios financieros y, por lo tanto, a la posibilidad de adquirir activos como la vivienda mediante crédito. Una de las consecuencias más graves es la reducción de opciones de educación a los niños, lo que tiende a perpetuar la situación de pobreza de estas familias.
Las empresas informales también encuentran difícil tener crédito, lo que las condena a las garras de los agiotistas que limitan su crecimiento; y no pueden participar en licitaciones públicas, ni beneficiarse de los programas gubernamentales de fomento a la modernización empresarial.
Pero también las empresas formales son afectadas, pues la competencia desleal de las informales les impide crecer. Por ejemplo, un almacén de confecciones difícilmente se expandirá y se proyectará como cadena, cuando al frente hay trabajadores informales con productos similares, en muchas ocasiones de contrabando o pirateados; además, los venden a precios inferiores porque ellos no pagan servicios ni prestaciones sociales, o son empresas que no tributan. Por si fuera poco, las formales son objeto de crecientes cargas tributarias, para compensar la elusión y evasión de la informalidad.
El gobierno sufre las consecuencias tanto en los ingresos como en los gastos. Los impuestos recaudados son menores, las pérdidas de las empresas de servicios públicos se incrementan y los gastos en subsidios de salud, educación, vivienda, servicios públicos y transporte aumentan más de lo que realmente sería necesario para atender a la población necesitada.
El balance es una asignación inadecuada de porciones significativas de los ingresos y los gastos públicos, que bien podrían ser utilizados en la provisión de bienes públicos, con mayor impacto en el bienestar de los más pobres y en el crecimiento de la economía.
Debemos considerar que en el régimen subsidiado de salud hay un alto porcentaje de población informal y que a futuro muchos de ellos ocasionarán más gastos en pensiones y en apoyos gubernamentales a la población adulta desprotegida. Esos son costos que asumimos todos los colombianos.
La economía en su conjunto también sufre las consecuencias por la menor provisión de bienes públicos, que mejoren la infraestructura o el capital humano o la movilidad, y por la baja productividad. Las estimaciones de McKinsey muestran que la productividad de la mano de obra informal es equivalente al 6% de la de un trabajador de Estados Unidos, lo que arrastra hacia abajo la de todo el país.
Todos estos elementos muestran que los costos de la informalidad la pagamos todos los colombianos. Y evidencian la importancia de las políticas del gobierno para combatirla.
Según el Dane, la tasa de informalidad laboral en Colombia para enero–marzo de 2012 fue del 50.4%. La encuesta de informalidad empresarial no se volvió a publicar, pero el último resultado era de 39% medida por no llevar contabilidad y de 57% por no tener registro mercantil.
Esos niveles son muy altos y el país como un todo tiene que asumir el compromiso de combatirlos, pues son un lastre que genera impactos negativos sobre los trabajadores y sus familias, las propias empresas, el gobierno y, en general, toda la economía. Ahora analizamos el lastre y en la próxima columna las acciones del gobierno.
A los trabajadores informales los afecta porque sus remuneraciones son inestables y en muchos casos inferiores al salario mínimo; carecen de ahorro pensional y de prestaciones sociales; no tienen acceso a los servicios financieros y, por lo tanto, a la posibilidad de adquirir activos como la vivienda mediante crédito. Una de las consecuencias más graves es la reducción de opciones de educación a los niños, lo que tiende a perpetuar la situación de pobreza de estas familias.
Las empresas informales también encuentran difícil tener crédito, lo que las condena a las garras de los agiotistas que limitan su crecimiento; y no pueden participar en licitaciones públicas, ni beneficiarse de los programas gubernamentales de fomento a la modernización empresarial.
Pero también las empresas formales son afectadas, pues la competencia desleal de las informales les impide crecer. Por ejemplo, un almacén de confecciones difícilmente se expandirá y se proyectará como cadena, cuando al frente hay trabajadores informales con productos similares, en muchas ocasiones de contrabando o pirateados; además, los venden a precios inferiores porque ellos no pagan servicios ni prestaciones sociales, o son empresas que no tributan. Por si fuera poco, las formales son objeto de crecientes cargas tributarias, para compensar la elusión y evasión de la informalidad.
El gobierno sufre las consecuencias tanto en los ingresos como en los gastos. Los impuestos recaudados son menores, las pérdidas de las empresas de servicios públicos se incrementan y los gastos en subsidios de salud, educación, vivienda, servicios públicos y transporte aumentan más de lo que realmente sería necesario para atender a la población necesitada.
El balance es una asignación inadecuada de porciones significativas de los ingresos y los gastos públicos, que bien podrían ser utilizados en la provisión de bienes públicos, con mayor impacto en el bienestar de los más pobres y en el crecimiento de la economía.
Debemos considerar que en el régimen subsidiado de salud hay un alto porcentaje de población informal y que a futuro muchos de ellos ocasionarán más gastos en pensiones y en apoyos gubernamentales a la población adulta desprotegida. Esos son costos que asumimos todos los colombianos.
La economía en su conjunto también sufre las consecuencias por la menor provisión de bienes públicos, que mejoren la infraestructura o el capital humano o la movilidad, y por la baja productividad. Las estimaciones de McKinsey muestran que la productividad de la mano de obra informal es equivalente al 6% de la de un trabajador de Estados Unidos, lo que arrastra hacia abajo la de todo el país.
Todos estos elementos muestran que los costos de la informalidad la pagamos todos los colombianos. Y evidencian la importancia de las políticas del gobierno para combatirla.
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