Publicado en la Revista Misión Pyme No. 94, diciembre 2016 - enero 2017
Los analistas señalan que el malestar de la clase media en Estados Unidos (EEUU) explica los sorprendentes resultados de la votación en la que fue elegido Donald Trump como presidente.
Arianna Huffington, desde 2010 llamó la atención sobre el notorio descontento de ese grupo en su libro Traición al sueño americano. Cómo los políticos han abandonado a la clase media. En él demuestra la pérdida de bienestar por recortes del gasto social en muchos estados, especialmente desde la crisis de 2008-2009.
Además, varios economistas, como Joseph Stiglitz, habían revelado la creciente concentración del ingreso. Señaló Stiglitz, en el libro El precio de la desigualdad (2012), que el uno por ciento de los más ricos es dueño de un tercio de la riqueza total de la economía de EEUU. “Mientras que al 1 por ciento más alto las cosas le iban fabulosamente, la mayoría de los estadounidenses en realidad estaba empobreciéndose”.
Ese empobrecimiento aumentó con la crisis; millones de familias perdieron sus viviendas y sus empleos y muchas se vieron precisadas a consumir su ahorro pensional.
En el mercado laboral se perdió la estabilidad del empleo y aumentó la población con desempleo de largo plazo, lo que, sugiere Huffington, repercutió en cambios en la percepción sobre la democracia en los grupos sociales afectados.
Para completar, la globalización indujo la relocalización o la quiebra de muchas industrias. Según Huffington, “en algunos casos, poblaciones enteras caen en una depresión permanente cuando desaparecen sus industrias principales”. Para ilustrarlo relata el caso de Mount Airy (Carolina del Norte), un pueblito de 9.500 habitantes en el que la industria textil y de confecciones generaba más de 3.000 empleos. Entre 1999 y 2010 las empresas quebraron y se perdieron esos trabajos; eran personas que no estaban preparadas para otro tipo de labores o, por la edad, era difícil su contratación o su capacitación para otras actividades.
El creciente descontento en el país se canalizó contra los migrantes, las élites que gobiernan el país y la globalización. Esta última se identifica claramente con la relocalización de empresas en países con mano de obra más barata, y con el aumento de productos importados que compiten o sustituyen la producción nacional.
Este fue el público al que Trump cautivó. De ahí que parte de sus promesas van contra la globalización: volver a traer las empresas que se fueron a otros países; renegociar el NAFTA o salirse de él; salirse del Acuerdo Transpacífico (TPP), que aún no ha sido ratificado; y reducir el enorme déficit comercial, que casi en un 50% es explicado por el comercio con China. En este último caso, Trump dijo expresamente: “Yo pondría impuestos a los productos que vienen de China... Y el impuesto debe ser del 45%” (New York Times, 7 de enero de 2016).
En el mundo hay temor por las consecuencias de implementar esas promesas contra la globalización. No obstante, la lógica da pocas posibilidades de aplicación, como lo muestra el caso con China.
En primer lugar, en el marco de la OMC imponer aranceles a solo un país miembro va contra el principio de Nación más Favorecida (NMF); no se puede discriminar a un país, pues este principio obliga a extender a todos los miembros de la OMC el mejor trato que ofrezca a uno de ellos.
En segundo lugar, es erróneo sancionar a China porque genera la mayor parte del déficit comercial de EEUU. La organización de la producción mundial en cadenas globales de valor volvió irrelevantes las mediciones tradicionales de comercio internacional, como la balanza comercial.
A manera de ejemplo, un estudio de la OMC calculó que la balanza comercial de EEUU en iPhones en 2007 fue deficitaria con el mundo en US$1.900 millones, resultado que fue totalmente explicado por China. Pero el comercio medido con la nueva metodología de la OMC y la OCDE basada en el valor agregado, encuentra que el déficit con China apenas llegó a US$73 millones, esto es, el 3.8% del total. En cambio, Japón explica el 36%, Alemania el 18%, Corea el 14% y el resto del mundo el 29%.
Esto evidencia que el uso de aranceles es obsoleto en la economía globalizada. En el mejor de los casos la consecuencia de un arancel del 45% solo a China, sería el aumento del precio de los iPhones a los consumidores de EEUU; en el peor, Apple quebraría, por la pérdida de competitividad frente a los fabricantes de otros países; otra opción sería el traslado del ensamble a terceros países, mejorando la balanza comercial con China, pero no la global.
En tercer lugar, la experiencia de la Gran Depresión demuestra que los obstáculos al comercio internacional generan reacciones en cadena. Con la Ley Smoot-Hawley, que aumentó los aranceles de EEUU, otros países del mundo incrementaron las barreras a las importaciones. El balance fue el deterioro del comercio mundial, con impactos negativos para todas las economías; ese mismo episodio se podría repetir en este hipotético caso.
Es claro que en la actual situación el primer país en reaccionar sería China, que podría imponer barreras a productos sensibles de las exportaciones de EEUU, como las agropecuarias y las de la industria automovilística.
En cuarto lugar, parte de las elevadas reservas internacionales de China están invertidas en bonos del tesoro de los EEUU. En agosto de 2016 su inversión ascendió a US$1.2 billones, que representan el 30% de las tenencias en manos de extranjeros. En un escenario hipotético en el que China resolviera salir rápidamente de sus bonos, propiciaría el desplome del dólar y nefastos efectos en los mercados financieros mundiales.
En síntesis, si el presidente Trump no quiere profundizar el estancamiento de las economías desarrolladas, ni ocasionar una guerra comercial en la que solo habría perdedores, tendrá que revisar sus planes de gobierno y aterrizarlos para reducir o eliminar los temores que hay en el mundo… Si no va contra
Economía a la Trump
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Trump versus globalización
Publicado en Portafolio el viernes 23 de diciembre de 2016
Diversas propuestas del nuevo presidente de los Estados Unidos generan temores por sus impactos en la economía mundial. En general se cree que la globalización no tiene reversa, lo que llevaría a concluir que Donald Trump tiene la batalla perdida.
Pero la historia muestra que la globalización sí tiene reversa; de igual forma evidencia los altos costos que acarrea. El Banco Mundial (Globalization, Growth, and Poverty) muestra que hubo un prolongado periodo de retroceso entre el comienzo de la primera guerra mundial y la terminación de la segunda.
Este episodio permite intuir lo que vendría para el mundo desde enero de 2017. Ante la fuerte contracción de la actividad económica por la Gran Depresión, el proteccionismo floreció; los gobernantes pensaron que, al imponer barreras a las importaciones, podían aumentar las exportaciones para crecer el PIB y el empleo. La ley Smoot-Hawley aumentó los aranceles de Estados Unidos, pero generó una cadena de retaliaciones a nivel global. Como consecuencia, las exportaciones mundiales cayeron del 8% del PIB en 1910, a 5% en 1950; este nivel era similar al registrado en 1870, año en el que comenzó la primera ola de globalización, según el Banco Mundial.
El freno a la globalización tuvo nefastas consecuencias. Según Angus Maddison “Entre 1913 y 1950 la economía mundial creció mucho más lentamente que entre 1870 y 1913, el comercio mundial creció mucho menos que el ingreso mundial, y el grado de desigualdad entre las regiones se incrementó sustancialmente”. Además, la pobreza, que había caído entre 1870 y 1914, volvió a crecer en el periodo de reversión “aproximadamente hasta donde había estado en el período entre 1820 y 1870” (Banco Mundial).
Trump propuso la imposición de un arancel del 45% a las importaciones desde China, otro del 35% a las importaciones de productos fabricados por las compañías estadounidenses que se sigan marchando, y la atracción hacia Estados Unidos de empresas que se fueron a otros países.
Todas esas propuestas chocan con la evolución que ha tenido el mundo desde la segunda posguerra: la fragmentación geográfica de los procesos de producción, el surgimiento de las cadenas globales de valor, la relocalización de empresas y la sustitución de los productos nacionales por los productos globales (“made in X país” por “made in the world”).
En ese contexto, obligar a empresas como Apple para que retornen a Estados Unidos, implicaría desarticular procesos productivos que están dispersos en siete países. Algunos casos de retorno voluntario (“reshoring”) han evidenciado las enormes dificultades que implica tal decisión; no encuentran mano de obra para labores en las que los estadounidenses ya no tienen habilidades o no están dispuestos a hacerlas; no hay fabricación local de las materias primas o de los bienes intermedios requeridos, lo que obliga a importarlos; los costos de la mano de obra son muy elevados con relación a los países a los que habían migrado. Por estas razones, no pueden ser competitivos.
Experiencias como la de Venezuela con Chávez, evidencian que la intransigencia de un mandatario puede forzar decisiones radicales, por irracionales que sean, y sin importar las graves consecuencias para su economía y su población. En el caso de Estados Unidos el desastre sería mayor y de alcance global. Trump ganaría la batalla, pero la perdería el mundo.
Diversas propuestas del nuevo presidente de los Estados Unidos generan temores por sus impactos en la economía mundial. En general se cree que la globalización no tiene reversa, lo que llevaría a concluir que Donald Trump tiene la batalla perdida.
Pero la historia muestra que la globalización sí tiene reversa; de igual forma evidencia los altos costos que acarrea. El Banco Mundial (Globalization, Growth, and Poverty) muestra que hubo un prolongado periodo de retroceso entre el comienzo de la primera guerra mundial y la terminación de la segunda.
Este episodio permite intuir lo que vendría para el mundo desde enero de 2017. Ante la fuerte contracción de la actividad económica por la Gran Depresión, el proteccionismo floreció; los gobernantes pensaron que, al imponer barreras a las importaciones, podían aumentar las exportaciones para crecer el PIB y el empleo. La ley Smoot-Hawley aumentó los aranceles de Estados Unidos, pero generó una cadena de retaliaciones a nivel global. Como consecuencia, las exportaciones mundiales cayeron del 8% del PIB en 1910, a 5% en 1950; este nivel era similar al registrado en 1870, año en el que comenzó la primera ola de globalización, según el Banco Mundial.
El freno a la globalización tuvo nefastas consecuencias. Según Angus Maddison “Entre 1913 y 1950 la economía mundial creció mucho más lentamente que entre 1870 y 1913, el comercio mundial creció mucho menos que el ingreso mundial, y el grado de desigualdad entre las regiones se incrementó sustancialmente”. Además, la pobreza, que había caído entre 1870 y 1914, volvió a crecer en el periodo de reversión “aproximadamente hasta donde había estado en el período entre 1820 y 1870” (Banco Mundial).
Trump propuso la imposición de un arancel del 45% a las importaciones desde China, otro del 35% a las importaciones de productos fabricados por las compañías estadounidenses que se sigan marchando, y la atracción hacia Estados Unidos de empresas que se fueron a otros países.
Todas esas propuestas chocan con la evolución que ha tenido el mundo desde la segunda posguerra: la fragmentación geográfica de los procesos de producción, el surgimiento de las cadenas globales de valor, la relocalización de empresas y la sustitución de los productos nacionales por los productos globales (“made in X país” por “made in the world”).
En ese contexto, obligar a empresas como Apple para que retornen a Estados Unidos, implicaría desarticular procesos productivos que están dispersos en siete países. Algunos casos de retorno voluntario (“reshoring”) han evidenciado las enormes dificultades que implica tal decisión; no encuentran mano de obra para labores en las que los estadounidenses ya no tienen habilidades o no están dispuestos a hacerlas; no hay fabricación local de las materias primas o de los bienes intermedios requeridos, lo que obliga a importarlos; los costos de la mano de obra son muy elevados con relación a los países a los que habían migrado. Por estas razones, no pueden ser competitivos.
