Publicado en Portafolio el 22 de diciembre de 2017
Los niveles de educación de los trabajadores reflejan una grave falencia del sistema educativo colombiano: no hay preparación para el trabajo. En efecto, el 80% de los ocupados informales y el 45% de los formales tienen grado de secundaria o menos.
Como la mayoría de los egresados de secundaria no consigue cupo en la educación superior o no cuenta con financiación, se enfrenta al mercado laboral sin una formación específica. Su destino, igual que el de los no bachilleres, es engancharse en lo que salga, con bajos ingresos: salario mínimo, si se gana la lotería y accede al mercado formal; menos, si entra al informal; uno azaroso en la delincuencia; y cero en el mundo de los “ninis”.
El país tuvo hace varias décadas unas instituciones de educación técnica de alta calidad, con estudiantes que cursaban siete años de secundaria (uno más que en los colegios tradicionales). En algún momento se buscó fomentar y ampliar este tipo de educación mediante la creación de los INEM, aun cuando su calidad era inferior a la de colegios como el Técnico Central. Esa opción sobrevive, pero ha perdido protagonismo y su cobertura es muy baja.
El país debería emular el ejemplo de Alemania. Hoy en día, los muchachos desde los 10 y 11 años de edad cuentan con diversas alternativas de formación. En la secundaria “alta”, los estudiantes tienen la posibilidad de laborar en empresas para practicar los conocimientos que reciben en las aulas de clase; las áreas de formación técnica están en función de los requerimientos de mano de obra de las empresas, lo que hace muy pertinente la formación y bajo el desempleo de los bachilleres.
Cuando terminan la secundaria, además de la vinculación al mercado laboral, pueden ingresar a instituciones de formación de tecnólogos o a la educación universitaria para adquirir una formación teórica.
Las repercusiones económicas de la formación técnica secundaria y terciaria son notables. Ella es una de las bases de la productividad y de la potencia económica de Alemania, lo que llevó a otras economías desarrolladas a adaptar este modelo a sus sistemas educativos, desde el siglo XIX. También fueron evidentes los resultados durante la Gran Recesión que asoló al mundo desarrollado recientemente; mientras en países como España el desempleo juvenil superó el 50%, en Alemania apenas bordeó el 9%.
Estas diferencias indujeron a la OECD a desarrollar investigaciones orientadas a evaluar entre los países miembro las políticas de formación para el trabajo con base en institutos técnicos de educación secundaria y terciaria; las resultantes recomendaciones de política son útiles para países como Colombia.
Habrá quienes se opongan a este tipo de educación aduciendo que castran la creatividad, la sensibilidad hacia las artes y la formación de científicos que impulsen la innovación y el desarrollo. Pues nada más alejado de la realidad; los alemanes se han destacado en los últimos siglos por sus notables aportes al avance de la ciencia y las artes.
Las diferencias saltan a la vista. De los matriculados en educación superior en un año, en Colombia menos del 30% son técnicos o tecnólogos, mientras que en Europa superan el 60%. Con niveles como los europeos en el país habría menos informalidad, menos delincuencia, más productividad y, por qué no, mayor emprendimiento.
A diversificar
Publicado en Portafolio el viernes 24 de noviembre de 2017
Por décadas hemos debatido sobre la diversificación de la canasta exportadora colombiana; utilizamos múltiples instrumentos, incentivos y programas; connotados consultores internacionales han orientado a los gobiernos; y con frecuencia hemos modificado la institucionalidad para promoción del comercio internacional.
No obstante, el balance es pobre: 1. El coeficiente de exportaciones de bienes y servicios a PIB, que era 15.7% en 1960, fue 14% en 2016. 2. Las exportaciones de bienes primarios eran el 67% del total en 1991 y en 2016 fueron el 71%. 3. Solo el 0.4% de las empresas exporta, mientras que la media de América Latina es el 1.1% y en las economías desarrolladas superan el 4%.
A pesar de la apertura de Gaviria y de las políticas implementados en las siguientes administraciones, los empresarios se las han arreglado para mantener el status quo mediante el cabildeo, que desencadenó la proliferación de medidas no arancelarias para compensar las rebajas arancelarias.
El problema es que, entretanto, el mundo cambió y lo sigue haciendo a pasos cada vez más grandes. Ya no es solo la globalización con su fragmentación de los procesos de producción y la creación de cadenas globales de valor –de las que estamos auto-marginados–, sino que ahora comenzó la denominada Cuarta Revolución Industrial, con la robotización y la competencia virtual de numerosos productos y servicios que desplazan mano de obra.
Países como Colombia, cuyas supuestas ventajas están en la abundancia de mano de obra y de recursos naturales, corren el riesgo de volver a la edad de piedra y de entrar a lo que Paul Collier denominó el “club de la miseria”; las economías que se quedaron del tren del desarrollo, sumidas en el atraso y la miseria.
Bastan dos ejemplos para ver cómo se está moviendo el mundo y qué tipo de repercusiones puede tener sobre Colombia. Primero, parece una historia de ciencia ficción, pero la producción de carne en laboratorios ya es una realidad, como lo mostró el exministro Luis Guillermo Plata en un artículo reciente en Portafolio (“¿Carne sin vacas?”); cuando se produzca a escala comercial, los países ganaderos o con “potencial”, como el nuestro, se quedarán viendo un chispero. En ese contexto, los ganaderos enfrentan un dilema: o dan el salto tecnológico de una vez por todas o se dedican a crear museos pecuarios.
