Publicado en la revista MisiónPyme No. 78, septiembre de 2014
Pues antes se sospechaba que tal vez... Pero desde la crisis financiera mundial se tiene la certeza de que sí es importante. Muchas personas naturales y jurídicas se embarcaron en el torbellino de compras y ventas de viviendas y de títulos derivados de hipotecas subprime, sin tener mayor conocimiento de lo que estaban haciendo y de los riesgos en que estaban incurriendo.
Los deudores no se cuestionaron cómo era posible que siendo clientes calificados subprime (cuyas características sintetizó Leopoldo Abadía en el acrónimo NINJA: no income, no job, no assets), pudieran recibir créditos por más del 100% del valor del inmueble, sin cuota inicial y además con unas mensualidades bajísimas.
Cuando los precios de la vivienda, que habían crecido como palmeras, cayeron como cocos, y las tasas de interés aumentaron, los saldos de la deuda subieron como espuma y superaron el valor del inmueble. El desenlace final, fue la quiebra de los deudores y de los tenedores de los títulos de hipotecas subprime.
Esa historia fue, ni más ni menos, la repetición en Estados Unidos de la historia de Colombia con la crisis del UPAC: Unos creativos financieros “inventaron” las cuotas supermínimas, pero ni ellos explicaron ni los compradores indagaron por qué tanta belleza. El secreto consistía en el rápido crecimiento que tendrían los pagos mensuales en los años siguientes; en el peor de los casos, creían que la deuda se pagaría con la venta de las viviendas valorizadas. Pero las mayores tasas de interés dispararon las cuotas, la demanda se contrajo, los precios de la vivienda cayeron y el saldo de las deudas aumentó.
Como pocos en el país entendieron ese galimatías y había que buscar un culpable, todos los males se le achacaron al UPAC. En consecuencia, la Corte Constitucional en su sabiduría declaró inconstitucional la capitalización de intereses para la financiación de vivienda.
Esta suma de hechos muestra las erradas decisiones que se pueden tomar y las graves consecuencias que pueden acarrear, por no tener competencias básicas en temas financieros.
El problema es que aún en las economías desarrolladas esos conocimientos son bajos. En un estudio de Anamaria Lusardi y Olivia Mitchell (“The Economic Importance of Financial Literacy”) formularon tres preguntas elementales para evaluar las competencias financieras en adultos; solo 53.2% de los encuestados en Alemania las respondió correctamente, el 30.2% en Estados Unidos y el 27.0% en Japón.
En Colombia, el resultado fue más desalentador. Según la firma Raddar (“Conocimiento financiero de los colombianos”) solo el 9.9% las respondió bien; nuestro consuelo son Rusia y Rumania, donde apenas 3.7% y 3.8% acertaron las tres respuestas. Esos hallazgos apoyan la hipótesis de que el último puesto del país en el módulo de competencias financieras de las pruebas PISA no fue un accidente.
El gobierno reaccionó lanzando el programa “Orientaciones pedagógicas para la Educación Económica y Financiera” que se debe incorporar en los currículos de los colegios “en concordancia con la autonomía escolar”; es decir, no hay garantía de implementación.
Pero, suponiendo que se implementara exitosamente, subsiste el problema de la gran masa de colombianos que tiene esa carencia. Y son ellos los que están vinculados a las empresas y diariamente toman decisiones que afectan los negocios, los hogares y la economía. ¿Qué hacer? Se oyen propuestas.
Formal versus informal
Publicado en Ámbito Jurídico, Año XVII – No. 402; 15 al 28 de septiembre de 2014
Cuando uno logra conseguir un taxi libre y el conductor está de buen humor y va para donde uno necesita ir, se suelen establecer enriquecedoras conversaciones mientras se disfrutan los trancones de Bogotá. Ellos son una especie de termómetro del país; tienen su particular visión sobre el acontecer político, la actualidad deportiva, los problemas de la economía, el escándalo del momento, las “genialidades” del alcalde, etc.