Experiencias como la de Venezuela con Chávez, evidencian que la intransigencia de un mandatario puede forzar decisiones radicales, por irracionales que sean, y sin importar las graves consecuencias para su economía y su población. En el caso de Estados Unidos el desastre sería mayor y de alcance global. Trump ganaría la batalla, pero la perdería el mundo.
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¿Reforma tributaria estructural?
Publicado en Portafolio el viernes 18 de noviembre de 2016
La polarización se extendió a la reforma tributaria. Las valoraciones de algunos analistas lo ilustran: “está al nivel de los países con los más altos estándares”; “no va a cambiar nada de fondo porque no es estructural”; es “un conjunto de medidas desarticuladas”; “tributaria 2016 es la más técnica en 30 años”; “el Congreso debería rechazar esta propuesta”.
El uso del adjetivo “estructural”, que ahora es parte del debate, plantea un problema semántico complejo, porque no hay una definición académica ni de “reforma estructural” ni de “reforma tributaria estructural”.
Algunos comentaristas parecieran entender que “estructural” es sinónimo de revolución o de panacea. De ahí coligen que el proyecto no lo es, porque ni soluciona todos los problemas redistributivos, ni es totalmente progresivo y lo ven solo como una excusa para tapar el hueco fiscal.
Hecho curioso, por demás, es que entre los críticos del adjetivo “estructural” estén segmentos del empresariado. Lo es porque ese calificativo surgió del clamor gremial, que dio origen a la Comisión de Expertos.
Pero ni la Comisión ni el Gobierno denominaron “estructural” a la propuesta en elaboración. Prefirieron llamarla “integral”. Pero, tal vez, ante la insistencia de los gremios de la producción por una reforma tributaria “estructural”, el Ministerio de Hacienda y la Dian terminaron bautizándola con ese adjetivo.
Puesto que no hay una definición académica de “reforma tributaria estructural”, es conveniente analizar las aproximaciones al tema. Fritz Machlup, en su Semántica Económica, identificó, hace casi sesenta años, veinticinco significados distintos del concepto “estructura” en economía. De ellos, hay dos que pueden dar luces en la discusión actual: “La estructura de un agregado: su composición determinada y constante, es decir, que no puede cambiar fácilmente”. “Cambios estructurales: alteraciones permanentes, distintas de los cambios puramente temporarios y de las fluctuaciones cíclicas”.
En concordancia con esos significados, en algún momento, el Consejo Gremial Nacional planteó que la reforma tributaria debería ser estructural, en el sentido de que representara un cambio profundo en el estatuto tributario, que fuera estable en el tiempo y que lo hiciera menos complejo.
Ser estructural no significa cambiar todo de una vez, pero sí tener un norte definido; sin duda, la reforma avanza en la línea esperada. Entre las propuestas que se pueden considerar estructurales, se destacan: reducir la complejidad del impuesto de renta, eliminar impuestos anti-técnicos como el de riqueza (aunque vuelve permanente el gravamen a los movimientos financieros), reducir la tasa efectiva de tributación de las empresas para eliminar los sesgos anticompetitivos, aumentar la tributación de las personas al crear el gravamen a los dividendos, ampliar la base tributaria en un país en el que solo tributa una fracción muy pequeña de las empresas y las personas, y unificar y aumentar las tasas de impuesto de renta de las zonas francas, entre otras.
Por esto es vital un acuerdo para no modificar el componente estructural de la reforma tributaria, como lo planteó el empresario Antonio Celia. Pueden ser necesarios algunos ajustes, pero quienes los promueven deben considerar el balance general frente a los efectos de inequidad horizontal que perpetuarían con sus acciones; podrían ser el preámbulo a las reacciones de otros agentes, que bloquearían el objetivo de un estatuto tributario menos farragoso y menos oneroso para las propias empresas.
La polarización se extendió a la reforma tributaria. Las valoraciones de algunos analistas lo ilustran: “está al nivel de los países con los más altos estándares”; “no va a cambiar nada de fondo porque no es estructural”; es “un conjunto de medidas desarticuladas”; “tributaria 2016 es la más técnica en 30 años”; “el Congreso debería rechazar esta propuesta”.
El uso del adjetivo “estructural”, que ahora es parte del debate, plantea un problema semántico complejo, porque no hay una definición académica ni de “reforma estructural” ni de “reforma tributaria estructural”.
Algunos comentaristas parecieran entender que “estructural” es sinónimo de revolución o de panacea. De ahí coligen que el proyecto no lo es, porque ni soluciona todos los problemas redistributivos, ni es totalmente progresivo y lo ven solo como una excusa para tapar el hueco fiscal.
Hecho curioso, por demás, es que entre los críticos del adjetivo “estructural” estén segmentos del empresariado. Lo es porque ese calificativo surgió del clamor gremial, que dio origen a la Comisión de Expertos.
Pero ni la Comisión ni el Gobierno denominaron “estructural” a la propuesta en elaboración. Prefirieron llamarla “integral”. Pero, tal vez, ante la insistencia de los gremios de la producción por una reforma tributaria “estructural”, el Ministerio de Hacienda y la Dian terminaron bautizándola con ese adjetivo.
Puesto que no hay una definición académica de “reforma tributaria estructural”, es conveniente analizar las aproximaciones al tema. Fritz Machlup, en su Semántica Económica, identificó, hace casi sesenta años, veinticinco significados distintos del concepto “estructura” en economía. De ellos, hay dos que pueden dar luces en la discusión actual: “La estructura de un agregado: su composición determinada y constante, es decir, que no puede cambiar fácilmente”. “Cambios estructurales: alteraciones permanentes, distintas de los cambios puramente temporarios y de las fluctuaciones cíclicas”.
En concordancia con esos significados, en algún momento, el Consejo Gremial Nacional planteó que la reforma tributaria debería ser estructural, en el sentido de que representara un cambio profundo en el estatuto tributario, que fuera estable en el tiempo y que lo hiciera menos complejo.
Ser estructural no significa cambiar todo de una vez, pero sí tener un norte definido; sin duda, la reforma avanza en la línea esperada. Entre las propuestas que se pueden considerar estructurales, se destacan: reducir la complejidad del impuesto de renta, eliminar impuestos anti-técnicos como el de riqueza (aunque vuelve permanente el gravamen a los movimientos financieros), reducir la tasa efectiva de tributación de las empresas para eliminar los sesgos anticompetitivos, aumentar la tributación de las personas al crear el gravamen a los dividendos, ampliar la base tributaria en un país en el que solo tributa una fracción muy pequeña de las empresas y las personas, y unificar y aumentar las tasas de impuesto de renta de las zonas francas, entre otras.
Por esto es vital un acuerdo para no modificar el componente estructural de la reforma tributaria, como lo planteó el empresario Antonio Celia. Pueden ser necesarios algunos ajustes, pero quienes los promueven deben considerar el balance general frente a los efectos de inequidad horizontal que perpetuarían con sus acciones; podrían ser el preámbulo a las reacciones de otros agentes, que bloquearían el objetivo de un estatuto tributario menos farragoso y menos oneroso para las propias empresas.
Multitasking y productividad
Publicado en la Revista MisiónPyme No. 93, octubre - noviembre de 2016
Un creciente número de economistas se plantea interrogantes sobre el impacto de la revolución tecnológica de las últimas décadas en la productividad. En general se esperaba un notable incremento, pero no ha ocurrido.
Diversas interpretaciones al fenómeno han surgido. Algunos mencionan el problema de la contabilidad nacional que no captura el abaratamiento o incluso el costo nulo que tiene para los usuarios el acceso a las nuevas tecnologías, como ocurre en el caso de las comunicaciones. Otros formulan la hipótesis del rezago que se da entre las innovaciones y el impacto en la productividad; lo ilustran con el ejemplo de la introducción de los automóviles y la tecnología del vapor, que tardaron varias décadas en reflejar su impacto en las mediciones de productividad.
Puede haber una explicación complementaria que se mueve lejos de los ámbitos de la academia económica, y se encuentra en el mundo académico de la sicología. Se trata del “multitasking”. El siquiatra Edward Hallowell lo definió como “la actividad mítica en la que las personas creen que pueden realizar dos o más tareas al mismo tiempo”.
Su relación con la productividad surge cuando en el trabajo se utilizan computadores, tabletas y celulares, mezclados con diferentes actividades, creyendo que aumentan la eficiencia, cuando en realidad pueden reducirla. Entre esas actividades están “chatear” durante las reuniones, revisar correos mientras se asiste a una conferencia, participar en las redes sociales a la vez que se elabora un informe técnico, navegar en internet mientras se atiende la llamada de un cliente, etc.
Todo nace de un mito alrededor del multitasking. Se pensó hace algunas décadas que las nuevas tecnologías permitían el desarrollo de habilidades del ser humano, hasta ahora ocultas. Pero ya hace un tiempo que los sicólogos reaccionaron y, con base en numerosos experimentos, demostraron que el cerebro humano está diseñado para realizar una sola tarea a la vez.
Por lo tanto, es imposible hacer varias labores simultáneamente, salvo que una de ellas no exija una actividad intelectual compleja; por ejemplo, caminar y hablar por teléfono, o conducir el automóvil y escuchar música. En los casos que demandan un esfuerzo intelectual no hay simultaneidad, sino una secuencia de cambios de actividad; se suspende temporalmente la redacción de un informe técnico para atender la llamada de un cliente o responder un correo electrónico. Señalan los expertos que esas interrupciones reducen la productividad, por el tiempo necesario para volver a concentrarse en la tarea que fue suspendida.
Un análisis publicado en Harvard Business Review (“The Multitasking Paradox”), detectó, mediante un programa especial, el uso que hacen del tiempo en el computador los trabajadores que cambian poco su foco de trabajo y aquellos que lo cambian con frecuencia (no incluyeron el uso de celular). Los resultados muestran que alrededor del 85% de la jornada laboral del primer trabajador fue trabajo productivo, en tanto que la del segundo apenas alcanzó un 33%.
Esos resultados comprueban el enunciado de la American Psychological Association (APA): “Hacer más de una tarea a la vez, sobre todo más de una tarea compleja, tiene un costo en la productividad” (“Multitasking: Switching costs”).
Christine Rosen comenta que “un estudio realizado por investigadores de la Universidad de California en Irvine monitoreó las interrupciones entre los trabajadores de oficina; se encontró que gastaron en promedio veinticinco minutos para recuperarse de interrupciones tales como llamadas telefónicas o responder correo electrónico y volver a su tarea original”.
Jonathan Spira y Joshua Feintuch estiman que, con una pérdida del 28% de la jornada diaria por interrupciones, las pérdidas en productividad para una empresa de 10 mil trabajadores ascenderían a US$400 millones anuales. Calculan que para Estados Unidos las pérdidas en 2005 habrían ascendido a US$588 mil millones.
Los efectos también se observan en actividades diferentes a las laborales. Se ha comprobado que la combinación inadecuada de tecnología y educación reduce la calidad de la formación académica en las universidades que son permisivas con esas prácticas. Mediante experimentos se evidenció que los estudiantes a los que se les restringe el uso del computador en clase tienen mejor rendimiento que los que no tienen restricción; en ese y en otros estudios se fundamentan algunas propuestas para prohibir su uso en clases en Estados Unidos. Otros estudios han comprobado que el multitasking genera más cansancio, aumenta el estrés, ocasiona accidentes de tránsito e incluso puede afectar la capacidad cognoscitiva.