Segundo, los mercados de petróleo y carbón pueden desaparecer. Diversos estudios del FMI (“El fin de la era del petróleo: Es solo cuestión de tiempo”) destacan la creciente probabilidad de sustitución de estos combustibles por la energía eléctrica; calculan que hacia el 2040 el 90% de los vehículos (que hoy consumen el 45% del petróleo) serán eléctricos y la generación de electricidad provendrá de fuentes diferentes a los hidrocarburos.
Esto significa que en pocos años desaparecerá la fuente del 50% de nuestras exportaciones, si no es que antes se agotan las reservas de petróleo, que hoy se estiman para cinco años.
Conclusión: diversificamos o diversificamos. Con dos restricciones: una, tiene que ser hacia bienes y servicios sofisticados, que son los que demanda el mundo y actualmente no producimos; dos, la política de promoción del comercio internacional debe ser una política de Estado. En caso contrario, podemos comenzar las gestiones diplomáticas para integrarnos al “club de la miseria
Por décadas hemos debatido sobre la diversificación de la canasta exportadora colombiana; utilizamos múltiples instrumentos, incentivos y programas; connotados consultores internacionales han orientado a los gobiernos; y con frecuencia hemos modificado la institucionalidad para promoción del comercio internacional.
No obstante, el balance es pobre: 1. El coeficiente de exportaciones de bienes y servicios a PIB, que era 15.7% en 1960, fue 14% en 2016. 2. Las exportaciones de bienes primarios eran el 67% del total en 1991 y en 2016 fueron el 71%. 3. Solo el 0.4% de las empresas exporta, mientras que la media de América Latina es el 1.1% y en las economías desarrolladas superan el 4%.
A pesar de la apertura de Gaviria y de las políticas implementados en las siguientes administraciones, los empresarios se las han arreglado para mantener el status quo mediante el cabildeo, que desencadenó la proliferación de medidas no arancelarias para compensar las rebajas arancelarias.
El problema es que, entretanto, el mundo cambió y lo sigue haciendo a pasos cada vez más grandes. Ya no es solo la globalización con su fragmentación de los procesos de producción y la creación de cadenas globales de valor –de las que estamos auto-marginados–, sino que ahora comenzó la denominada Cuarta Revolución Industrial, con la robotización y la competencia virtual de numerosos productos y servicios que desplazan mano de obra.
Países como Colombia, cuyas supuestas ventajas están en la abundancia de mano de obra y de recursos naturales, corren el riesgo de volver a la edad de piedra y de entrar a lo que Paul Collier denominó el “club de la miseria”; las economías que se quedaron del tren del desarrollo, sumidas en el atraso y la miseria.
Bastan dos ejemplos para ver cómo se está moviendo el mundo y qué tipo de repercusiones puede tener sobre Colombia. Primero, parece una historia de ciencia ficción, pero la producción de carne en laboratorios ya es una realidad, como lo mostró el exministro Luis Guillermo Plata en un artículo reciente en Portafolio (“¿Carne sin vacas?”); cuando se produzca a escala comercial, los países ganaderos o con “potencial”, como el nuestro, se quedarán viendo un chispero. En ese contexto, los ganaderos enfrentan un dilema: o dan el salto tecnológico de una vez por todas o se dedican a crear museos pecuarios.
Segundo, los mercados de petróleo y carbón pueden desaparecer. Diversos estudios del FMI (“El fin de la era del petróleo: Es solo cuestión de tiempo”) destacan la creciente probabilidad de sustitución de estos combustibles por la energía eléctrica; calculan que hacia el 2040 el 90% de los vehículos (que hoy consumen el 45% del petróleo) serán eléctricos y la generación de electricidad provendrá de fuentes diferentes a los hidrocarburos.
Esto significa que en pocos años desaparecerá la fuente del 50% de nuestras exportaciones, si no es que antes se agotan las reservas de petróleo, que hoy se estiman para cinco años.
Conclusión: diversificamos o diversificamos. Con dos restricciones: una, tiene que ser hacia bienes y servicios sofisticados, que son los que demanda el mundo y actualmente no producimos; dos, la política de promoción del comercio internacional debe ser una política de Estado. En caso contrario, podemos comenzar las gestiones diplomáticas para integrarnos al “club de la miseria
Política industrial y 'antispace'
Publicado en Portafolio el 20 de octubre de 2017
La política industrial siempre es un tema polémico que genera inagotables debates.
El reciente libro del premio nobel de economía Jean Tirole, “La economía del bien común”, aborda el tema mostrando que, quiéranlo o no, todos los gobiernos hacen política industrial. Y lo hacen porque no todos los mercados funcionan como en la teoría; en el mundo real se presentan fallas que, de no ser corregidas por la intervención gubernamental, deterioran el bienestar de la población.
Un ejemplo de fallas de mercado en Colombia, lo ilustra el tristemente célebre edificio Space de Medellín: una construcción de mala calidad, que generó una tragedia con 12 personas muertas y numerosos damnificados que perdieron su patrimonio.
Tirole diferencia seis categorías de fallas de mercado, de las cuales al menos tres aplican a este caso. Primera, el comprador no tiene plena información, lo que justifica la existencia de una autoridad que reprima el fraude. Segunda, los detalles de la transacción desbordan la capacidad del individuo, como ocurre en los contratos financieros, lo que explica la existencia de la autoridad de supervisión financiera. Tercera, el poder de mercado de empresas que constriñen al consumidor a pagar precios muy elevados o a adquirir productos de mediocre calidad; esto hace necesaria la autoridad de competencia.