En esos ocasionales coloquios indago sobre su vida en la informalidad laboral. Una pregunta obligada es cómo hacen para vivir con ingresos inferiores al salario mínimo; no hay respuesta porque ganan más del mínimo.
La mayoría de los taxistas trabaja mediante convenios verbales que parecen sacados de la época feudal o de los albores de la revolución industrial. El dueño del vehículo lo presta a los taxistas por turnos de 12 horas a cambio de una renta del orden de los $60.000; terminada esa jornada, deben entregarlo recién lavado y con el tanque del combustible lleno. El sueldo de los taxistas comienza ahí; todo lo que obtengan por encima de esos pagos, constituye su ingreso.
Salvo un ahorro forzoso para cubrir eventuales daños, generalmente el dueño se desentiende de cualquier otro compromiso laboral con el taxista. No paga ni caja de compensación ni salud, ni riesgos laborales, ni aportes para pensión. En pocas palabras, se trata de un servicio público abiertamente informal.
En promedio, el taxista puede obtener entre $50.000 y $70.000 libres en esas extremas jornadas, contando con la buena suerte de no enfermarse, o tener un accidente. Se colige que sin esas vicisitudes, el ingreso bruto puede oscilar entre 2.1 y 2.8 salarios mínimos mensuales vigentes.
Otro interrogante es si con ese ingreso bruto hacen aportes para salud o cómo logran afrontar enfermedades y tratamientos médicos de ellos, la esposa y los hijos. La respuesta es negativa al primer tema y la segunda es "papá gobierno": el Sisben es el “paganini”; o mejor, todos los contribuyentes formales les pagamos.
Por poner otro tema, surge el de la educación de los hijos; pero ahí tampoco hay problema, pues para eso están las escuelas y colegios públicos, que no cobran y tienen programas de alimentación gratuita para combatir la desnutrición infantil.
Y si viven en estratos 1 y 2, cosa que también es frecuente, tienen la lotería de la Bogotá Humana que les regala los primeros seis metros cúbicos de agua por mes, es decir, el 60% del consumo mensual familiar estimado en esos estratos.
Una última pregunta, con la que uno espera ponerlos a reflexionar, es si hacen ahorro pensional. La respuesta es contundente en la mayoría de los casos: no.
Algunos hicieron unos pocos aportes a un fondo de pensiones, pero les pareció que eso era tirar el dinero a la basura y ya no aportan. Aun cuando muchos no lo saben, finalmente la carga de su vejez también la asumiremos los empleados formales, mediante los diversos programas del gobierno para el adulto mayor.
Este es un balance muy positivo para los taxistas, que han servido de ejemplo, pero también para otros grupos informales. Primero, no se mueren de hambre, porque sus ingresos superan los que normalmente nos imaginamos. Segundo, no pagan impuestos ni contribuyen a su seguridad social y el gobierno les subsidia salud, educación, agua y alimentación a los hijos, por lo que no tienen ningún incentivo a la formalidad. Tercero, todos los ciudadanos formales les transferimos esos recursos y, por si fuera poco, tendremos que pagarles su vejez.
Adicionalmente, hay leyes que los empresarios incumplen y ningún gobierno les obliga a aplicarlas, por lo que terminan siendo cómplices de la informalidad. Por ejemplo, en el caso de los transportadores, el artículo 34 de la Ley 336 de 1996 establece que “las empresas de transporte público están obligadas a vigilar y constatar que los conductores de sus equipos cuenten con la Licencia de Conducción vigente y apropiada para el servicio, así como su afiliación al sistema de seguridad social según los prevean las disposiciones legales vigentes sobre la materia”.
Son loables las políticas de redistribución del ingreso mediante apoyos a la población más vulnerable. Pero es necesario neutralizar los efectos no deseados, excluir los grupos que no los necesitan y enfocarse realmente en los más pobres. El gobierno debe salir de esa trampa en la que cayó adoptando medidas para reducir la informalidad, al tiempo que otorga los subsidios que inducen comportamientos poco proclives a la formalidad.
