Publicado en Portafolio el martes 28 de agosto de 2012
El pasado 23 de agosto el programa “La botica”, de la emisora de la Universidad Nacional, fue dedicado a responder a las críticas que hice en Portafolio (“Propiedad intelectual y medicamentos”; 18 de julio) a los resultados de una investigación de los químicos farmacéuticos Julián López y Edna Sánchez; también participó el químico farmacéutico Miguel Cortés.
En esencia, afirmaron que la propiedad intelectual afecta los precios de los medicamentos mediante las patentes y la protección de datos de prueba, porque generan monopolios; insistieron en que el TLC con Estados Unidos aceptó las patentes de segundos usos; y Cortés se “sorprendió negativamente” porque en mi artículo de Portafolio califico de amañada su lectura del tratado.
Es conveniente recordar que las patentes nacieron para incentivar la innovación otorgando al innovador un “derecho de exclusividad” temporal; este le permite disponer de su invento como lo considere y la racionalidad económica indica que si lo comercializa tratará de maximizar sus ganancias aprovechando que no tiene competencia.
Por lo tanto, a nadie debería escandalizar que un innovador se lucre de su invención y no se le pueden limitar los ingresos a la recuperación de sus costos de investigación (no obstante, tampoco puede abusar de la exclusividad). Ese es un costo social implícito en el mecanismo de las patentes. El dilema es si se asume ese costo o el de no contar con la innovación.
Según el nobel de economía Douglass North, mientras el mundo no contó con derechos de propiedad, la innovación (y la humanidad) avanzó muy lentamente, por la facilidad que tenían de copiar los inventos quienes no asumían los riesgos y costos de la investigación: “Si la índole de la industria impide que el innovador privado obtenga una parte más grande de la tasa social de retorno, por medio del secreto, el monopolio o las patentes, el aumento de productividad de esa industria se va a producir a un ritmo mucho más lento que en las demás industrias donde las ganancias se pueden absorber”.
Además, las patentes acarrean otros efectos. El primero es la obligación del innovador de hacer públicos los conocimientos que fundamentan su invento; el impacto inmediato es, por lo tanto, el enriquecimiento científico de la sociedad y la posibilidad de nuevos desarrollos de la ciencia.
El segundo es el aumento del bienestar de la sociedad, lo que es evidente en el caso de los medicamentos. Si una economía tiene que pagar el alto precio de un producto innovador que cura una enfermedad causante de altas tasas de mortalidad, durante 10 o 12 años (que es la vida útil promedio de una patente de productos farmacéuticos) ¿estará dispuesta a asumirlos, sabiendo que terminada la vigencia de la patente ese costo bajará por el aumento de la competencia? ¿O preferirá no otorgar el derecho de exclusividad y seguir asumiendo los costos sociales de la alta mortalidad (medicamentos ineficaces, médicos, hospitales, ausencias laborales y pérdidas de capital humano)?
Con relación a la protección de datos de prueba, ella está contemplada en el artículo 39.3 de los ADPIC. Como señala Carlos Correa: “De acuerdo con lo estipulado por el Artículo 1.2 del Acuerdo ADPIC, la protección de los datos de prueba es una categoría de “propiedad intelectual” igual que las patentes, derecho de autor y las marcas”. En tal sentido, tiene efectos similares a los de las patentes en precios y en bienestar.
Ahora, ¿es irrespetuoso decir que hay una amañada lectura del TLC? En su documento para Ifarma el señor Cortés, haciendo referencia a los criterios de patentabilidad, afirma sobre el nivel inventivo:
“El artículo 16.9.1 ratifica lo contenido en ADPIC al expresar que cada parte “podrá” considerar esta expresión como sinónimo de “no evidente”. Por tanto, en principio no implica ningún cambio a los estándares actuales. Sin embargo, la homologación de los términos hacia el estándar norteamericano hace prever la adopción del término “no evidente” en la legislación colombiana y con ella la adopción de una interpretación similar a la contenida en la legislación de los Estados Unidos, con niveles de exigencia más relajados”.
Es decir, admite que el TLC no cambió nada en esta materia, pero luego hace su particular interpretación y “estima” que eso le costará a Colombia US$241 millones en 2020. En el programa radial repitió el mismo argumento, pero sin reconocer que el TLC mantiene los estándares, y de ahí saltó a afirmar que este “relajamiento” permite patentes de segundos usos. Digan los lectores y radioyentes si esta es una lectura “cuidadosa” del tratado como la que él recomendó en La botica.
Por último, esta es una crítica respetuosa para algunos investigadores, no para la Universidad Nacional, mi alma mater, a la que tengo mucho que agradecer y por la que profeso gran respeto.
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