Publicado en el diario La República el jueves 29 de marzo de 2012
Los episodios recientes de vandalismo contra el sistema Transmilenio (ST) muestran un caso más en el que la teoría de las ventanas rotas aporta elementos para entender el problema.
Mi artículo anterior (marzo 8) concluía recordando una frase de Wilson y Kelling, los autores de la teoría: “el crimen callejero más grave aparece en zonas en las que no se hace nada frente a la conducta que altera el orden público”.
Desde hace rato es evidente la vulnerabilidad del ST a las conductas orientadas a alterar el orden público. En muchas ocasiones unas pocas personas lo bloquean. Basta recordar cómo los motociclistas lo hicieron cuando se mencionó la posibilidad de imponerles pico y placa; entonces pequeños grupos obstruían el carril exclusivo y en cuanto aparecía la policía, se dispersaban para luego bloquear en otro punto.
Pese a la múltiple y frecuente evidencia de la vulnerabilidad, no hay decisiones de fondo que anticipen o neutralicen estas acciones que afectan a la gran mayoría de usuarios.
Desde hace varios meses se observa una modalidad de “colados” que exponiendo su vida se meten por un lado del bus cuando este para y las puertas de la estación se abren para la salida y el acceso de pasajeros. Tampoco hay acciones de fondo orientadas a frenar este comportamiento que ya ha ocasionado varias tragedias, especialmente de jóvenes. Los padres de algunas de las víctimas han señalado que no lo hacían por falta de dinero, sino por “diversión” o por ahorrarse unos pesos para otros fines.
Justamente lo que plantea la teoría de las ventanas rotas es que esas conductas indebidas que no son frenadas transmiten al resto de la sociedad la idea de que todos lo pueden hacer. En el caso de Nueva York, sobre cuya experiencia elaboraron la teoría, el número de colados en el metro empezó por unos pocos, luego fue creciendo ante la inacción de las autoridades y finalmente se llegaron a contabilizar 170 mil por día. Luego aparecieron los grafitis invadiendo las estaciones y los vagones.
La falta de medidas para contrarrestar esas conductas terminó por generar el ambiente de que el metro era tierra de nadie; pronto las pandillas juveniles se “apropiaron” de él para cometer delitos menores y el número de usuarios se redujo considerablemente.
A primera vista, aplicar este escenario al ST puede parecer una exageración. No obstante, basta con observar otras actividades que van más “adelantadas”. Por ejemplo, los motociclistas. Las motos son un medio de transporte económico, eficiente e inteligente, por la relación entre el peso transportado y la energía necesaria (además, algunos dicen que es la venganza japonesa); esto es bueno para una sociedad que las utiliza adecuadamente.
En Colombia el problema radica en que los conductores de estos vehículos actúan como si las normas de tránsito no existieran; no saben que los andenes son para los peatones, que no se puede ir en contravía, que los semáforos se deben respetar, e incluso ignoran que la rampa de los puentes peatonales es para las personas mayores o en silla de ruedas y no para las motos.
¿Y por qué actúan así? La teoría de los vidrios rotos indica que lo hacen porque otros lo hacen y nadie les dice nada. Lo hacen porque es muy poco probable que la autoridad los sancione (a esto contribuyen los publicitados casos de conductores de buses que acumulan infracciones de tránsito por sumas millonarias y siguen manejando sin problema).
Volviendo al ST, las débiles sanciones (ningún arrestado por tratarse de delitos menores y tener las cárceles llenas), posibles multas moderadas (en consideración a que los papás son pobres) y aumento de la vigilancia solo por unos pocos días, dejan en la sociedad la imagen de que esos actos vandálicos no tienen mayores repercusiones.
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