Publicado en el diario La República el jueves 25 de noviembre de 2010
Esta semana se presentó un libro sobre el impacto del tratado de libre comercio de Colombia con Estados Unidos en la economía campesina, escrito por tres destacados investigadores nacionales.
El punto de partida es la visión negativa y pesimista que ellos tienen de los acuerdos comerciales. Después de anotar las limitaciones estadísticas de la investigación (no se sabe cuántos campesinos hay ni cuánto producen), señalan que el TLC afecta cultivos que cubren el 29% del área cosechada por la economía campesina y generan el 16% de sus ingresos brutos. En la ganadería el riesgo pesa sobre el 6% de los ingresos de los campesinos; y hay otro 22% en doble propósito, que así como puede enfrentar amenazas tiene oportunidades de exportación.
Por lo tanto, aun cuando los autores no lo hacen explícito, es claro que el 71% del área en agricultura y el 56% de los ingresos totales no se ven afectados, a lo cual habría que sumar el efecto neto de la ganadería de doble propósito.
Los ejercicios realizados por estos investigadores señalan que el ingreso de los campesinos se reduciría en 10% con el TLC y que los productos más afectados serían fríjol, carnes de cerdo y pollo, trigo, sorgo y maíz.
Es muy respetable el punto de partida de los autores, pues no todo el mundo tiene que estar de acuerdo con los TLC. Pero hay aspectos del mundo real que, al ser menospreciados, impiden ver los efectos positivos que espera el gobierno.
Por ejemplo, ver el ATPDEA como sustituto del TLC, no tiene sentido. Esa preferencia unilateral ha sido positiva para Colombia, pero tiene limitaciones. El caso de Bolivia muestra que es temporal; en cambio el tratado asegura un acceso preferencial permanente. Además, no incluye los servicios, que son el sector más dinámico del comercio mundial, ni las medidas no arancelarias, que son el principal obstáculo para los productos del agro; ambos son parte del TLC.
No es razonable seguir incluyendo el trigo como una gran pérdida en los TLC. Desde hace muchas décadas se comprobó que no somos competitivos en ese producto, como no lo es ninguna economía del trópico. Actualmente se importa alrededor del 98% de lo que se consume y aún así ese producto tiene un arancel que paga el consumidor final. Con la entrada en vigencia del acuerdo CAN-Mercosur el cereal se está importando sin gravamen y desde el año entrante también podría ingresar desde Canadá con arancel cero.
Un aspecto que se debe tener en cuenta es la experiencia de otros países que ya tienen vigente su TLC con Estados Unidos o con otras economías desarrolladas. En México, Chile y el Triángulo Norte de Centroamérica no hay evidencias sólidas de la presunta destrucción de la economía campesina. En el primer país, hay debates sobre los efectos; pero en el caso emblemático del maíz, el volumen y los rendimientos han crecido tanto en la producción tradicional como en la de riego; y en la producción de maíz blanco, que es para el consumo humano, prácticamente se autoabastecen.
Otro elemento que no incorpora el estudio es el cambio que se empezó a dar en Colombia como consecuencia de las negociaciones del TLC: la sustitución de protecciones en frontera por ayudas internas, mediante el programa Agro Ingreso Seguro (actualmente en reestructuración). La protección no desaparece y, mientras el Congreso de ese país aprueba el TLC, el sector agropecuario tiene el doble beneficio de aranceles y ayudas internas.
Loable el propósito de los autores desde el punto de vista académico, pero dejan sus pesimistas escenarios sin las recomendaciones de rigor. Sería importante conocer sus opiniones sobre los cambios institucionales que se están generando con los TLC y sobre la situación del consumidor en un escenario hipotético sin tratados.
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