No hacerlo, condena al país al atraso, pues desestimula la inversión, la generación de empleos dignos y el aumento de la productividad. Y día a día resulta más oneroso ser formales, por las crecientes cargas que les imponen para alimentar la informalidad.
Cuando uno logra conseguir un taxi libre y el conductor está de buen humor y va para donde uno necesita ir, se suelen establecer enriquecedoras conversaciones mientras se disfrutan los trancones de Bogotá. Ellos son una especie de termómetro del país; tienen su particular visión sobre el acontecer político, la actualidad deportiva, los problemas de la economía, el escándalo del momento, las “genialidades” del alcalde, etc.
En esos ocasionales coloquios indago sobre su vida en la informalidad laboral. Una pregunta obligada es cómo hacen para vivir con ingresos inferiores al salario mínimo; no hay respuesta porque ganan más del mínimo.
La mayoría de los taxistas trabaja mediante convenios verbales que parecen sacados de la época feudal o de los albores de la revolución industrial. El dueño del vehículo lo presta a los taxistas por turnos de 12 horas a cambio de una renta del orden de los $60.000; terminada esa jornada, deben entregarlo recién lavado y con el tanque del combustible lleno. El sueldo de los taxistas comienza ahí; todo lo que obtengan por encima de esos pagos, constituye su ingreso.
Salvo un ahorro forzoso para cubrir eventuales daños, generalmente el dueño se desentiende de cualquier otro compromiso laboral con el taxista. No paga ni caja de compensación ni salud, ni riesgos laborales, ni aportes para pensión. En pocas palabras, se trata de un servicio público abiertamente informal.
En promedio, el taxista puede obtener entre $50.000 y $70.000 libres en esas extremas jornadas, contando con la buena suerte de no enfermarse, o tener un accidente. Se colige que sin esas vicisitudes, el ingreso bruto puede oscilar entre 2.1 y 2.8 salarios mínimos mensuales vigentes.
Otro interrogante es si con ese ingreso bruto hacen aportes para salud o cómo logran afrontar enfermedades y tratamientos médicos de ellos, la esposa y los hijos. La respuesta es negativa al primer tema y la segunda es "papá gobierno": el Sisben es el “paganini”; o mejor, todos los contribuyentes formales les pagamos.
Por poner otro tema, surge el de la educación de los hijos; pero ahí tampoco hay problema, pues para eso están las escuelas y colegios públicos, que no cobran y tienen programas de alimentación gratuita para combatir la desnutrición infantil.
Y si viven en estratos 1 y 2, cosa que también es frecuente, tienen la lotería de la Bogotá Humana que les regala los primeros seis metros cúbicos de agua por mes, es decir, el 60% del consumo mensual familiar estimado en esos estratos.
Una última pregunta, con la que uno espera ponerlos a reflexionar, es si hacen ahorro pensional. La respuesta es contundente en la mayoría de los casos: no.
Algunos hicieron unos pocos aportes a un fondo de pensiones, pero les pareció que eso era tirar el dinero a la basura y ya no aportan. Aun cuando muchos no lo saben, finalmente la carga de su vejez también la asumiremos los empleados formales, mediante los diversos programas del gobierno para el adulto mayor.
Este es un balance muy positivo para los taxistas, que han servido de ejemplo, pero también para otros grupos informales. Primero, no se mueren de hambre, porque sus ingresos superan los que normalmente nos imaginamos. Segundo, no pagan impuestos ni contribuyen a su seguridad social y el gobierno les subsidia salud, educación, agua y alimentación a los hijos, por lo que no tienen ningún incentivo a la formalidad. Tercero, todos los ciudadanos formales les transferimos esos recursos y, por si fuera poco, tendremos que pagarles su vejez.