Hoy vemos que la tendencia al multitasking invadió los sitios de trabajo, las reuniones de amigos, los entornos académicos, los restaurantes y los espacios familiares. En general, en esos ambientes es creciente el aislamiento relativo entre personas que físicamente comparten el mismo espacio.
Al parecer, la tecnología le está jugando una mala pasada a la humanidad. Presuntamente su desarrollo aumentaría la productividad y liberaría tiempo para el ocio. Hoy, todos estamos más ocupados que nunca; no tenemos tiempo disponible porque siempre hay tareas atrasadas. Incluso, lo normal es que los trabajadores tiendan a alargar sus jornadas laborales para proyectar la imagen de lo atareados y comprometidos que están con la empresa. Para colmo de males, en las entrevistas laborales los aspirantes destacan su capacidad para el multitasking, como si fuera un atributo positivo.
¿Significa lo anterior que se debe rechazar la tecnología? Evidentemente, no. Pero sí hay que reeducar a los trabajadores, a los estudiantes, a los conductores y, en general a todos los usuarios sobre su adecuado uso. El paso inicial para las empresas es medir la eficiencia del multitasking y acudir a la creciente literatura que sugiere alternativas para reducir sus nocivos efectos.
Un creciente número de economistas se plantea interrogantes sobre el impacto de la revolución tecnológica de las últimas décadas en la productividad. En general se esperaba un notable incremento, pero no ha ocurrido.
Diversas interpretaciones al fenómeno han surgido. Algunos mencionan el problema de la contabilidad nacional que no captura el abaratamiento o incluso el costo nulo que tiene para los usuarios el acceso a las nuevas tecnologías, como ocurre en el caso de las comunicaciones. Otros formulan la hipótesis del rezago que se da entre las innovaciones y el impacto en la productividad; lo ilustran con el ejemplo de la introducción de los automóviles y la tecnología del vapor, que tardaron varias décadas en reflejar su impacto en las mediciones de productividad.
Puede haber una explicación complementaria que se mueve lejos de los ámbitos de la academia económica, y se encuentra en el mundo académico de la sicología. Se trata del “multitasking”. El siquiatra Edward Hallowell lo definió como “la actividad mítica en la que las personas creen que pueden realizar dos o más tareas al mismo tiempo”.
Su relación con la productividad surge cuando en el trabajo se utilizan computadores, tabletas y celulares, mezclados con diferentes actividades, creyendo que aumentan la eficiencia, cuando en realidad pueden reducirla. Entre esas actividades están “chatear” durante las reuniones, revisar correos mientras se asiste a una conferencia, participar en las redes sociales a la vez que se elabora un informe técnico, navegar en internet mientras se atiende la llamada de un cliente, etc.
Todo nace de un mito alrededor del multitasking. Se pensó hace algunas décadas que las nuevas tecnologías permitían el desarrollo de habilidades del ser humano, hasta ahora ocultas. Pero ya hace un tiempo que los sicólogos reaccionaron y, con base en numerosos experimentos, demostraron que el cerebro humano está diseñado para realizar una sola tarea a la vez.
Por lo tanto, es imposible hacer varias labores simultáneamente, salvo que una de ellas no exija una actividad intelectual compleja; por ejemplo, caminar y hablar por teléfono, o conducir el automóvil y escuchar música. En los casos que demandan un esfuerzo intelectual no hay simultaneidad, sino una secuencia de cambios de actividad; se suspende temporalmente la redacción de un informe técnico para atender la llamada de un cliente o responder un correo electrónico. Señalan los expertos que esas interrupciones reducen la productividad, por el tiempo necesario para volver a concentrarse en la tarea que fue suspendida.
Un análisis publicado en Harvard Business Review (“The Multitasking Paradox”), detectó, mediante un programa especial, el uso que hacen del tiempo en el computador los trabajadores que cambian poco su foco de trabajo y aquellos que lo cambian con frecuencia (no incluyeron el uso de celular). Los resultados muestran que alrededor del 85% de la jornada laboral del primer trabajador fue trabajo productivo, en tanto que la del segundo apenas alcanzó un 33%.
Esos resultados comprueban el enunciado de la American Psychological Association (APA): “Hacer más de una tarea a la vez, sobre todo más de una tarea compleja, tiene un costo en la productividad” (“Multitasking: Switching costs”).
Christine Rosen comenta que “un estudio realizado por investigadores de la Universidad de California en Irvine monitoreó las interrupciones entre los trabajadores de oficina; se encontró que gastaron en promedio veinticinco minutos para recuperarse de interrupciones tales como llamadas telefónicas o responder correo electrónico y volver a su tarea original”.
Jonathan Spira y Joshua Feintuch estiman que, con una pérdida del 28% de la jornada diaria por interrupciones, las pérdidas en productividad para una empresa de 10 mil trabajadores ascenderían a US$400 millones anuales. Calculan que para Estados Unidos las pérdidas en 2005 habrían ascendido a US$588 mil millones.
Los efectos también se observan en actividades diferentes a las laborales. Se ha comprobado que la combinación inadecuada de tecnología y educación reduce la calidad de la formación académica en las universidades que son permisivas con esas prácticas. Mediante experimentos se evidenció que los estudiantes a los que se les restringe el uso del computador en clase tienen mejor rendimiento que los que no tienen restricción; en ese y en otros estudios se fundamentan algunas propuestas para prohibir su uso en clases en Estados Unidos. Otros estudios han comprobado que el multitasking genera más cansancio, aumenta el estrés, ocasiona accidentes de tránsito e incluso puede afectar la capacidad cognoscitiva.
Hoy vemos que la tendencia al multitasking invadió los sitios de trabajo, las reuniones de amigos, los entornos académicos, los restaurantes y los espacios familiares. En general, en esos ambientes es creciente el aislamiento relativo entre personas que físicamente comparten el mismo espacio.
Al parecer, la tecnología le está jugando una mala pasada a la humanidad. Presuntamente su desarrollo aumentaría la productividad y liberaría tiempo para el ocio. Hoy, todos estamos más ocupados que nunca; no tenemos tiempo disponible porque siempre hay tareas atrasadas. Incluso, lo normal es que los trabajadores tiendan a alargar sus jornadas laborales para proyectar la imagen de lo atareados y comprometidos que están con la empresa. Para colmo de males, en las entrevistas laborales los aspirantes destacan su capacidad para el multitasking, como si fuera un atributo positivo.
¿Significa lo anterior que se debe rechazar la tecnología? Evidentemente, no. Pero sí hay que reeducar a los trabajadores, a los estudiantes, a los conductores y, en general a todos los usuarios sobre su adecuado uso. El paso inicial para las empresas es medir la eficiencia del multitasking y acudir a la creciente literatura que sugiere alternativas para reducir sus nocivos efectos.
Colombia frente a la globalización
Publicado en la Revista de Fasecolda, No. 164
En el periodo 1976-2016 numerosas economías en desarrollo iniciaron el desmonte del modelo de sustitución de importaciones, caracterizado por el uso intensivo de políticas proteccionistas. Desde la década del setenta adoptaron aperturas unilaterales como aproximaciones al libre comercio, camino por el que las economías desarrolladas y algunas en desarrollo venían avanzando desde finales de los años cuarenta con la creación del Acuerdo General sobre Aranceles y Comercio (GATT).
Adicionalmente, la aceleración de la globalización y el surgimiento de las cadenas globales de valor, fortalecieron los procesos de integración económica por la vía de los acuerdos comerciales regionales; con la creación de la Organización Mundial de Comercio (OMC), en 1994, se aceleró el número de acuerdos negociados.
En Colombia comenzaron a soplar débilmente los vientos de cambio desde finales de los años sesenta, cuando se formuló un programa de promoción de exportaciones; fue una respuesta a los problemas de estrangulamiento externo originados en la alta concentración en productos primarios, especialmente café. A mediados de los años setenta se inició un largo y lento camino de liberalización financiera. De igual forma, se emprendió un proceso gradual de reducción de aranceles, finalmente concretado en la apertura unilateral de comienzos de los noventa.
Transcurridas varias décadas, surgen interrogantes sobre la efectividad de esas decisiones en la integración de Colombia a la economía globalizada, la diversificación del comercio y la integración de los empresarios a la nueva organización mundial de la producción. Las respuestas se pueden colegir de la evolución de diversas variables.
• El indicador de apertura económica, medido por la suma de exportaciones e importaciones de bienes y servicios como porcentaje del PIB, revela la forma de relacionarse con la economía global. El coeficiente era del 31% en 1976 y subió al 39% en 2015, con un aumento del 26% entre los dos años. En el mismo periodo el promedio mundial y el de América Latina superaron el nuestro y crecieron 70% y 72% (gráfico 1).
• Según Garay (1998, p. 30): “El arancel nominal promedio pasó del 36% en 1974 al 29.4% en 1979 y 29.3% en 1981, para luego revertir la tendencia y ascender al 47.2% en 1984”. La apertura unilateral del gobierno Gaviria redujo el arancel del 27.0% que registraba en 1990 al 11.8% en 1992. En los años siguientes, se mantuvo alrededor de ese valor hasta la reforma de 2010, cuando bajó a 8.3%. Actualmente está en 6.4% por un diferimiento arancelario temporal para los bienes de capital y materias primas no producidas.
Aun así, según Schwab (2015), con ese arancel Colombia ocupa el puesto 83 entre 140 países. La misma fuente indica que el país se ubicó 109 en la prevalencia de barreras no arancelarias, 135 en el coeficiente de importaciones a PIB y 132 en el de exportaciones a PIB.
• La participación de Colombia en las exportaciones mundiales, que era en 1976 de 0.19%, apenas llegó al 0.22% en 2015. Aun cuando se observó un repunte con el reciente auge de bienes básicos, que elevó la participación hasta el 0.32% en 2012, ella volvió a declinar tan pronto como cayeron los precios internacionales.
• La concentración de las exportaciones se mantiene con escasa modificación. En 1978 los 10 primeros productos representaban el 79.6% del total exportado; en 2014 fueron el 77.6%; no obstante, en unos pocos años el indicador descendió a niveles del 56 o 57% (gráfico 2).
• La composición por intensidad tecnológica también registra pocas variaciones. Los productos primarios y los recursos naturales eran el 84.9% de las exportaciones en 1978 y en 2014 fueron el 81.3%. Los de alta tecnología pasaron del 0.6 al 1.6% en el mismo periodo (gráfico 3).
• Con relación a las cadenas globales de valor, Trujillo, Álvarez y Rodríguez (2014), del Ministerio de Comercio, Industria y Turismo, concluyen que no solo “Colombia muestra un bajo nivel de inserción”, sino que lo viene reduciendo desde 2007.
Un análisis de la Unctad (2013; p. 134) encontró que, entre las 25 principales economías emergentes exportadoras, Colombia ocupó el último lugar por la integración de sus exportaciones en las cadenas globales de valor.
De estos indicadores se tendería a concluir que el modelo de liberalización económica no ha dado los resultados que teóricamente se esperan. La realidad puede ser otra. Stiglitz (2016) señala que en su libro El malestar de la globalización el principal mensaje “fue que el problema no era la globalización, sino cómo se gestionaba el proceso de la misma”.
De forma similar, se puede afirmar que en Colombia se han adoptado medidas en la misma dirección en que se mueve la economía globalizada, pero diversos problemas impiden alcanzar plenamente los resultados esperados. Podrían señalarse al menos tres factores que contribuyen a ese balance.
