Publicado en Portafolio el 17 de julio de 2015
“Y qué importan 60.000 colados diarios si con eso no se quiebra el sistema… Si los medios vuelven a repicar con el tema, pues se anunciará otra medida que al cabo de unos días será olvidada”. Esa es una hipotética respuesta que puede explicar por qué no se emprenden soluciones de fondo a la problemática del Transmilenio.
El argumento no carece de lógica financiera. Según el Dane, por las troncales de Transmilenio se movilizaron 5.162.000 pasajeros mes en promedio en el primer trimestre de 2015, con lo cual los ingresos por pasajes, suponiendo que todos pagan, ascenderían a $3.3 billones anuales. El costo de los colados equivaldría apenas al 1.2% de esos ingresos.
La misma lógica puede ser aplicada por la policía y la justicia. Ellos se preguntarán si se justifica sancionar la elusión de un pago de $1.800 gastando recursos públicos en poner más agentes en las estaciones, imprimir libretas para poner “partes” que los colados nunca pagarán, y reseñar a los infractores en un juzgado. El argumento se refuerza teniendo en cuenta los problemas de congestión de la justicia, y la necesidad de controlar delitos de mayor impacto, como homicidios, narcotráfico, contrabando, robos y terrorismo.
En síntesis, la visión parece ser que no se justifica gastar pólvora en gallinazos. Pero el problema hay que verlo en otras dimensiones. Por un lado, pensar en cuál es el costo de oportunidad; el dinero no recaudado equivale a reemplazar más de 11.000 lozas dañadas de la troncal de la Caracas, o construir unas 800 viviendas gratis para los más desfavorecidos.
Por otro lado, se deben tomar en cuenta los efectos de la inacción, para lo cual es útil el enfoque de la teoría de la ventana rota. El problema no es solamente el monto de recursos perdidos, sino las consecuencias que se generan en la sociedad por no actuar contra los colados. En esto no se descubre el agua tibia, pues ciudades como Nueva York ya lo vivieron; no controlar los colados generó el efecto rebaño que hizo crecer la cifra como la espuma.
Y detrás de esa actitud permisiva surgen actividades como los vendedores informales; el temor de los usuarios, que a la larga tenderán a abandonar el sistema por otros medios de transporte; el daño de la infraestructura; los robos y el acoso a las mujeres, entre otros.
Además, las soluciones mecánicas con las que se responde a la presión mediática tienen efectos no deseados que, a la larga, pueden generar mayores costos económicos y sociales. Por ejemplo, poner vidrios encima de las barandas que hay entre cada vagón, indujo a los colados a forzar las puertas ocasionando daños que para el 2014 se estimaron en $6.199 millones; peor aún, con ello se eliminó una opción de escape de las estaciones para los pasajeros en casos de emergencia.
Finalmente, el deterioro del Transmilenio va en contravía de las políticas que buscan desincentivar el uso del carro particular. Como lo afirma Anna Matas, experta en economía del transporte, “un transporte público de calidad potencia los resultados del mecanismo de precios mediante la captación de usuarios adicionales. Ello es así porque la demanda de transporte privado es más sensible al precio cuando existe una buena alternativa”.
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