La experiencia de los compradores del Space demostró que la construcción de viviendas en condiciones de mercado registra esas fallas porque algunos constructores actúan de mala fe. Ellos abusan de las imperfecciones de la información, pues la gran mayoría de los compradores no tiene acceso a las especificaciones técnicas de la construcción (primera falla) y si lo tuvieran, difícilmente las entenderían (segunda falla); por último, es evidente que los timan al venderles productos que no cumplen estándares mínimos de calidad (tercera falla).
Como respuesta a esas fallas, se tramitó la Ley 1796, más conocida como “antispace”, que fue sancionada el 13 de julio de 2016. En el artículo 8 se establecen al menos cuatro opciones para que los constructores amparen los perjuicios patrimoniales de los compradores de vivienda: patrimonio del constructor, garantías bancarias, productos financieros y seguros.
Transcurridos quince meses de la sanción, el artículo no ha sido reglamentado como lo ordena la ley. Esto significa que todas las viviendas que se han vendido en ese periodo no tienen esa garantía, creada para corregir las fallas de mercado mencionadas.
Si estuviera reglamentado, la exposición del propio patrimonio o las consecuencias de usar las opciones del sector financiero repercutirían, para beneficio de los consumidores y del propio sector de la construcción, en la exclusión de los constructores que actúan de mala fe.
La gravedad de esa falta de reglamentación se aprecia con el caso reciente del edificio en construcción Blas de Leso II en Cartagena, que se desplomó matando a 21 personas y dejando heridas a 23. Además, en estos quince meses se han desalojado diversos edificios en varias ciudades para evitar nuevas tragedias.
Lo que sale a flote es que también hay fallas de gobierno que necesitan cirugía. ¿Cuántos spaces o blas de lesos necesitan los funcionarios encargados de reglamentar la ley para cumplir con sus obligaciones? ¿O será que los de la mala fe están bloqueando la reglamentación, con las mismas tácticas que “convencen” a los curadores urbanos?
La política industrial siempre es un tema polémico que genera inagotables debates.
El reciente libro del premio nobel de economía Jean Tirole, “La economía del bien común”, aborda el tema mostrando que, quiéranlo o no, todos los gobiernos hacen política industrial. Y lo hacen porque no todos los mercados funcionan como en la teoría; en el mundo real se presentan fallas que, de no ser corregidas por la intervención gubernamental, deterioran el bienestar de la población.
Un ejemplo de fallas de mercado en Colombia, lo ilustra el tristemente célebre edificio Space de Medellín: una construcción de mala calidad, que generó una tragedia con 12 personas muertas y numerosos damnificados que perdieron su patrimonio.
Tirole diferencia seis categorías de fallas de mercado, de las cuales al menos tres aplican a este caso. Primera, el comprador no tiene plena información, lo que justifica la existencia de una autoridad que reprima el fraude. Segunda, los detalles de la transacción desbordan la capacidad del individuo, como ocurre en los contratos financieros, lo que explica la existencia de la autoridad de supervisión financiera. Tercera, el poder de mercado de empresas que constriñen al consumidor a pagar precios muy elevados o a adquirir productos de mediocre calidad; esto hace necesaria la autoridad de competencia.
La experiencia de los compradores del Space demostró que la construcción de viviendas en condiciones de mercado registra esas fallas porque algunos constructores actúan de mala fe. Ellos abusan de las imperfecciones de la información, pues la gran mayoría de los compradores no tiene acceso a las especificaciones técnicas de la construcción (primera falla) y si lo tuvieran, difícilmente las entenderían (segunda falla); por último, es evidente que los timan al venderles productos que no cumplen estándares mínimos de calidad (tercera falla).
Como respuesta a esas fallas, se tramitó la Ley 1796, más conocida como “antispace”, que fue sancionada el 13 de julio de 2016. En el artículo 8 se establecen al menos cuatro opciones para que los constructores amparen los perjuicios patrimoniales de los compradores de vivienda: patrimonio del constructor, garantías bancarias, productos financieros y seguros.
Transcurridos quince meses de la sanción, el artículo no ha sido reglamentado como lo ordena la ley. Esto significa que todas las viviendas que se han vendido en ese periodo no tienen esa garantía, creada para corregir las fallas de mercado mencionadas.
Si estuviera reglamentado, la exposición del propio patrimonio o las consecuencias de usar las opciones del sector financiero repercutirían, para beneficio de los consumidores y del propio sector de la construcción, en la exclusión de los constructores que actúan de mala fe.
La gravedad de esa falta de reglamentación se aprecia con el caso reciente del edificio en construcción Blas de Leso II en Cartagena, que se desplomó matando a 21 personas y dejando heridas a 23. Además, en estos quince meses se han desalojado diversos edificios en varias ciudades para evitar nuevas tragedias.
Lo que sale a flote es que también hay fallas de gobierno que necesitan cirugía. ¿Cuántos spaces o blas de lesos necesitan los funcionarios encargados de reglamentar la ley para cumplir con sus obligaciones? ¿O será que los de la mala fe están bloqueando la reglamentación, con las mismas tácticas que “convencen” a los curadores urbanos?
