Artículo publicado en Portafolio, el viernes 25 de mayo de 2018
Por múltiples razones el país debe emprender una lucha a muerte contra la informalidad. De ellas, considero tres prioritarias: el acceso a las pensiones, la productividad de la economía y la necesidad de enseñar a pescar.
Con relación a las pensiones, la sociedad como un todo debería vivir en permanente alarma, porque el 80% de las personas en edad de jubilación no puede acceder a ellas. Aun cuando Colombia registra notables avances en algunos indicadores sociales y persiste la cultura de solidaridad familiar, este hecho es un lunar enorme.
Paradójicamente, esos avances agravarán la situación. Menores tasas de natalidad, caída de las tasas de mortalidad y aumento de la esperanza de vida, nos pusieron en la senda del envejecimiento poblacional, hacen más compleja la sostenibilidad del sistema pensional de reparto y más oneroso el costo fiscal que toda la sociedad debe asumir, si la alta informalidad perpetúa los actuales niveles de cobertura.
Con relación a la productividad, Mckinsey calculó hace algún tiempo la productividad laboral relativa de la mano de obra informal del país y encontró que en promedio se necesitan 17 trabajadores informales de Colombia para producir lo de un trabajador de Estados Unidos.
La productividad de un trabajador del sector formal de Colombia es siete veces superior a la del informal. Esto evidencia la magnitud del impacto negativo que sufre la economía como consecuencia de las elevadas tasas de informalidad. Pese a que este índice ha descendido desde la reforma tributaria de 2012, que eliminó los parafiscales del Sena y del ICBF, su nivel se encuentra en el 62.9% para el total nacional en el primer trimestre de 2018.
Esta relación entre informalidad y productividad es fundamental para entender, entre otras cosas, por qué el país no logra diversificar las exportaciones, a pesar de los numerosos programas implementados en los últimos 50 años.
Por último, para combatir la informalidad es necesario aplicar el adagio de enseñar a pescar en lugar de regalar el pescado. Está muy bien que una economía en desarrollo tenga acceso universal a la salud, subsidiando el acceso del 50% de la población, brinde educación gratuita, regale viviendas o las subsidie, cuente con subsidios al consumo de servicios públicos, y tenga programas de alimentación para las personas menos favorecidas; pero esas acciones caritativas tienen un impacto negativo en la formalización.
Son conocidas las marrullas usadas para inscribirse en el Sisben y hacerse acreedores a diversos subsidios; de igual forma, muchos afiliados se niegan a contratarse en empleos formales por temor a perder esas dádivas.
Es lícito evaluar la política de subsidios como un éxito de la política social, porque ha contribuido a reducir la pobreza, pero también son evidentes los efectos no deseados que alimentan la informalidad y la pésima distribución del ingreso. Los indicadores de concentración del ingreso (Gini) de Colombia no solo están entre los peores del mundo, sino que se mantienen prácticamente iguales antes y después de la política de subsidios. La causa es conocida: problemas de focalización, subsidios regresivos en pensiones y educación y fuerte relación de dependencia porque la política carece de mecanismos de graduación para los beneficiarios de la generosidad del Estado.
Este es un gran reto para el nuevo presidente. Los candidatos tienen la palabra.
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