El primero es la falta de continuidad de las políticas, por cambios en la coyuntura económica. Lo ilustra la bonanza cafetera de finales de los setenta, que frenó las tímidas políticas de liberalización financiera y comercial que se venían implementando. Igualmente, la reciente bonanza de precios internacionales de los productos básicos, bloqueó los avances en la diversificación de exportaciones; la percepción de que el auge sería permanente, impidió la adopción de medidas para evitar el fenómeno de enfermedad holandesa y la pérdida de competitividad de las exportaciones no minero-energéticas.
El segundo es la demora en la toma de decisiones estratégicas. Así lo evidencia el atraso en la infraestructura, el bajo desarrollo de medios de transporte masivo como los metros, la persistencia de los problemas de derechos de propiedad en el sector agropecuario y el limitado aprovechamiento de los esquemas de regionalismo abierto. En este último aspecto, aun cuando el artículo 227 de la Constitución contiene un mandato hacia la integración económica, solo desde 2002 se empezó a desarrollar con la negociación de los TLC.
El tercero es la inercia del proteccionismo; es muy difícil frenarla y su reacción a las políticas de modernización termina neutralizando los efectos buscados. Hommes (2009), destacó un caso en los siguientes términos: “aún después de la Apertura de los años noventa, la protección de los productos industriales de consumo y de los del sector agropecuario es excesiva, como lo es la protección efectiva de esos sectores. La CAN fue el vehículo que utilizaron los proteccionistas colombianos y los de la región andina para echar para atrás parte de lo que se había alcanzado con la Apertura al final del siglo XX”.
En síntesis, las decisiones de Colombia no se reflejan en una adecuada inserción en la economía globalizada, pues el mundo se está moviendo a un ritmo más rápido. Es necesario poner el acelerador en temas como la vinculación empresarial a las cadenas globales de valor, porque ellas son parte esencial de la nueva organización mundial de la producción. De igual forma, urge diversificar la estructura productiva y la canasta exportadora para aprovechar el acceso preferencial permanente que brindan los TLC vigentes.
En este contexto son grandes las expectativas que genera la nueva política de desarrollo productivo, recién anunciada por el Gobierno. Para que ella marque una diferencia real con otras propuestas en el pasado, resulta vital asegurar la continuidad de la política y diseñar los cortafuegos que bloqueen las esperadas reacciones proteccionistas.
Bibliografía
Garay, L. J. (1998). Colombia: Estructura industrial e internacionalización 1967-1996. Departamento Nacional de Planeación y Colciencias.
Hommes, R. (30 de octubre de 2009). “Política, comercio y geopolítica”. El Tiempo.
Stiglitz. J. (5 de agosto de 2016). “La globalización y sus nuevos malestares”. Project Syndicate.
Trujillo, E.; Álvarez, M. y Rodríguez, M. (2014). “Inserción de Colombia en las cadenas globales de valor”. Ministerio de Comercio, Industria y Turismo. Febrero.
Unctad (2013). World Investment Report 2013. Global Value Chains: Investment and Trade for Development. United Nations, New York and Geneva.
Schwab, K. (2015). Global Competitiveness Report 2015-2016. World Economic Forum. Geneva.
En el periodo 1976-2016 numerosas economías en desarrollo iniciaron el desmonte del modelo de sustitución de importaciones, caracterizado por el uso intensivo de políticas proteccionistas. Desde la década del setenta adoptaron aperturas unilaterales como aproximaciones al libre comercio, camino por el que las economías desarrolladas y algunas en desarrollo venían avanzando desde finales de los años cuarenta con la creación del Acuerdo General sobre Aranceles y Comercio (GATT).
Adicionalmente, la aceleración de la globalización y el surgimiento de las cadenas globales de valor, fortalecieron los procesos de integración económica por la vía de los acuerdos comerciales regionales; con la creación de la Organización Mundial de Comercio (OMC), en 1994, se aceleró el número de acuerdos negociados.
En Colombia comenzaron a soplar débilmente los vientos de cambio desde finales de los años sesenta, cuando se formuló un programa de promoción de exportaciones; fue una respuesta a los problemas de estrangulamiento externo originados en la alta concentración en productos primarios, especialmente café. A mediados de los años setenta se inició un largo y lento camino de liberalización financiera. De igual forma, se emprendió un proceso gradual de reducción de aranceles, finalmente concretado en la apertura unilateral de comienzos de los noventa.
Transcurridas varias décadas, surgen interrogantes sobre la efectividad de esas decisiones en la integración de Colombia a la economía globalizada, la diversificación del comercio y la integración de los empresarios a la nueva organización mundial de la producción. Las respuestas se pueden colegir de la evolución de diversas variables.
• El indicador de apertura económica, medido por la suma de exportaciones e importaciones de bienes y servicios como porcentaje del PIB, revela la forma de relacionarse con la economía global. El coeficiente era del 31% en 1976 y subió al 39% en 2015, con un aumento del 26% entre los dos años. En el mismo periodo el promedio mundial y el de América Latina superaron el nuestro y crecieron 70% y 72% (gráfico 1).
• Según Garay (1998, p. 30): “El arancel nominal promedio pasó del 36% en 1974 al 29.4% en 1979 y 29.3% en 1981, para luego revertir la tendencia y ascender al 47.2% en 1984”. La apertura unilateral del gobierno Gaviria redujo el arancel del 27.0% que registraba en 1990 al 11.8% en 1992. En los años siguientes, se mantuvo alrededor de ese valor hasta la reforma de 2010, cuando bajó a 8.3%. Actualmente está en 6.4% por un diferimiento arancelario temporal para los bienes de capital y materias primas no producidas.
Aun así, según Schwab (2015), con ese arancel Colombia ocupa el puesto 83 entre 140 países. La misma fuente indica que el país se ubicó 109 en la prevalencia de barreras no arancelarias, 135 en el coeficiente de importaciones a PIB y 132 en el de exportaciones a PIB.
• La participación de Colombia en las exportaciones mundiales, que era en 1976 de 0.19%, apenas llegó al 0.22% en 2015. Aun cuando se observó un repunte con el reciente auge de bienes básicos, que elevó la participación hasta el 0.32% en 2012, ella volvió a declinar tan pronto como cayeron los precios internacionales.
• La concentración de las exportaciones se mantiene con escasa modificación. En 1978 los 10 primeros productos representaban el 79.6% del total exportado; en 2014 fueron el 77.6%; no obstante, en unos pocos años el indicador descendió a niveles del 56 o 57% (gráfico 2).
• La composición por intensidad tecnológica también registra pocas variaciones. Los productos primarios y los recursos naturales eran el 84.9% de las exportaciones en 1978 y en 2014 fueron el 81.3%. Los de alta tecnología pasaron del 0.6 al 1.6% en el mismo periodo (gráfico 3).
• Con relación a las cadenas globales de valor, Trujillo, Álvarez y Rodríguez (2014), del Ministerio de Comercio, Industria y Turismo, concluyen que no solo “Colombia muestra un bajo nivel de inserción”, sino que lo viene reduciendo desde 2007.
Un análisis de la Unctad (2013; p. 134) encontró que, entre las 25 principales economías emergentes exportadoras, Colombia ocupó el último lugar por la integración de sus exportaciones en las cadenas globales de valor.
De estos indicadores se tendería a concluir que el modelo de liberalización económica no ha dado los resultados que teóricamente se esperan. La realidad puede ser otra. Stiglitz (2016) señala que en su libro El malestar de la globalización el principal mensaje “fue que el problema no era la globalización, sino cómo se gestionaba el proceso de la misma”.
De forma similar, se puede afirmar que en Colombia se han adoptado medidas en la misma dirección en que se mueve la economía globalizada, pero diversos problemas impiden alcanzar plenamente los resultados esperados. Podrían señalarse al menos tres factores que contribuyen a ese balance.
El primero es la falta de continuidad de las políticas, por cambios en la coyuntura económica. Lo ilustra la bonanza cafetera de finales de los setenta, que frenó las tímidas políticas de liberalización financiera y comercial que se venían implementando. Igualmente, la reciente bonanza de precios internacionales de los productos básicos, bloqueó los avances en la diversificación de exportaciones; la percepción de que el auge sería permanente, impidió la adopción de medidas para evitar el fenómeno de enfermedad holandesa y la pérdida de competitividad de las exportaciones no minero-energéticas.
El segundo es la demora en la toma de decisiones estratégicas. Así lo evidencia el atraso en la infraestructura, el bajo desarrollo de medios de transporte masivo como los metros, la persistencia de los problemas de derechos de propiedad en el sector agropecuario y el limitado aprovechamiento de los esquemas de regionalismo abierto. En este último aspecto, aun cuando el artículo 227 de la Constitución contiene un mandato hacia la integración económica, solo desde 2002 se empezó a desarrollar con la negociación de los TLC.
El tercero es la inercia del proteccionismo; es muy difícil frenarla y su reacción a las políticas de modernización termina neutralizando los efectos buscados. Hommes (2009), destacó un caso en los siguientes términos: “aún después de la Apertura de los años noventa, la protección de los productos industriales de consumo y de los del sector agropecuario es excesiva, como lo es la protección efectiva de esos sectores. La CAN fue el vehículo que utilizaron los proteccionistas colombianos y los de la región andina para echar para atrás parte de lo que se había alcanzado con la Apertura al final del siglo XX”.
En síntesis, las decisiones de Colombia no se reflejan en una adecuada inserción en la economía globalizada, pues el mundo se está moviendo a un ritmo más rápido. Es necesario poner el acelerador en temas como la vinculación empresarial a las cadenas globales de valor, porque ellas son parte esencial de la nueva organización mundial de la producción. De igual forma, urge diversificar la estructura productiva y la canasta exportadora para aprovechar el acceso preferencial permanente que brindan los TLC vigentes.
En este contexto son grandes las expectativas que genera la nueva política de desarrollo productivo, recién anunciada por el Gobierno. Para que ella marque una diferencia real con otras propuestas en el pasado, resulta vital asegurar la continuidad de la política y diseñar los cortafuegos que bloqueen las esperadas reacciones proteccionistas.
Bibliografía
Garay, L. J. (1998). Colombia: Estructura industrial e internacionalización 1967-1996. Departamento Nacional de Planeación y Colciencias.
Hommes, R. (30 de octubre de 2009). “Política, comercio y geopolítica”. El Tiempo.
Stiglitz. J. (5 de agosto de 2016). “La globalización y sus nuevos malestares”. Project Syndicate.
Trujillo, E.; Álvarez, M. y Rodríguez, M. (2014). “Inserción de Colombia en las cadenas globales de valor”. Ministerio de Comercio, Industria y Turismo. Febrero.
Unctad (2013). World Investment Report 2013. Global Value Chains: Investment and Trade for Development. United Nations, New York and Geneva.
Schwab, K. (2015). Global Competitiveness Report 2015-2016. World Economic Forum. Geneva.
Criticar, criticar, criticar
Publicado en Portafolio el 14 de octubre de 2016
Hace unos años, siendo funcionario público, fui conferencista en un foro sobre los TLC. El antagonista fue un connotado representante del Polo Democrático que, desde la cómoda posición de los críticos, aseguraba que esas negociaciones eran un desastre. En el debate le pregunté: Si a ustedes no les gusta nada de lo que el gobierno está haciendo en política comercial ¿cuáles son sus propuestas concretas y qué harían si estuvieran gobernando? Su respuesta fue desconcertante: “¿Y es que ustedes están esperando a que les hagamos la tarea?”