Las diferencias en el desarrollo regional
Publicado en la Revista Fasecolda No. 167, octubre 2017
La nueva geografía económica postula que la distribución espacial de la producción es dinámica; cambia con el modelo de desarrollo económico y con la forma de vinculación de las economías al comercio mundial.
Los empresarios de cualquier actividad económica deberían hacer una revisión periódica de los cambios que se están propiciando en la localización de la producción; con base en ella pueden adoptar las decisiones estratégicas que les permitan no solo la continuidad del negocio en la nueva distribución geográfica, sino el aprovechamiento de oportunidades emergentes.
Competitividad y localización
En el caso colombiano, se escucha todavía el trivial argumento de que estando a mil kilómetros de las costas no somos competitivos, especialmente cuando no contamos con una infraestructura moderna, y que, por eso, los acuerdos comerciales tendrán impactos negativos en la economía.
Ese argumento desconoce que las importaciones también tienen que recorrer esos mismos mil kilómetros para competir con la industria y los servicios locales y que la deficiente infraestructura impacta sus costos de operación como lo hace a los productos nacionales.
En realidad, el problema de competitividad es evidente cuando una empresa localizada en Bogotá, por ejemplo, usa insumos importados que tienen que pagar un arancel y luego atravesar medio país para ser incorporados en un producto destinado al comercio exterior; posteriormente, ese producto debe recorrer los mil kilómetros para salir del país a los mercados internacionales.
Desde hace mucho tiempo, la economía internacional señaló que la distancia actúa como un arancel; entre más kilómetros deba recorrer un producto para llegar a su mercado de destino, más costos de logística incorporará y menos competitivo será frente a los que hacen recorridos menores.
Más elocuentemente lo señaló un estudio del BID titulado Muy lejos para exportar. Su conclusión es tajante: competir en los mercados internacionales cuando la producción se localiza a miles de kilómetros de los puertos es imposible (Mesquita, et al; 2013).
¿A qué lleva todo esto? A que la actual distribución espacial de la producción colombiana es herencia del modelo de sustitución de importaciones. Recordemos que en ese modelo se pregonaba que primero se debía desarrollar el mercado interno y después, cuando el aparato productivo fuera competitivo, se abriría la economía y se lanzarían las empresas a la conquista de la economía mundial.
Ese ideal no fue alcanzado porque las políticas proteccionistas generan sesgos antiexportadores, mala asignación de los recursos en la economía e ineficiencias en la producción, que son pagadas por los consumidores (Little, Scitovsky y Scott, 1975).
Lo anterior significa que en una economía globalizada, si el modelo económico de un país cambia hacia una economía abierta, la distribución espacial de la producción debe cambiar, para no incurrir en el riesgo de desaparecer frente a la competencia internacional.
El caso de Colombia
Colombia intentó inducir el cambio de su geografía económica con la apertura unilateral del presidente Gaviria en 1991. Se bajó el arancel promedio, cercano al 50%, al 11%, se eliminó la licencia previa, se desmontó el control de cambios y se suprimieron las restricciones a la inversión extranjera.
Pero esa política no cambió la distribución espacial de la producción porque la reacción de los empresarios fue la intensificación del cabildeo para sustituir la protección arancelaria por la no arancelaria. Un estudio de investigadores del Banco de la República demostró la explosión de barreras no arancelarias desde la apertura económica: de 1.102 medidas que estaban vigentes en 1991, se llegó en 2007 a 24.357 (García, et al; 2014).
Desde entonces, nominalmente la economía fue clasificada como «abierta», cuando en la práctica siguió siendo cerrada. Como consecuencia, muchos empresarios no adoptaron las decisiones de inversión y modernización que demandaba el nuevo entorno; tampoco relocalizaron las empresas (Fernández, 1998) y menos aún se desarrolló una orientación exportadora que se reflejara en cambios estructurales en la canasta de exportación.
En lo corrido del presente siglo las cosas empiezan a cambiar con la negociación de los tratados de libre comercio (TLC), pues ellos implican compromisos internacionales que hay que cumplir y ante los cuales el cabildeo pierde fuerza. Los TLC tendrán profundas repercusiones sobre el aparato productivo del país: inducen reformas regulatorias y la adopción de los mejores estándares técnicos; los empresarios tienen que incrementar la calidad de los productos y servicios; propician la modernización tecnológica de los procesos de producción; desencadenan la reasignación de recursos desde actividades ineficientes hacia actividades con ventajas comparativas; e incentivan las decisiones de relocalización, si la opción es aprovechar las ventajas de acceso preferencial obtenidas.
Hay quienes tienen afán de juzgar los TLC y aprovechan los resultados deficitarios en la balanza comercial para aseverar que son un fracaso. La realidad es que pocas cosas han cambiado, por un lado, por la inercia de décadas de proteccionismo y, por otro, porque los acuerdos con mayores impactos esperados llevan poco tiempo de vigencia y la reasignación de recursos no se produce de forma inmediata. Por eso, seguimos clasificando como una de las economías más cerradas del mundo en las comparaciones internacionales.
Según el Global Competitiveness Report 2016-2017, en los coeficientes de exportaciones e importaciones sobre PIB quedamos en el puesto 126 entre 138 países; en el arancel, con un nivel nominal promedio del 6.4%, en el puesto 79; y en barreras no arancelarias en el puesto 94 (Schwab, 2016).
Las cifras disponibles muestran que se están registrando algunos cambios en la distribución espacial de la producción nacional, pero no son los esperados.