Adicionalmente, hay leyes que los empresarios incumplen y ningún gobierno les obliga a aplicarlas, por lo que terminan siendo cómplices de la informalidad. Por ejemplo, en el caso de los transportadores, el artículo 34 de la Ley 336 de 1996 establece que “las empresas de transporte público están obligadas a vigilar y constatar que los conductores de sus equipos cuenten con la Licencia de Conducción vigente y apropiada para el servicio, así como su afiliación al sistema de seguridad social según los prevean las disposiciones legales vigentes sobre la materia”.
Son loables las políticas de redistribución del ingreso mediante apoyos a la población más vulnerable. Pero es necesario neutralizar los efectos no deseados, excluir los grupos que no los necesitan y enfocarse realmente en los más pobres. El gobierno debe salir de esa trampa en la que cayó adoptando medidas para reducir la informalidad, al tiempo que otorga los subsidios que inducen comportamientos poco proclives a la formalidad.
No hacerlo, condena al país al atraso, pues desestimula la inversión, la generación de empleos dignos y el aumento de la productividad. Y día a día resulta más oneroso ser formales, por las crecientes cargas que les imponen para alimentar la informalidad.
Balanza comercial y TLC
Publicado en la Revista Portafolio No. 14, agosto-septiembre de 2014
La balanza comercial de Colombia, que era superavitaria desde 2008, registró a mayo un saldo de -US$1.135 millones. Cabe preguntarse por la fuente de ese cambio de signo y especialmente por el impacto de los tratados de libre comercio.
En el conjunto de países con TLC la balanza comercial colombiana a mayo fue deficitaria en US$1.827 millones, como consecuencia del incremento de las importaciones en 2.6% anual y la caída de las exportaciones en 14.7%. Con el resto de países el saldo es superavitario (US$693 millones) y el crecimiento de las exportaciones duplica el de las importaciones (17.5% y 8.7% anual, respectivamente).
Estos resultados parecieran dar la razón a los críticos. Pero eso sería desconocer diversos hechos que hay detrás del saldo negativo, como son la terminación del ciclo de altos precios internacionales de los productos básicos, el cambio estructural en el abastecimiento de petróleo y gas en Estados Unidos, las dificultades cambiarias de Venezuela y las medidas proteccionistas en varias economías de la región.
En el análisis de los TLC vigentes sobresale la mejora en la balanza comercial de Colombia con la Unión Europea, cuyo superávit se multiplicó por cuatro, especialmente por el repunte de las exportaciones a España. También es destacable la reducción del déficit con Mercosur, México y Canadá.
En el comercio con la CAN, Venezuela, Chile y el Triángulo Norte de Centroamérica se mantiene el superávit, pero en niveles inferiores a los del año anterior. De los factores mencionados, en este grupo impactaron las medidas proteccionistas de Ecuador y los problemas de pagos de Venezuela, país que, a pesar del desabastecimiento, redujo sus compras de ganado en pie (-96.2%) y carne de res (-59.4%) colombianos.
El mayor deterioro de la balanza comercial se observa con Estados Unidos y es explicado en gran parte por la caída de las exportaciones de petróleo en US$2.250 millones (-40.6%), y oro en US$465 millones (-49.1%). Sin esos dos productos, las demás exportaciones crecieron 12.9% anual.
Es conocido el efecto que está generando en Estados Unidos la explotación de hidrocarburos no convencionales, que en poco tiempo llevarán a este país no solo al autoabastecimiento sino a convertirse en exportador neto. Sus importaciones de petróleo, que llegaron a 5.000 millones de barriles en 2006, han bajado continuamente hasta 3.500 millones anuales en mayo de 2014.
Los minero-energéticos, causa importante del déficit comercial reciente, no son el foco de los TLC negociados. Pero sí lo son los productos de mayor valor agregado, que se vienen diversificando gradualmente, como lo indica el descenso del índice Herfindahl-Hirschman de no minero-energéticos de 426 en 2011 a 304 en 2013. Además, las exportaciones industriales, a destinos diferentes a Venezuela, registran una tendencia creciente y ya superaron el nivel precrisis mundial.