Varios hechos recientes traen a mi mente ese episodio: el Brexit, el plebiscito sobre los acuerdos de paz y el nobel de paz.
En el Brexit, con base parcial en argumentos mentirosos, ganó la posición que obliga al gobierno británico a tramitar la salida de la Unión Europea. Pero al día siguiente, los líderes del movimiento ganador desaparecieron del escenario. Con los días se develaron los planteamientos falsos y, lo que es más grave, el desconocimiento de los impactos que tal decisión acarrearía para el país. Por ejemplo, el Reino Unido quedará sin acuerdos comerciales, al punto que posiblemente tendrá que negociar su ingreso a la Organización Mundial de Comercio.
En el plebiscito colombiano (nuestro Brexit), ganó el No. Los ganadores dieron mensajes cruzados, pues mientras unos líderes asumieron un aíre triunfalista, otros dijeron que el resultado no debía entenderse como un triunfo. Unánimemente señalaron que es el Gobierno quien tiene que renegociar los acuerdos (ellos no van a hacerle la tarea), pero no tenían un documento con las propuestas concretas para renegociar; por eso, en varias de las declaraciones públicas iniciales se encuentra una gran coincidencia entre lo que piden y lo que está negociado.
Las explosivas declaraciones de un líder de campaña del No, mostraron que parte de los argumentos para cautivar votantes fueron mentiras o buscaban generar indignación. Lo curioso es que el país apenas se sobresaltó, no se armó el gran debate que cabía esperar y algunos adujeron que los del Sí también dijeron mentiras. Los argumentos mentirosos no son novedad en la política, como lo ilustran el Brexit y la campaña presidencial de los Estados Unidos.
Un artículo en The Economist enuncia: “Los políticos siempre han mentido”; también afirma: “Sentimientos, no hechos, es lo que importa en este tipo de campañas”. Entre tanto, los ciudadanos seguiremos inermes y manipulados por esas conductas.
El escándalo quedó acallado cuando se anunció que el nobel de paz fue otorgado al presidente Santos. Entonces, al lado de las felicitaciones de los principales líderes del mundo y del país, surgieron las críticas, que se pueden resumir en la expresión de un twittero: “Santos ganó el nobel, pero perdió la paz”.
Estos críticos no se enteraron que lo están premiando “por sus decididos esfuerzos” para lograr la paz y no por haberla alcanzado. Deberían atender a Óscar Arias, expresidente de Costa Rica, quien declaró que en el momento en que le otorgaron el premio no se había conseguido la paz en Centroamérica, pero que esa distinción fue un factor decisivo para avanzar hacia los acuerdos finales.
En Macondo solo nos falta un movimiento de críticos que enarbole las banderas de un divertido meme: Hay que renegociar el premio nobel de paz.
Hace unos años, siendo funcionario público, fui conferencista en un foro sobre los TLC. El antagonista fue un connotado representante del Polo Democrático que, desde la cómoda posición de los críticos, aseguraba que esas negociaciones eran un desastre. En el debate le pregunté: Si a ustedes no les gusta nada de lo que el gobierno está haciendo en política comercial ¿cuáles son sus propuestas concretas y qué harían si estuvieran gobernando? Su respuesta fue desconcertante: “¿Y es que ustedes están esperando a que les hagamos la tarea?”
Varios hechos recientes traen a mi mente ese episodio: el Brexit, el plebiscito sobre los acuerdos de paz y el nobel de paz.
En el Brexit, con base parcial en argumentos mentirosos, ganó la posición que obliga al gobierno británico a tramitar la salida de la Unión Europea. Pero al día siguiente, los líderes del movimiento ganador desaparecieron del escenario. Con los días se develaron los planteamientos falsos y, lo que es más grave, el desconocimiento de los impactos que tal decisión acarrearía para el país. Por ejemplo, el Reino Unido quedará sin acuerdos comerciales, al punto que posiblemente tendrá que negociar su ingreso a la Organización Mundial de Comercio.
En el plebiscito colombiano (nuestro Brexit), ganó el No. Los ganadores dieron mensajes cruzados, pues mientras unos líderes asumieron un aíre triunfalista, otros dijeron que el resultado no debía entenderse como un triunfo. Unánimemente señalaron que es el Gobierno quien tiene que renegociar los acuerdos (ellos no van a hacerle la tarea), pero no tenían un documento con las propuestas concretas para renegociar; por eso, en varias de las declaraciones públicas iniciales se encuentra una gran coincidencia entre lo que piden y lo que está negociado.
Las explosivas declaraciones de un líder de campaña del No, mostraron que parte de los argumentos para cautivar votantes fueron mentiras o buscaban generar indignación. Lo curioso es que el país apenas se sobresaltó, no se armó el gran debate que cabía esperar y algunos adujeron que los del Sí también dijeron mentiras. Los argumentos mentirosos no son novedad en la política, como lo ilustran el Brexit y la campaña presidencial de los Estados Unidos.
Un artículo en The Economist enuncia: “Los políticos siempre han mentido”; también afirma: “Sentimientos, no hechos, es lo que importa en este tipo de campañas”. Entre tanto, los ciudadanos seguiremos inermes y manipulados por esas conductas.
El escándalo quedó acallado cuando se anunció que el nobel de paz fue otorgado al presidente Santos. Entonces, al lado de las felicitaciones de los principales líderes del mundo y del país, surgieron las críticas, que se pueden resumir en la expresión de un twittero: “Santos ganó el nobel, pero perdió la paz”.
Estos críticos no se enteraron que lo están premiando “por sus decididos esfuerzos” para lograr la paz y no por haberla alcanzado. Deberían atender a Óscar Arias, expresidente de Costa Rica, quien declaró que en el momento en que le otorgaron el premio no se había conseguido la paz en Centroamérica, pero que esa distinción fue un factor decisivo para avanzar hacia los acuerdos finales.
En Macondo solo nos falta un movimiento de críticos que enarbole las banderas de un divertido meme: Hay que renegociar el premio nobel de paz.
Economía mundial: Una nueva revolución
Publicado en la Revista de Fasecolda No. 164.
En los últimos 40 años el mundo registró numerosos acontecimientos económicos, políticos y sociales, que repercutieron en profundas transformaciones (ver cuadro). Aquí se destacan algunos de los que más han contribuido a los cambios en el periodo 1975-2016.
* A comienzos de los setenta dos terremotos económicos sacudieron la economía mundial y marcaron su evolución hasta hoy: la quiebra del patrón oro y los choques petroleros.
En 1971 se suspendió la convertibilidad del dólar en oro, lo que significó el abandonó del sistema de tasas de cambio fijas que rigió desde los acuerdos de Bretton Woods de 1944; comenzó así la era de las tasas de cambio flotantes.
Los choques petroleros de 1973-1974 y 1979-1980 ocasionaron recesiones en el mundo desarrollado en 1975 y 1981. En el largo plazo, repercutieron en el desarrollo de automóviles compactos con menor consumo de combustible y la destinación de ingentes recursos a la búsqueda de fuentes alternativas de energía (nuclear, biocombustibles, eólica, etc.). Otra consecuencia fue el impulso a nuevas técnicas de producción de combustibles fósiles, que hoy explican la caída de los precios del petróleo, la creciente debilidad de la OPEP y el surgimiento de Estados Unidos como nueva potencia petrolera.
* Los desarrollos tecnológicos en diversos campos repercutieron en un incremento del comercio internacional y de los flujos de capitales, dando comienzo, hacia 1980, a la tercera ola de globalización (World Bank, 2002; p. 31). Los avances en telecomunicaciones, la revolución de la computación y el internet y la reducción de los costos de transporte transformaron la forma de hacer negocios en el mundo.
A manera de ejemplo, se cita el costo de una llamada telefónica de tres minutos entre Nueva York y Londres, que ascendía en 1931 a US$293 (en dólares de 1991) y cayó a cerca de US$1 en 2001 y a unos pocos centavos hoy en día (World Bank, 2009; p. 180).
Otro ejemplo es el de los computadores: “En 1965, la primera minicomputadora comercialmente exitosa, cuyo precio ajustado por inflación ascendía a US$135.470, era capaz de realizar cómputos básicos, tales como sumar y multiplicar… Hoy, un teléfono inteligente posee una capacidad 3 millones de veces mayor y cuesta menos de US$600” (Kose y Ozturk, 2014; p. 7).
* Estos cambios contribuyeron a la fragmentación geográfica de los procesos de producción (offshoring y outsourcing) y al desarrollo de cadenas globales de valor como nueva forma de organización de la producción mundial. Ahora, los productos nacionales (“made in Colombia”, por ejemplo) tienden a desaparecer, para ser sustituidos por los productos hechos en el mundo (“made in the world”).
Además, el comercio internacional se concentró en bienes y servicios intermedios y las estadísticas tradicionales de la balanza comercial perdieron relevancia, por lo que serán sustituidas por las nuevas cuentas de valor agregado (Ver Unctad, 2013; p. 122-ss y WTO y IDE-JETRO, 2011; p. 103-ss).
* Paralelo a estos cambios, se fortaleció la tendencia a reducir las barreras al comercio internacional, lo que se plasmó en la creación de la OMC para sustituir el GATT y en la proliferación de acuerdos comerciales. Mientras que en 1975 había alrededor de 30 acuerdos regionales vigentes, la cifra ascendió a 419 en 2016.
Estos acuerdos facilitan a los empresarios de los países que los firman la inserción en las cadenas globales de valor y, además, evitan el desplazamiento en los mercados de destino por parte de competidores con acceso preferencial permanente.
* Otro acontecimiento fue el fracaso de los regímenes comunistas. En 1989 cayó el emblemático muro de Berlín y comenzó el final de la guerra fría. Posteriormente se desmanteló la Unión Soviética y se escindieron otras economías de la antigua “cortina de hierro”, como Yugoslavia y Checoslovaquia. El título del famoso libro de Francis Fukuyama, “El fin de la historia”, resumió el efecto de este proceso, que fue interpretado como el fin de la lucha de las ideologías con el triunfo de la democracia liberal.
Según Amartya Sen, “el Muro de Berlín no sólo simbolizaba que había gente que no podía salir de Alemania del Este, sino que era además una manera de impedir que nos formáramos una visión global de nuestro futuro. Mientras estaba ahí el Muro de Berlín no podíamos reflexionar sobre el mundo desde un punto de vista global. No podíamos pensar en él como un todo” (citado en Friedman, 2006; p. 60).
* Las economías en desarrollo (el Sur), adquirieron un peso destacado en el concierto mundial. Según De la Torre (2015; p. 3-ss), la participación del Sur en el PIB mundial se incrementó del 20% en los años setenta al 40% en 2012. De igual forma, pasó de representar el 24% al 51% del comercio global en el mismo periodo. Por último, en la inversión extranjera su peso relativo aumentó del 18% a más del 50%.
Adicionalmente, el Sur fue un motor del crecimiento en el entorno de estancamiento que siguió a la crisis mundial de 2008-2009: “Durante la última década, generaron más del 70% del crecimiento mundial, mientras que la participación de las economías avanzadas cayó a alrededor del 17%” (Kose y Ozturk, 2014; p. 8).
Pero, ese crecimiento está concentrado en un reducido grupo de economías, especialmente asiáticas, con China a la cabeza. En el caso de las exportaciones mundiales de manufacturas en el periodo 2000-2012, solo China aumentó en 10 puntos su participación, mientras que las siguientes 20 economías del Sur lo hicieron en ocho puntos; y otros países, como Malasia, México y Filipinas, perdieron participación. En el caso de América Latina, su participación en las exportaciones de bienes primarios aumentó, pero la perdió en manufacturas.