La evaluación de la participación de los departamentos en el PIB entre 2000 y 2016 indica que 14 departamentos perdieron 5.8 puntos, que fueron ganados por ocho, mientras que los restantes 11 la mantuvieron inalterada. Entre los perdedores están, como se esperaba, Bogotá y Cundinamarca; pero sorprende que hagan parte de ese conjunto el Valle, Atlántico y Magdalena (cuadro 1). Especialmente llama la atención el caso de Atlántico, pues es la región con mayores cambios aparentes en los años recientes y hacia donde es más probable la relocalización de empresas.
Entre los ganadores también hay sorpresas (cuadro 2); lideran Meta y Santander, con tres cuartas partes del incremento mencionado, y solo hay un departamento con puerto marítimo: Bolívar.
De estos, el Meta es un departamento petrolero, lo que explica su repunte de casi tres puntos en la participación en el PIB nacional; su producción de petróleo pasó del 0.4% del PIB nacional en 2000-2004 al 3.0% en el periodo 2013-2016. Pero la tendencia de producción de este hidrocarburo es a la baja, por lo que su importancia relativa viene declinando, igual que la participación del departamento en el valor agregado de Colombia; lamentablemente, la bonanza de precios internacionales del petróleo no se aprovechó para diversificar la estructura productiva departamental.
El caso de Santander es más llamativo, pues está lejos de los puertos. Su mayor participación en el PIB del país es aportada, en orden de magnitud, por la construcción, la industria y la minería. En el sector industrial es fundamental la actividad de refinación, que ha impulsado el desarrollo de la metalmecánica y los servicios empresariales a las petroleras; ellas se suman a la producción tradicional de calzado y confecciones y a los importantes avances en medicina, con particular orientación al turismo de salud, y en avicultura.
Santander también registra un notable incremento de su PIB per cápita, que pasó del cuarto al segundo puesto entre 2000 y 2016, superando el de Bogotá en un 16% en este último año (gráfico 1). Finalmente, excluyendo al Meta, Santander registra la segunda productividad laboral más alta de Colombia, después de Bogotá.
Reflexiones finales
Los cambios que se vienen registrando en la distribución espacial de la producción colombiana no parecen responder a las tendencias de globalización y de aprovechamiento de los TLC.
Con excepción de los servicios que no requieren relocalización –como el turismo de salud en Santander–, la producción de manufacturas de exportación demanda la instalación de plantas cerca a los puertos.
Transcurridos más de 25 años desde la apertura unilateral, es vital entender por qué no están ocurriendo los cambios esperados en la geografía económica del país y qué se debe hacer para incentivar la relocalización. Esperemos que sean preguntas centrales en los debates que se avecinan.
Bibliografía
Fernández, C. (1998). "Agglomeration and Trade: The Case of Colombia". Ensayos sobre Política Económica, No. 33.
García, J., López, D., Montes, E. y Esguerra, P., (2014), "Una visión general de la política comercial colombiana 1950-2012". Borradores de Economía No. 817.
Little, I., Scitovsky, T. y Scott, M. (1975). Industria y comercio en algunos países en desarrollo. Fondo de Cultura Económica, México.
Mesquita,M., Blyde, J., Volpe, C. y Molina, D. (2013). Muy lejos para exportar. BID, Washington.
Schwab, K., (2016). World Competitiveness Report 2016-2017. World Economic Forum, Geneva.
La nueva geografía económica postula que la distribución espacial de la producción es dinámica; cambia con el modelo de desarrollo económico y con la forma de vinculación de las economías al comercio mundial.
Los empresarios de cualquier actividad económica deberían hacer una revisión periódica de los cambios que se están propiciando en la localización de la producción; con base en ella pueden adoptar las decisiones estratégicas que les permitan no solo la continuidad del negocio en la nueva distribución geográfica, sino el aprovechamiento de oportunidades emergentes.
Competitividad y localización
En el caso colombiano, se escucha todavía el trivial argumento de que estando a mil kilómetros de las costas no somos competitivos, especialmente cuando no contamos con una infraestructura moderna, y que, por eso, los acuerdos comerciales tendrán impactos negativos en la economía.
Ese argumento desconoce que las importaciones también tienen que recorrer esos mismos mil kilómetros para competir con la industria y los servicios locales y que la deficiente infraestructura impacta sus costos de operación como lo hace a los productos nacionales.
En realidad, el problema de competitividad es evidente cuando una empresa localizada en Bogotá, por ejemplo, usa insumos importados que tienen que pagar un arancel y luego atravesar medio país para ser incorporados en un producto destinado al comercio exterior; posteriormente, ese producto debe recorrer los mil kilómetros para salir del país a los mercados internacionales.
Desde hace mucho tiempo, la economía internacional señaló que la distancia actúa como un arancel; entre más kilómetros deba recorrer un producto para llegar a su mercado de destino, más costos de logística incorporará y menos competitivo será frente a los que hacen recorridos menores.
Más elocuentemente lo señaló un estudio del BID titulado Muy lejos para exportar. Su conclusión es tajante: competir en los mercados internacionales cuando la producción se localiza a miles de kilómetros de los puertos es imposible (Mesquita, et al; 2013).
¿A qué lleva todo esto? A que la actual distribución espacial de la producción colombiana es herencia del modelo de sustitución de importaciones. Recordemos que en ese modelo se pregonaba que primero se debía desarrollar el mercado interno y después, cuando el aparato productivo fuera competitivo, se abriría la economía y se lanzarían las empresas a la conquista de la economía mundial.
