Cuando uno logra conseguir un taxi libre y el conductor está de buen humor y va para donde uno necesita ir, se suelen establecer enriquecedoras conversaciones mientras se disfrutan los trancones de Bogotá. Ellos son una especie de termómetro del país; tienen su particular visión sobre el acontecer político, la actualidad deportiva, los problemas de la economía, el escándalo del momento, las “genialidades” del alcalde, etc.
En esos ocasionales coloquios indago sobre su vida en la informalidad laboral. Una pregunta obligada es cómo hacen para vivir con ingresos inferiores al salario mínimo; no hay respuesta porque ganan más del mínimo.
La mayoría de los taxistas trabaja mediante convenios verbales que parecen sacados de la época feudal o de los albores de la revolución industrial. El dueño del vehículo lo presta a los taxistas por turnos de 12 horas a cambio de una renta del orden de los $60.000; terminada esa jornada, deben entregarlo recién lavado y con el tanque del combustible lleno. El sueldo de los taxistas comienza ahí; todo lo que obtengan por encima de esos pagos, constituye su ingreso.
Salvo un ahorro forzoso para cubrir eventuales daños, generalmente el dueño se desentiende de cualquier otro compromiso laboral con el taxista. No paga ni caja de compensación ni salud, ni riesgos laborales, ni aportes para pensión. En pocas palabras, se trata de un servicio público abiertamente informal.
En promedio, el taxista puede obtener entre $50.000 y $70.000 libres en esas extremas jornadas, contando con la buena suerte de no enfermarse, o tener un accidente. Se colige que sin esas vicisitudes, el ingreso bruto puede oscilar entre 2.1 y 2.8 salarios mínimos mensuales vigentes.
Otro interrogante es si con ese ingreso bruto hacen aportes para salud o cómo logran afrontar enfermedades y tratamientos médicos de ellos, la esposa y los hijos. La respuesta es negativa al primer tema y la segunda es "papá gobierno": el Sisben es el “paganini”; o mejor, todos los contribuyentes formales les pagamos.
Por poner otro tema, surge el de la educación de los hijos; pero ahí tampoco hay problema, pues para eso están las escuelas y colegios públicos, que no cobran y tienen programas de alimentación gratuita para combatir la desnutrición infantil.
Y si viven en estratos 1 y 2, cosa que también es frecuente, tienen la lotería de la Bogotá Humana que les regala los primeros seis metros cúbicos de agua por mes, es decir, el 60% del consumo mensual familiar estimado en esos estratos.
Una última pregunta, con la que uno espera ponerlos a reflexionar, es si hacen ahorro pensional. La respuesta es contundente en la mayoría de los casos: no.
Algunos hicieron unos pocos aportes a un fondo de pensiones, pero les pareció que eso era tirar el dinero a la basura y ya no aportan. Aun cuando muchos no lo saben, finalmente la carga de su vejez también la asumiremos los empleados formales, mediante los diversos programas del gobierno para el adulto mayor.
Este es un balance muy positivo para los taxistas, que han servido de ejemplo, pero también para otros grupos informales. Primero, no se mueren de hambre, porque sus ingresos superan los que normalmente nos imaginamos. Segundo, no pagan impuestos ni contribuyen a su seguridad social y el gobierno les subsidia salud, educación, agua y alimentación a los hijos, por lo que no tienen ningún incentivo a la formalidad. Tercero, todos los ciudadanos formales les transferimos esos recursos y, por si fuera poco, tendremos que pagarles su vejez.
Adicionalmente, hay leyes que los empresarios incumplen y ningún gobierno les obliga a aplicarlas, por lo que terminan siendo cómplices de la informalidad. Por ejemplo, en el caso de los transportadores, el artículo 34 de la Ley 336 de 1996 establece que “las empresas de transporte público están obligadas a vigilar y constatar que los conductores de sus equipos cuenten con la Licencia de Conducción vigente y apropiada para el servicio, así como su afiliación al sistema de seguridad social según los prevean las disposiciones legales vigentes sobre la materia”.
Son loables las políticas de redistribución del ingreso mediante apoyos a la población más vulnerable. Pero es necesario neutralizar los efectos no deseados, excluir los grupos que no los necesitan y enfocarse realmente en los más pobres. El gobierno debe salir de esa trampa en la que cayó adoptando medidas para reducir la informalidad, al tiempo que otorga los subsidios que inducen comportamientos poco proclives a la formalidad.
No hacerlo, condena al país al atraso, pues desestimula la inversión, la generación de empleos dignos y el aumento de la productividad. Y día a día resulta más oneroso ser formales, por las crecientes cargas que les imponen para alimentar la informalidad.
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