* A pesar de estos notables hechos, son múltiples los problemas que sigue enfrentando el mundo y que afectarán su desenvolvimiento en las próximas décadas: cambio climático, contaminación, concentración del ingreso, envejecimiento de la población, crisis financieras más frecuentes.
Las diferencias entre los países desarrollados y los más atrasados se siguen ampliando. En 1975 en PIB per cápita promedio a precios de paridad de las cinco primeras economías desarrolladas era 33 veces superior al del promedio de las cinco más pobres; en 2014 esa relación era 72.
Paul Collier (2010) denominó el “Club de la Miseria” a un conjunto de países que se rezagó y vive en condiciones peores a las de la edad media: “…Su realidad es la del siglo XIV: guerras civiles, epidemias, ignorancia”.
El mundo cambió en los últimos 40 años y lo seguirá haciendo con celeridad. Los grandes retos para el siglo XXI consisten en lograr una convivencia más amigable con el planeta y paliar la situación de más de mil millones de personas que, en opinión de Collier, ya se quedaron definitivamente del bus del desarrollo.
Bibliografía
Collier, Paul (2010). El club de la miseria. Qué falla en los países más pobres del mundo. Random House Mondadori. Bogotá.
De la Torre, Augusto; Didier, Tatiana; Ize, Alain; Lederman, Daniel y Schmukler, Sergio (2015). América Latina y el ascenso del Sur: Nuevas prioridades en un mundo cambiante. Banco Mundial, Washington, D.C.
Friedman, Thomas (2006). La tierra es plana. Breve historia del mundo globalizado del siglo XXI. Ediciones Martínez Roca, Madrid.
Kose, A. y Ozturk, E. (2014). “Un mundo de cambios. Balance del último medio siglo”. Finanzas y Desarrollo, Vol. 51, No. 3, septiembre.
Unctad (2013). World Investment Report 2013. Global Value Chains: Investment and Trade for Development. United Nations, New York and Geneva.
World Bank (2002). Globalization, Growth, and Poverty. Building an Inclusive World Economy. World Bank and Oxford University Press, Washington.
World Bank (2009). World Development Report 2009. Reshaping Economic Geography. Washington.
WTO & IDE-JETRO (2011). Trade Patterns and Global Value Chains in East Asia: From Trade in Goods to Trade in Tasks. World Trade Organization, Geneva.
En los últimos 40 años el mundo registró numerosos acontecimientos económicos, políticos y sociales, que repercutieron en profundas transformaciones (ver cuadro). Aquí se destacan algunos de los que más han contribuido a los cambios en el periodo 1975-2016.
* A comienzos de los setenta dos terremotos económicos sacudieron la economía mundial y marcaron su evolución hasta hoy: la quiebra del patrón oro y los choques petroleros.
En 1971 se suspendió la convertibilidad del dólar en oro, lo que significó el abandonó del sistema de tasas de cambio fijas que rigió desde los acuerdos de Bretton Woods de 1944; comenzó así la era de las tasas de cambio flotantes.
Los choques petroleros de 1973-1974 y 1979-1980 ocasionaron recesiones en el mundo desarrollado en 1975 y 1981. En el largo plazo, repercutieron en el desarrollo de automóviles compactos con menor consumo de combustible y la destinación de ingentes recursos a la búsqueda de fuentes alternativas de energía (nuclear, biocombustibles, eólica, etc.). Otra consecuencia fue el impulso a nuevas técnicas de producción de combustibles fósiles, que hoy explican la caída de los precios del petróleo, la creciente debilidad de la OPEP y el surgimiento de Estados Unidos como nueva potencia petrolera.
* Los desarrollos tecnológicos en diversos campos repercutieron en un incremento del comercio internacional y de los flujos de capitales, dando comienzo, hacia 1980, a la tercera ola de globalización (World Bank, 2002; p. 31). Los avances en telecomunicaciones, la revolución de la computación y el internet y la reducción de los costos de transporte transformaron la forma de hacer negocios en el mundo.
A manera de ejemplo, se cita el costo de una llamada telefónica de tres minutos entre Nueva York y Londres, que ascendía en 1931 a US$293 (en dólares de 1991) y cayó a cerca de US$1 en 2001 y a unos pocos centavos hoy en día (World Bank, 2009; p. 180).
Otro ejemplo es el de los computadores: “En 1965, la primera minicomputadora comercialmente exitosa, cuyo precio ajustado por inflación ascendía a US$135.470, era capaz de realizar cómputos básicos, tales como sumar y multiplicar… Hoy, un teléfono inteligente posee una capacidad 3 millones de veces mayor y cuesta menos de US$600” (Kose y Ozturk, 2014; p. 7).
* Estos cambios contribuyeron a la fragmentación geográfica de los procesos de producción (offshoring y outsourcing) y al desarrollo de cadenas globales de valor como nueva forma de organización de la producción mundial. Ahora, los productos nacionales (“made in Colombia”, por ejemplo) tienden a desaparecer, para ser sustituidos por los productos hechos en el mundo (“made in the world”).
Además, el comercio internacional se concentró en bienes y servicios intermedios y las estadísticas tradicionales de la balanza comercial perdieron relevancia, por lo que serán sustituidas por las nuevas cuentas de valor agregado (Ver Unctad, 2013; p. 122-ss y WTO y IDE-JETRO, 2011; p. 103-ss).
* Paralelo a estos cambios, se fortaleció la tendencia a reducir las barreras al comercio internacional, lo que se plasmó en la creación de la OMC para sustituir el GATT y en la proliferación de acuerdos comerciales. Mientras que en 1975 había alrededor de 30 acuerdos regionales vigentes, la cifra ascendió a 419 en 2016.
Estos acuerdos facilitan a los empresarios de los países que los firman la inserción en las cadenas globales de valor y, además, evitan el desplazamiento en los mercados de destino por parte de competidores con acceso preferencial permanente.
* Otro acontecimiento fue el fracaso de los regímenes comunistas. En 1989 cayó el emblemático muro de Berlín y comenzó el final de la guerra fría. Posteriormente se desmanteló la Unión Soviética y se escindieron otras economías de la antigua “cortina de hierro”, como Yugoslavia y Checoslovaquia. El título del famoso libro de Francis Fukuyama, “El fin de la historia”, resumió el efecto de este proceso, que fue interpretado como el fin de la lucha de las ideologías con el triunfo de la democracia liberal.
Según Amartya Sen, “el Muro de Berlín no sólo simbolizaba que había gente que no podía salir de Alemania del Este, sino que era además una manera de impedir que nos formáramos una visión global de nuestro futuro. Mientras estaba ahí el Muro de Berlín no podíamos reflexionar sobre el mundo desde un punto de vista global. No podíamos pensar en él como un todo” (citado en Friedman, 2006; p. 60).
* Las economías en desarrollo (el Sur), adquirieron un peso destacado en el concierto mundial. Según De la Torre (2015; p. 3-ss), la participación del Sur en el PIB mundial se incrementó del 20% en los años setenta al 40% en 2012. De igual forma, pasó de representar el 24% al 51% del comercio global en el mismo periodo. Por último, en la inversión extranjera su peso relativo aumentó del 18% a más del 50%.
Adicionalmente, el Sur fue un motor del crecimiento en el entorno de estancamiento que siguió a la crisis mundial de 2008-2009: “Durante la última década, generaron más del 70% del crecimiento mundial, mientras que la participación de las economías avanzadas cayó a alrededor del 17%” (Kose y Ozturk, 2014; p. 8).
Pero, ese crecimiento está concentrado en un reducido grupo de economías, especialmente asiáticas, con China a la cabeza. En el caso de las exportaciones mundiales de manufacturas en el periodo 2000-2012, solo China aumentó en 10 puntos su participación, mientras que las siguientes 20 economías del Sur lo hicieron en ocho puntos; y otros países, como Malasia, México y Filipinas, perdieron participación. En el caso de América Latina, su participación en las exportaciones de bienes primarios aumentó, pero la perdió en manufacturas.
* A pesar de estos notables hechos, son múltiples los problemas que sigue enfrentando el mundo y que afectarán su desenvolvimiento en las próximas décadas: cambio climático, contaminación, concentración del ingreso, envejecimiento de la población, crisis financieras más frecuentes.
Las diferencias entre los países desarrollados y los más atrasados se siguen ampliando. En 1975 en PIB per cápita promedio a precios de paridad de las cinco primeras economías desarrolladas era 33 veces superior al del promedio de las cinco más pobres; en 2014 esa relación era 72.
Paul Collier (2010) denominó el “Club de la Miseria” a un conjunto de países que se rezagó y vive en condiciones peores a las de la edad media: “…Su realidad es la del siglo XIV: guerras civiles, epidemias, ignorancia”.
El mundo cambió en los últimos 40 años y lo seguirá haciendo con celeridad. Los grandes retos para el siglo XXI consisten en lograr una convivencia más amigable con el planeta y paliar la situación de más de mil millones de personas que, en opinión de Collier, ya se quedaron definitivamente del bus del desarrollo.
Bibliografía
Collier, Paul (2010). El club de la miseria. Qué falla en los países más pobres del mundo. Random House Mondadori. Bogotá.
De la Torre, Augusto; Didier, Tatiana; Ize, Alain; Lederman, Daniel y Schmukler, Sergio (2015). América Latina y el ascenso del Sur: Nuevas prioridades en un mundo cambiante. Banco Mundial, Washington, D.C.
Friedman, Thomas (2006). La tierra es plana. Breve historia del mundo globalizado del siglo XXI. Ediciones Martínez Roca, Madrid.
Kose, A. y Ozturk, E. (2014). “Un mundo de cambios. Balance del último medio siglo”. Finanzas y Desarrollo, Vol. 51, No. 3, septiembre.
Unctad (2013). World Investment Report 2013. Global Value Chains: Investment and Trade for Development. United Nations, New York and Geneva.
World Bank (2002). Globalization, Growth, and Poverty. Building an Inclusive World Economy. World Bank and Oxford University Press, Washington.
World Bank (2009). World Development Report 2009. Reshaping Economic Geography. Washington.
WTO & IDE-JETRO (2011). Trade Patterns and Global Value Chains in East Asia: From Trade in Goods to Trade in Tasks. World Trade Organization, Geneva.
El dilema: ¿Privilegios o tributación?
Publicado en Portafolio el día 23 de septiembre de 2016
Tan arraigada está en Colombia la costumbre de tramitar reformas tributarias fiscalistas, que todos los sectores de la actividad económica, e incluso diversas instituciones al interior del mismo Gobierno, ya tienen elaborados los argumentos para limitar los alcances de las propuestas que puedan tocar en algo sus intereses.
Basta ver las reacciones desde algunos ministerios por el recorte del presupuesto para 2017. O las declaraciones de diferentes sectores ante las posibilidades de ampliar la base y aumentar la tarifa del IVA. Pronto manifestarán a la opinión pública (y especialmente a los congresistas a cuyas campañas aportaron) los apocalípticos argumentos de siempre: si tocan sus privilegios, pondrán en riesgo su actividad productiva y el empleo de miles de personas.
Es hora de cambiar esa mentalidad. El país necesita tramitar una reforma estructural con el principal objetivo de modernizar el estatuto tributario del país y acercarlo a las buenas prácticas internacionales. Es crucial tener en la mira el planteamiento de Luis Alberto Moreno, presidente del BID: “debemos encarar con rigor y decisión la reforma de nuestros actuales sistemas tributarios para que se conviertan en auténticos instrumentos de crecimiento y desarrollo inclusivo”.