Ese ideal no fue alcanzado porque las políticas proteccionistas generan sesgos antiexportadores, mala asignación de los recursos en la economía e ineficiencias en la producción, que son pagadas por los consumidores (Little, Scitovsky y Scott, 1975).
Lo anterior significa que en una economía globalizada, si el modelo económico de un país cambia hacia una economía abierta, la distribución espacial de la producción debe cambiar, para no incurrir en el riesgo de desaparecer frente a la competencia internacional.
El caso de Colombia
Colombia intentó inducir el cambio de su geografía económica con la apertura unilateral del presidente Gaviria en 1991. Se bajó el arancel promedio, cercano al 50%, al 11%, se eliminó la licencia previa, se desmontó el control de cambios y se suprimieron las restricciones a la inversión extranjera.
Pero esa política no cambió la distribución espacial de la producción porque la reacción de los empresarios fue la intensificación del cabildeo para sustituir la protección arancelaria por la no arancelaria. Un estudio de investigadores del Banco de la República demostró la explosión de barreras no arancelarias desde la apertura económica: de 1.102 medidas que estaban vigentes en 1991, se llegó en 2007 a 24.357 (García, et al; 2014).
Desde entonces, nominalmente la economía fue clasificada como «abierta», cuando en la práctica siguió siendo cerrada. Como consecuencia, muchos empresarios no adoptaron las decisiones de inversión y modernización que demandaba el nuevo entorno; tampoco relocalizaron las empresas (Fernández, 1998) y menos aún se desarrolló una orientación exportadora que se reflejara en cambios estructurales en la canasta de exportación.
En lo corrido del presente siglo las cosas empiezan a cambiar con la negociación de los tratados de libre comercio (TLC), pues ellos implican compromisos internacionales que hay que cumplir y ante los cuales el cabildeo pierde fuerza. Los TLC tendrán profundas repercusiones sobre el aparato productivo del país: inducen reformas regulatorias y la adopción de los mejores estándares técnicos; los empresarios tienen que incrementar la calidad de los productos y servicios; propician la modernización tecnológica de los procesos de producción; desencadenan la reasignación de recursos desde actividades ineficientes hacia actividades con ventajas comparativas; e incentivan las decisiones de relocalización, si la opción es aprovechar las ventajas de acceso preferencial obtenidas.
Hay quienes tienen afán de juzgar los TLC y aprovechan los resultados deficitarios en la balanza comercial para aseverar que son un fracaso. La realidad es que pocas cosas han cambiado, por un lado, por la inercia de décadas de proteccionismo y, por otro, porque los acuerdos con mayores impactos esperados llevan poco tiempo de vigencia y la reasignación de recursos no se produce de forma inmediata. Por eso, seguimos clasificando como una de las economías más cerradas del mundo en las comparaciones internacionales.
Según el Global Competitiveness Report 2016-2017, en los coeficientes de exportaciones e importaciones sobre PIB quedamos en el puesto 126 entre 138 países; en el arancel, con un nivel nominal promedio del 6.4%, en el puesto 79; y en barreras no arancelarias en el puesto 94 (Schwab, 2016).
Las cifras disponibles muestran que se están registrando algunos cambios en la distribución espacial de la producción nacional, pero no son los esperados.
La evaluación de la participación de los departamentos en el PIB entre 2000 y 2016 indica que 14 departamentos perdieron 5.8 puntos, que fueron ganados por ocho, mientras que los restantes 11 la mantuvieron inalterada. Entre los perdedores están, como se esperaba, Bogotá y Cundinamarca; pero sorprende que hagan parte de ese conjunto el Valle, Atlántico y Magdalena (cuadro 1). Especialmente llama la atención el caso de Atlántico, pues es la región con mayores cambios aparentes en los años recientes y hacia donde es más probable la relocalización de empresas.
Entre los ganadores también hay sorpresas (cuadro 2); lideran Meta y Santander, con tres cuartas partes del incremento mencionado, y solo hay un departamento con puerto marítimo: Bolívar.
De estos, el Meta es un departamento petrolero, lo que explica su repunte de casi tres puntos en la participación en el PIB nacional; su producción de petróleo pasó del 0.4% del PIB nacional en 2000-2004 al 3.0% en el periodo 2013-2016. Pero la tendencia de producción de este hidrocarburo es a la baja, por lo que su importancia relativa viene declinando, igual que la participación del departamento en el valor agregado de Colombia; lamentablemente, la bonanza de precios internacionales del petróleo no se aprovechó para diversificar la estructura productiva departamental.
El caso de Santander es más llamativo, pues está lejos de los puertos. Su mayor participación en el PIB del país es aportada, en orden de magnitud, por la construcción, la industria y la minería. En el sector industrial es fundamental la actividad de refinación, que ha impulsado el desarrollo de la metalmecánica y los servicios empresariales a las petroleras; ellas se suman a la producción tradicional de calzado y confecciones y a los importantes avances en medicina, con particular orientación al turismo de salud, y en avicultura.
Santander también registra un notable incremento de su PIB per cápita, que pasó del cuarto al segundo puesto entre 2000 y 2016, superando el de Bogotá en un 16% en este último año (gráfico 1). Finalmente, excluyendo al Meta, Santander registra la segunda productividad laboral más alta de Colombia, después de Bogotá.