Es necesario enfatizar que los acuerdos comerciales no dan resultados en el corto plazo, sino en el mediano y largo, porque los ajustes en la producción y la diversificación de la canasta exportadora no se logran de la noche a la mañana. Lo importante es que los empresarios mantienen su empeño en aprovechar las ventajas del acceso preferencial permanente.
Lo anterior muestra la equivocada percepción de quienes atribuyen a los TLC el deterioro de la balanza comercial de Colombia.
La balanza comercial de Colombia, que era superavitaria desde 2008, registró a mayo un saldo de -US$1.135 millones. Cabe preguntarse por la fuente de ese cambio de signo y especialmente por el impacto de los tratados de libre comercio.
En el conjunto de países con TLC la balanza comercial colombiana a mayo fue deficitaria en US$1.827 millones, como consecuencia del incremento de las importaciones en 2.6% anual y la caída de las exportaciones en 14.7%. Con el resto de países el saldo es superavitario (US$693 millones) y el crecimiento de las exportaciones duplica el de las importaciones (17.5% y 8.7% anual, respectivamente).
Estos resultados parecieran dar la razón a los críticos. Pero eso sería desconocer diversos hechos que hay detrás del saldo negativo, como son la terminación del ciclo de altos precios internacionales de los productos básicos, el cambio estructural en el abastecimiento de petróleo y gas en Estados Unidos, las dificultades cambiarias de Venezuela y las medidas proteccionistas en varias economías de la región.
En el análisis de los TLC vigentes sobresale la mejora en la balanza comercial de Colombia con la Unión Europea, cuyo superávit se multiplicó por cuatro, especialmente por el repunte de las exportaciones a España. También es destacable la reducción del déficit con Mercosur, México y Canadá.
En el comercio con la CAN, Venezuela, Chile y el Triángulo Norte de Centroamérica se mantiene el superávit, pero en niveles inferiores a los del año anterior. De los factores mencionados, en este grupo impactaron las medidas proteccionistas de Ecuador y los problemas de pagos de Venezuela, país que, a pesar del desabastecimiento, redujo sus compras de ganado en pie (-96.2%) y carne de res (-59.4%) colombianos.
El mayor deterioro de la balanza comercial se observa con Estados Unidos y es explicado en gran parte por la caída de las exportaciones de petróleo en US$2.250 millones (-40.6%), y oro en US$465 millones (-49.1%). Sin esos dos productos, las demás exportaciones crecieron 12.9% anual.
Es conocido el efecto que está generando en Estados Unidos la explotación de hidrocarburos no convencionales, que en poco tiempo llevarán a este país no solo al autoabastecimiento sino a convertirse en exportador neto. Sus importaciones de petróleo, que llegaron a 5.000 millones de barriles en 2006, han bajado continuamente hasta 3.500 millones anuales en mayo de 2014.
Los minero-energéticos, causa importante del déficit comercial reciente, no son el foco de los TLC negociados. Pero sí lo son los productos de mayor valor agregado, que se vienen diversificando gradualmente, como lo indica el descenso del índice Herfindahl-Hirschman de no minero-energéticos de 426 en 2011 a 304 en 2013. Además, las exportaciones industriales, a destinos diferentes a Venezuela, registran una tendencia creciente y ya superaron el nivel precrisis mundial.
Es necesario enfatizar que los acuerdos comerciales no dan resultados en el corto plazo, sino en el mediano y largo, porque los ajustes en la producción y la diversificación de la canasta exportadora no se logran de la noche a la mañana. Lo importante es que los empresarios mantienen su empeño en aprovechar las ventajas del acceso preferencial permanente.
Lo anterior muestra la equivocada percepción de quienes atribuyen a los TLC el deterioro de la balanza comercial de Colombia.
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