Debe perseguir la reforma tributaria varias metas. La primera es bajar las elevadas tasas de tributación efectiva de las empresas y aumentar la de las personas naturales.
La segunda es sustituir los ingresos de la renta petrolera y, a la vez, aprender de la lección reciente; se deben crear los mecanismos para evitar la financiación de gastos permanentes con ingresos temporales, como los impuestos transitorios y las bonanzas de productos básicos.
La tercera es mejorar la eficiencia de la administración de los impuestos y luchar frontalmente contra la evasión y la elusión. Diversos cálculos muestran que los recaudos que se pierden por estos conceptos equivalen a varias reformas tributarias de las que se han cursado en los últimos años.
La cuarta, recuperar la capacidad de la política fiscal como instrumento efectivo de redistribución. El coeficiente de Gini de Colombia queda prácticamente inalterado antes y después de la política tributaria, mientras que en las economías desarrolladas se reduce sustancialmente.
El Gobierno y todos aquellos agentes de la sociedad civil interesados en mejorar la calidad de las finanzas públicas deben estar alerta a neutralizar la proliferación de cabildeos por parte de los intereses privados que querrán evitar el desmonte de sus privilegios, o “incentivos”, como eufemísticamente prefieren llamarlo los puristas.
Cada sector debe hacer un balance entre los beneficios de bajar su tasa de impuesto de renta del 43% al 30% o 35% y los costos de “perder” una exención o un subsidio específico. Hay que contrastar las ventajas de menores tasas impositivas en la competitividad y la ampliación de mercados, con los problemas de equidad horizontal que plantean los privilegios tributarios para unos pocos.
Si en esta ocasión el país no logra modernizar el estatuto tributario y la guerra del lobby se impone, repetiremos la historia de tantas reformas tributarias: el Gobierno habrá solucionado su problema de ingresos por unos pocos años, los dueños de los privilegios los mantendrán o los aumentarán, la tributación será más enmarañada que antes y el impacto tributario negativo sobre la competitividad se perpetuará. ¿Qué le conviene más a Colombia?
Tan arraigada está en Colombia la costumbre de tramitar reformas tributarias fiscalistas, que todos los sectores de la actividad económica, e incluso diversas instituciones al interior del mismo Gobierno, ya tienen elaborados los argumentos para limitar los alcances de las propuestas que puedan tocar en algo sus intereses.
Basta ver las reacciones desde algunos ministerios por el recorte del presupuesto para 2017. O las declaraciones de diferentes sectores ante las posibilidades de ampliar la base y aumentar la tarifa del IVA. Pronto manifestarán a la opinión pública (y especialmente a los congresistas a cuyas campañas aportaron) los apocalípticos argumentos de siempre: si tocan sus privilegios, pondrán en riesgo su actividad productiva y el empleo de miles de personas.
Es hora de cambiar esa mentalidad. El país necesita tramitar una reforma estructural con el principal objetivo de modernizar el estatuto tributario del país y acercarlo a las buenas prácticas internacionales. Es crucial tener en la mira el planteamiento de Luis Alberto Moreno, presidente del BID: “debemos encarar con rigor y decisión la reforma de nuestros actuales sistemas tributarios para que se conviertan en auténticos instrumentos de crecimiento y desarrollo inclusivo”.
Debe perseguir la reforma tributaria varias metas. La primera es bajar las elevadas tasas de tributación efectiva de las empresas y aumentar la de las personas naturales.
La segunda es sustituir los ingresos de la renta petrolera y, a la vez, aprender de la lección reciente; se deben crear los mecanismos para evitar la financiación de gastos permanentes con ingresos temporales, como los impuestos transitorios y las bonanzas de productos básicos.
La tercera es mejorar la eficiencia de la administración de los impuestos y luchar frontalmente contra la evasión y la elusión. Diversos cálculos muestran que los recaudos que se pierden por estos conceptos equivalen a varias reformas tributarias de las que se han cursado en los últimos años.
La cuarta, recuperar la capacidad de la política fiscal como instrumento efectivo de redistribución. El coeficiente de Gini de Colombia queda prácticamente inalterado antes y después de la política tributaria, mientras que en las economías desarrolladas se reduce sustancialmente.
El Gobierno y todos aquellos agentes de la sociedad civil interesados en mejorar la calidad de las finanzas públicas deben estar alerta a neutralizar la proliferación de cabildeos por parte de los intereses privados que querrán evitar el desmonte de sus privilegios, o “incentivos”, como eufemísticamente prefieren llamarlo los puristas.
Cada sector debe hacer un balance entre los beneficios de bajar su tasa de impuesto de renta del 43% al 30% o 35% y los costos de “perder” una exención o un subsidio específico. Hay que contrastar las ventajas de menores tasas impositivas en la competitividad y la ampliación de mercados, con los problemas de equidad horizontal que plantean los privilegios tributarios para unos pocos.
Si en esta ocasión el país no logra modernizar el estatuto tributario y la guerra del lobby se impone, repetiremos la historia de tantas reformas tributarias: el Gobierno habrá solucionado su problema de ingresos por unos pocos años, los dueños de los privilegios los mantendrán o los aumentarán, la tributación será más enmarañada que antes y el impacto tributario negativo sobre la competitividad se perpetuará. ¿Qué le conviene más a Colombia?
Financiación con vacíos
Publicado en la revista Misión Pyme, No. 92, septiembre 2016
Cuando se mira hacia atrás se puede concluir que el mercado de capitales colombiano ha tenido notables avances: se creó un mercado de deuda pública, hay grandes inversionistas institucionales como los fondos de pensiones y las aseguradoras, se fusionaron las tres bolsas de valores, la supervisión avanzó notablemente y se creó la Superintendencia Financiera, para cumplir las funciones que antes se fragmentaban en la Superintendencia Bancaria y la Superintendencia de Valores.
Aun así, el mercado adolece de grandes fallas, que son más evidentes cuando se comparan en el plano internacional. Basta ver algunos pocos indicadores.
El número de empresas listadas en la Bolsa de Colombia en 2005 era de 107, pero en 2015 se redujo a 74, lo que representa una variación negativa del 30.8%. Por contraste, la bolsa de Brasil aumentó en 1.7% el número, la de Lima en 16.2% y la de Santiago de Chile en 27.5%. Otras registraron caídas, pero de menor magnitud que la de Colombia; es el caso de México (-8.6%) y Buenos Aires (-6.6%).
Adicionalmente, el mercado es altamente concentrado, como lo evidencia el hecho de que en 2014 el 73.9% de la capitalización bursátil total está explicado por las 10 sociedades domésticas de mayor capitalización; este es el indicador más alto entre el grupo de países mencionados. Chile registró el nivel más bajo, con el 45.1%.
Es claro que el mercado de valores no se enfoca solo en la negociación de acciones, sino que abarca una creciente gama de títulos de emisores tanto públicos como privados. En consonancia con esa tendencia, en las últimas décadas se ha registrado un importante crecimiento del mercado de deuda en Colombia.
Pero ese mercado también está altamente concentrado en la deuda pública. En los primeros cinco meses de 2016 los TES representaron alrededor del 81% del total de papeles transados en la bolsa, mientras que la renta variable se acerca al 13% y los bonos al 2%.
Un estudio reciente de la Bolsa de Colombia muestra que el mercado de deuda privada del país es de los más pequeños de la región; el saldo de los títulos de deuda emitidos como porcentaje del PIB representó en 2014 el 6.8%, mientras que en Chile fue el 40%, en Brasil el 32% y en México el 18%. Según los autores, este mercado “todavía se encuentra muy alejado en representatividad como fuente de financiamiento de la economía y… por tanto los beneficios de tener un mercado de deuda privada desarrollado para el país están aún por alcanzarse”.
Estos resultados son de gran interés, dada el papel protagónico que se viene asignando en las últimas décadas al mercado de capitales en la financiación y el desarrollo de las empresas en el país. Ellos reflejan la poca orientación de las empresas grandes a diversificar su estructura de capital bien sea mediante la emisión de acciones o mediante la colocación de bonos de deuda. También dan una clara idea de por qué la financiación empresarial en Colombia sigue esencialmente enfocada en el sistema bancario.
Una consecuencia es la alta concentración del crédito bancario en las empresas más grandes. Los datos de la Superfinanciera muestran que 1.000 deudores reciben el 64% de la cartera comercial de los establecimientos de crédito; por contraste los siguientes 4.000 deudores obtienen el 23% de esa cartera.
Este solo hecho, hace muy difícil el acceso al crédito a la mayoría de las empresas del país, como lo destaca un estudio de la OCDE: “Aunque las microempresas y las pequeñas y medianas empresas (PYME) representan el 99% de las empresas, el 80% del empleo en el sector privado y el 35% del PIB, sólo reciben el 14% de los préstamos para fines comerciales”.
En este contexto el problema se hace más complejo porque los bancos no son los agentes idóneos para financiar empresas nacientes o en sus primeras etapas de desarrollo. El sistema financiero tradicional maneja el ahorro de la sociedad y ello le exige gran cuidado en el uso de esos recursos y le inhibe de financiar actividades de alto riesgo. Para ello se requieren agentes especializados.
La financiación como un obstáculo al crecimiento de las empresas surge de esas particularidades del mercado de capitales y del sistema financiero tradicional. La superación del problema requiere de la creación de vehículos financieros especializados en la financiación de las empresas con diferentes grados de madurez y diversos niveles de riesgos.
Son necesarios los fondos de capital de riesgo y de capital semilla, junto con incubadoras de empresas, para impulsar el emprendimiento en sus primeras fases. Los ángeles financieros y los venture capital para empresas jóvenes y en fase de expansión. Los fondos privados de inversión para empresas más estructuradas, pero aún en crecimiento. Finalmente, el mercado de capitales para las empresas más maduras. En todas las etapas, o en la mayoría de ellas, el crédito bancario apoyaría la financiación del capital de trabajo.
El acompañamiento de los nuevos vehículos se orientaría a salidas mediante la emisión accionaria, lo que permitiría renovación en el mercado de capitales y fortalecimiento de la renta variable en ese mercado.
Como complemento, hay que fomentar en cambio la cultura empresarial sobre la propiedad de las empresas. El acompañamiento de los vehículos mencionados no implica la pérdida de control y en cambio sí potencia y acelera el crecimiento. Las universidades y el Gobierno deben ser los promotores y protagonistas del cambio cultural.
Por fortuna, ese poblamiento de agentes especializados se viene dando en los años recientes, en buena parte por la implementación de políticas públicas que generan el ambiente adecuado para su desarrollo.
Lo deseable es que se acelere el paso, que se disponga de mayor flujo de capitales y que los empresarios vean en los nuevos vehículos una fuente de crecimiento y no el riesgo de perder el control de las empresas.
Cuando se mira hacia atrás se puede concluir que el mercado de capitales colombiano ha tenido notables avances: se creó un mercado de deuda pública, hay grandes inversionistas institucionales como los fondos de pensiones y las aseguradoras, se fusionaron las tres bolsas de valores, la supervisión avanzó notablemente y se creó la Superintendencia Financiera, para cumplir las funciones que antes se fragmentaban en la Superintendencia Bancaria y la Superintendencia de Valores.
Aun así, el mercado adolece de grandes fallas, que son más evidentes cuando se comparan en el plano internacional. Basta ver algunos pocos indicadores.