Reflexiones finales
Los cambios que se vienen registrando en la distribución espacial de la producción colombiana no parecen responder a las tendencias de globalización y de aprovechamiento de los TLC.
Con excepción de los servicios que no requieren relocalización –como el turismo de salud en Santander–, la producción de manufacturas de exportación demanda la instalación de plantas cerca a los puertos.
Transcurridos más de 25 años desde la apertura unilateral, es vital entender por qué no están ocurriendo los cambios esperados en la geografía económica del país y qué se debe hacer para incentivar la relocalización. Esperemos que sean preguntas centrales en los debates que se avecinan.
Bibliografía
Fernández, C. (1998). "Agglomeration and Trade: The Case of Colombia". Ensayos sobre Política Económica, No. 33.
García, J., López, D., Montes, E. y Esguerra, P., (2014), "Una visión general de la política comercial colombiana 1950-2012". Borradores de Economía No. 817.
Little, I., Scitovsky, T. y Scott, M. (1975). Industria y comercio en algunos países en desarrollo. Fondo de Cultura Económica, México.
Mesquita,M., Blyde, J., Volpe, C. y Molina, D. (2013). Muy lejos para exportar. BID, Washington.
Schwab, K., (2016). World Competitiveness Report 2016-2017. World Economic Forum, Geneva.
Peñalosa y los conductores asesinos
Publicado en Portafolio el viernes 22 de septiembre de 2017
Los principales medios del país citaron la siguiente afirmación del alcalde Peñalosa: “ojalá que los jueces sean especialmente drásticos con los automovilistas que matan y asesinan ciclistas”.
Si no está citado fuera de contexto, pareciera que Peñalosa tiene como asesores de comunicaciones a los contradictores que están impulsando la revocatoria de su mandato.
Según la Real Academia Española, asesinar es “matar a alguien con alevosía, ensañamiento o por una recompensa”. Asesinos son los terroristas del Estado Islámico que utilizan automotores para asesinar inocentes transeúntes en Europa. Pero, salvo casos aislados, no es esa la causal de muerte de los ciclistas en accidentes de tránsito en Bogotá y en resto del país.
Las desatinadas declaraciones del burgomaestre dan pie para debatir algunos temas en torno a los ciclistas y la accidentalidad de tránsito. En primer lugar, la gran mayoría de quienes utilizan la bicicleta carecen de la más mínima cultura ciudadana; si hay quejas permanentes por el irrespeto de los motociclistas de las reglas de tránsito, el problema es aún mayor con los ciclistas.
Con pocas excepciones, los ciclistas no respetan los semáforos; no conocen qué es una contravía; muy pocos utilizan un casco que realmente les brinde alguna protección; en los andenes y en los puentes peatonales son un peligro para los transeúntes; y en las vías no tienen en cuenta los espacios y la velocidad para que un conductor pueda reaccionar ante las piruetas y movimientos intempestivos que hacen para lucirse o para evitar un bache.
Eso evidencia la ausencia de autoridad, empezando por los alcaldes, para hacer cumplir las normas básicas de convivencia en los espacios públicos; también es evidencia de alcaldes que no implementan campañas masivas de educación para cambiar el comportamiento de los ciclistas. Tampoco hay autoridad que les exija un equipo mínimo de protección. Teóricamente los infractores podrían ser multados, pero, como lo reconocen las autoridades de tránsito, poco y nada se aplican estas sanciones y cuando lo hacen es casi nulo el pago que de ellas se hace.
En segundo lugar, es muy bueno, muy sano y positivo para el medio ambiente impulsar el uso de la bicicleta. Pero no tiene por qué hacerse al costo de satanizar a los automovilistas, ni forzar a los peatones a hacer acrobacias para no invadir las ciclo-rutas que se inventaron reduciendo los andenes (ejemplo carrera 11 entre las calles 72 y 76).
En tercer lugar, es útil analizar las pocas cifras disponibles sobre accidentalidad vial. Los datos de Medicina Legal para 2016 indican que en Colombia murieron 379 ciclistas y 2.748 sufrieron lesiones en accidentes de tránsito.
En la revista Forensis, Medicina Legal hace unas precisiones importantes: 43.1% de las muertes fueron ocasionadas por “volcamientos o caídas del ocupante” y 25.5% por “choque con objeto fijo o en movimiento”. Ninguno de los dos conceptos tiene una explicación ampliada en la publicación oficial, pero es claro que el 68.6% de las muertes de ciclistas no fue por automotores que los atropellaron.
La reducción de la mortalidad vial es responsabilidad de todos: conductores, ciclistas, alcaldes y la Agencia Nacional de Seguridad Vial. Pero hay que respetar los derechos de cada uno, no satanizar a nadie y evaluar objetivamente las causas de la accidentalidad.
Los principales medios del país citaron la siguiente afirmación del alcalde Peñalosa: “ojalá que los jueces sean especialmente drásticos con los automovilistas que matan y asesinan ciclistas”.
Si no está citado fuera de contexto, pareciera que Peñalosa tiene como asesores de comunicaciones a los contradictores que están impulsando la revocatoria de su mandato.
Según la Real Academia Española, asesinar es “matar a alguien con alevosía, ensañamiento o por una recompensa”. Asesinos son los terroristas del Estado Islámico que utilizan automotores para asesinar inocentes transeúntes en Europa. Pero, salvo casos aislados, no es esa la causal de muerte de los ciclistas en accidentes de tránsito en Bogotá y en resto del país.