El número de empresas listadas en la Bolsa de Colombia en 2005 era de 107, pero en 2015 se redujo a 74, lo que representa una variación negativa del 30.8%. Por contraste, la bolsa de Brasil aumentó en 1.7% el número, la de Lima en 16.2% y la de Santiago de Chile en 27.5%. Otras registraron caídas, pero de menor magnitud que la de Colombia; es el caso de México (-8.6%) y Buenos Aires (-6.6%).
Adicionalmente, el mercado es altamente concentrado, como lo evidencia el hecho de que en 2014 el 73.9% de la capitalización bursátil total está explicado por las 10 sociedades domésticas de mayor capitalización; este es el indicador más alto entre el grupo de países mencionados. Chile registró el nivel más bajo, con el 45.1%.
Es claro que el mercado de valores no se enfoca solo en la negociación de acciones, sino que abarca una creciente gama de títulos de emisores tanto públicos como privados. En consonancia con esa tendencia, en las últimas décadas se ha registrado un importante crecimiento del mercado de deuda en Colombia.
Pero ese mercado también está altamente concentrado en la deuda pública. En los primeros cinco meses de 2016 los TES representaron alrededor del 81% del total de papeles transados en la bolsa, mientras que la renta variable se acerca al 13% y los bonos al 2%.
Un estudio reciente de la Bolsa de Colombia muestra que el mercado de deuda privada del país es de los más pequeños de la región; el saldo de los títulos de deuda emitidos como porcentaje del PIB representó en 2014 el 6.8%, mientras que en Chile fue el 40%, en Brasil el 32% y en México el 18%. Según los autores, este mercado “todavía se encuentra muy alejado en representatividad como fuente de financiamiento de la economía y… por tanto los beneficios de tener un mercado de deuda privada desarrollado para el país están aún por alcanzarse”.
Estos resultados son de gran interés, dada el papel protagónico que se viene asignando en las últimas décadas al mercado de capitales en la financiación y el desarrollo de las empresas en el país. Ellos reflejan la poca orientación de las empresas grandes a diversificar su estructura de capital bien sea mediante la emisión de acciones o mediante la colocación de bonos de deuda. También dan una clara idea de por qué la financiación empresarial en Colombia sigue esencialmente enfocada en el sistema bancario.
Una consecuencia es la alta concentración del crédito bancario en las empresas más grandes. Los datos de la Superfinanciera muestran que 1.000 deudores reciben el 64% de la cartera comercial de los establecimientos de crédito; por contraste los siguientes 4.000 deudores obtienen el 23% de esa cartera.
Este solo hecho, hace muy difícil el acceso al crédito a la mayoría de las empresas del país, como lo destaca un estudio de la OCDE: “Aunque las microempresas y las pequeñas y medianas empresas (PYME) representan el 99% de las empresas, el 80% del empleo en el sector privado y el 35% del PIB, sólo reciben el 14% de los préstamos para fines comerciales”.
En este contexto el problema se hace más complejo porque los bancos no son los agentes idóneos para financiar empresas nacientes o en sus primeras etapas de desarrollo. El sistema financiero tradicional maneja el ahorro de la sociedad y ello le exige gran cuidado en el uso de esos recursos y le inhibe de financiar actividades de alto riesgo. Para ello se requieren agentes especializados.
La financiación como un obstáculo al crecimiento de las empresas surge de esas particularidades del mercado de capitales y del sistema financiero tradicional. La superación del problema requiere de la creación de vehículos financieros especializados en la financiación de las empresas con diferentes grados de madurez y diversos niveles de riesgos.
Son necesarios los fondos de capital de riesgo y de capital semilla, junto con incubadoras de empresas, para impulsar el emprendimiento en sus primeras fases. Los ángeles financieros y los venture capital para empresas jóvenes y en fase de expansión. Los fondos privados de inversión para empresas más estructuradas, pero aún en crecimiento. Finalmente, el mercado de capitales para las empresas más maduras. En todas las etapas, o en la mayoría de ellas, el crédito bancario apoyaría la financiación del capital de trabajo.
El acompañamiento de los nuevos vehículos se orientaría a salidas mediante la emisión accionaria, lo que permitiría renovación en el mercado de capitales y fortalecimiento de la renta variable en ese mercado.
Como complemento, hay que fomentar en cambio la cultura empresarial sobre la propiedad de las empresas. El acompañamiento de los vehículos mencionados no implica la pérdida de control y en cambio sí potencia y acelera el crecimiento. Las universidades y el Gobierno deben ser los promotores y protagonistas del cambio cultural.
Por fortuna, ese poblamiento de agentes especializados se viene dando en los años recientes, en buena parte por la implementación de políticas públicas que generan el ambiente adecuado para su desarrollo.
Lo deseable es que se acelere el paso, que se disponga de mayor flujo de capitales y que los empresarios vean en los nuevos vehículos una fuente de crecimiento y no el riesgo de perder el control de las empresas.
Las pensiones y los abuelos
Publicado en Portafolio el 19 de agosto de 2016
Francia tiene un régimen pensional de prima media (RPM): todos los trabajadores aportan para pagar los pensionados. Este tipo de régimen es viable si hay una expectativa de vida “razonable” después de pensionarse y se mantiene alto el número de aportantes por pensionado.
Mientras las demás economías desarrolladas aumentaron la edad de jubilación en respuesta a la mayor esperanza de vida y al envejecimiento poblacional, Francia la redujo a 58 años, buscando disminuir la tasa de desempleo juvenil; la realidad mostró que esos trabajos no son sustitutos y que el desempleo juvenil sigue elevado.
El aumento de la esperanza de vida (en 13 años en el periodo 1960-2014) alargó el tiempo medio de disfrute de la pensión. Eso estaría muy bien, si no fuera por el envejecimiento poblacional y la demora de los jóvenes para ingresar al mercado laboral (más de 22 años).
Las personas entre 60 a 75 años, que hace unas pocas décadas eran achacosos ancianos, hoy son vitales “adultos mayores”. Pero, como afirma Dominique Simonnet (2006), esa “es una buena noticia para los individuos y una catástrofe para la sociedad. Pues esos alegres abuelos y abuelas empiezan a pulverizar los frágiles equilibrios sociales y económicos que se han establecido entre generaciones, y pueden provocar una crisis sin precedentes. La longevidad, ese bello regalo, es una bomba de tiempo. Y está a punto de estallar”.
En el periodo 1960-2014 los mayores de 65 años aumentaron en 7.1 puntos porcentuales su participación en la población total, en tanto que los menores de 15 años la redujeron en 7.8 y los de 15 a 64 años apenas crecieron en 0.7 puntos. Así, la relación entre personas en edad de aportar y población en edad de pensión bajó de 3.9 en 1960 a 2.6 en 2015. Como consecuencia, la carga financiera por la educación de los jóvenes y la pensión de los adultos viene subiendo notablemente.
Aun cuando una reforma de 2010 incrementó la edad de pensión a 62 años desde 2017, persisten los riesgos de sostenibilidad financiera del RPM.
Colombia era un buen ejemplo para Francia. La edad de pensión, que era de 50 años desde 1946, aumentó en 1966 a 60 y 55 años para hombres y mujeres, a la vez que la esperanza de vida pasó de 51.2 años en 1951 a 59.5 en 1966. Luego, en 1993 se creó el régimen de ahorro individual (RAIS) –que aísla la pensión del cambio poblacional– y se presumía el marchitamiento del RPM. Ahora Colombia da mal ejemplo. Desde 2015 aumentó en dos años la edad para todos los aportantes al RPM, pero la esperanza de vida aumentó en 14.5 años entre 1966 y 2014. Además, lejos de marchitarse, se está incentivando el RPM, captando nuevos cotizantes.
El problema es que la población está envejeciendo, los aportantes por pensionado vienen disminuyendo, escasamente el 20% de los trabajadores actuales podrá pensionarse y el RPM mantiene un esquema de subsidios regresivos, financiado por el sector formal de la economía.
Mientras que en Francia el RPM tiene dificultades financieras, pero pensiona a los alegres abuelos, en Colombia el régimen está quebrado, agrava los problemas fiscales y condena a la penuria a la mayor parte de los abuelos. ¿Urgirá una reforma pensional estructural?
Francia tiene un régimen pensional de prima media (RPM): todos los trabajadores aportan para pagar los pensionados. Este tipo de régimen es viable si hay una expectativa de vida “razonable” después de pensionarse y se mantiene alto el número de aportantes por pensionado.
Mientras las demás economías desarrolladas aumentaron la edad de jubilación en respuesta a la mayor esperanza de vida y al envejecimiento poblacional, Francia la redujo a 58 años, buscando disminuir la tasa de desempleo juvenil; la realidad mostró que esos trabajos no son sustitutos y que el desempleo juvenil sigue elevado.
El aumento de la esperanza de vida (en 13 años en el periodo 1960-2014) alargó el tiempo medio de disfrute de la pensión. Eso estaría muy bien, si no fuera por el envejecimiento poblacional y la demora de los jóvenes para ingresar al mercado laboral (más de 22 años).
Las personas entre 60 a 75 años, que hace unas pocas décadas eran achacosos ancianos, hoy son vitales “adultos mayores”. Pero, como afirma Dominique Simonnet (2006), esa “es una buena noticia para los individuos y una catástrofe para la sociedad. Pues esos alegres abuelos y abuelas empiezan a pulverizar los frágiles equilibrios sociales y económicos que se han establecido entre generaciones, y pueden provocar una crisis sin precedentes. La longevidad, ese bello regalo, es una bomba de tiempo. Y está a punto de estallar”.
En el periodo 1960-2014 los mayores de 65 años aumentaron en 7.1 puntos porcentuales su participación en la población total, en tanto que los menores de 15 años la redujeron en 7.8 y los de 15 a 64 años apenas crecieron en 0.7 puntos. Así, la relación entre personas en edad de aportar y población en edad de pensión bajó de 3.9 en 1960 a 2.6 en 2015. Como consecuencia, la carga financiera por la educación de los jóvenes y la pensión de los adultos viene subiendo notablemente.
Aun cuando una reforma de 2010 incrementó la edad de pensión a 62 años desde 2017, persisten los riesgos de sostenibilidad financiera del RPM.
Colombia era un buen ejemplo para Francia. La edad de pensión, que era de 50 años desde 1946, aumentó en 1966 a 60 y 55 años para hombres y mujeres, a la vez que la esperanza de vida pasó de 51.2 años en 1951 a 59.5 en 1966. Luego, en 1993 se creó el régimen de ahorro individual (RAIS) –que aísla la pensión del cambio poblacional– y se presumía el marchitamiento del RPM. Ahora Colombia da mal ejemplo. Desde 2015 aumentó en dos años la edad para todos los aportantes al RPM, pero la esperanza de vida aumentó en 14.5 años entre 1966 y 2014. Además, lejos de marchitarse, se está incentivando el RPM, captando nuevos cotizantes.
El problema es que la población está envejeciendo, los aportantes por pensionado vienen disminuyendo, escasamente el 20% de los trabajadores actuales podrá pensionarse y el RPM mantiene un esquema de subsidios regresivos, financiado por el sector formal de la economía.
Mientras que en Francia el RPM tiene dificultades financieras, pero pensiona a los alegres abuelos, en Colombia el régimen está quebrado, agrava los problemas fiscales y condena a la penuria a la mayor parte de los abuelos. ¿Urgirá una reforma pensional estructural?
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