Las desatinadas declaraciones del burgomaestre dan pie para debatir algunos temas en torno a los ciclistas y la accidentalidad de tránsito. En primer lugar, la gran mayoría de quienes utilizan la bicicleta carecen de la más mínima cultura ciudadana; si hay quejas permanentes por el irrespeto de los motociclistas de las reglas de tránsito, el problema es aún mayor con los ciclistas.
Con pocas excepciones, los ciclistas no respetan los semáforos; no conocen qué es una contravía; muy pocos utilizan un casco que realmente les brinde alguna protección; en los andenes y en los puentes peatonales son un peligro para los transeúntes; y en las vías no tienen en cuenta los espacios y la velocidad para que un conductor pueda reaccionar ante las piruetas y movimientos intempestivos que hacen para lucirse o para evitar un bache.
Eso evidencia la ausencia de autoridad, empezando por los alcaldes, para hacer cumplir las normas básicas de convivencia en los espacios públicos; también es evidencia de alcaldes que no implementan campañas masivas de educación para cambiar el comportamiento de los ciclistas. Tampoco hay autoridad que les exija un equipo mínimo de protección. Teóricamente los infractores podrían ser multados, pero, como lo reconocen las autoridades de tránsito, poco y nada se aplican estas sanciones y cuando lo hacen es casi nulo el pago que de ellas se hace.
En segundo lugar, es muy bueno, muy sano y positivo para el medio ambiente impulsar el uso de la bicicleta. Pero no tiene por qué hacerse al costo de satanizar a los automovilistas, ni forzar a los peatones a hacer acrobacias para no invadir las ciclo-rutas que se inventaron reduciendo los andenes (ejemplo carrera 11 entre las calles 72 y 76).
En tercer lugar, es útil analizar las pocas cifras disponibles sobre accidentalidad vial. Los datos de Medicina Legal para 2016 indican que en Colombia murieron 379 ciclistas y 2.748 sufrieron lesiones en accidentes de tránsito.
En la revista Forensis, Medicina Legal hace unas precisiones importantes: 43.1% de las muertes fueron ocasionadas por “volcamientos o caídas del ocupante” y 25.5% por “choque con objeto fijo o en movimiento”. Ninguno de los dos conceptos tiene una explicación ampliada en la publicación oficial, pero es claro que el 68.6% de las muertes de ciclistas no fue por automotores que los atropellaron.
La reducción de la mortalidad vial es responsabilidad de todos: conductores, ciclistas, alcaldes y la Agencia Nacional de Seguridad Vial. Pero hay que respetar los derechos de cada uno, no satanizar a nadie y evaluar objetivamente las causas de la accidentalidad.
Siete meses de Trumponomics
Publicado en Portafolio el viernes 25 de agosto de 2017
Cumplidos siete meses del gobierno de Trump, son evidentes los cambios que se están precipitando tanto en Estados Unidos como en el mundo.
En geopolítica ocurre algo muy particular. La primera potencia mundial renunció a su liderazgo, por razones poco comprensibles; mientras Trump pronunciaba un discurso antiglobalización al asumir como presidente de los Estados Unidos, el primer ministro chino, Xin Jinping, se tomaba el escenario de Davos para autoproclamarse líder de la globalización.
Entre sus primeras decisiones, el presidente Trump renunció al Trans Pacific Partnership (TPP), el acuerdo comercial más ambicioso de las décadas recientes, en el cual negociaron 12 países de la cuenca del Pacífico. Además de pretender desenmarañar el spaghetti bowl, el acuerdo hacía parte de la estrategia de los Estados Unidos para generar un contrapeso a China en Asia. Con la renuncia, se le dejó el campo libre a esa economía para fortalecer su posición como potencia dominante en el continente asiático.
También frenó el Transatlantic Trade and Investment Partnership (TTIP), que conformaría con la Unión Europea otro acuerdo de enormes dimensiones, pues representaría 60% del PIB mundial, 33% de las transacciones globales de bienes y 42% de las de servicios.
Por fortuna, finalmente Trump entendió que salirse del NAFTA era pegarse un tiro en el píe, por el alto valor agregado estadounidense incorporado en las exportaciones mexicanas; entonces, optó por la renegociación.
Pero, retiró a Estados Unidos del Acuerdo de Paris sobre cambio climático, bombardeó a Siria y Afganistán, amenazó con atacar a Corea del Norte si persiste en sus pruebas nucleares, y, en una apresurada decisión, impuso sanciones a varios funcionarios venezolanos sin consultar al Departamento de Estado; analistas como Oppenheimer consideran esto un error porque le permiten al dictador venezolano posar de víctima del “imperio”.
La renuncia de la primera potencia mundial al liderazgo, revitaliza el papel de los países comunistas en el planeta; China y Rusia están estrechando sus relaciones, olvidando viejas rencillas y haciendo ejercicios navales conjuntos en el mar Báltico. Esto forzó a Alemania y Japón a jugar como contrapesos para limitar los alcances de esa alianza y de las pretensiones chinas.
Entre tanto, la mayor parte de las promesas económicas de Trump se están diluyendo, porque el balance de poderes impide la implementación de decisiones que impactarían negativamente la propia economía estadounidense. El bloqueo comercial contra China, el muro en la frontera con México pagado por los propios mexicanos, la supresión del Obamacare, la rebaja de impuestos a las empresas y el programa de expansión fiscal están embolatados; por si fuera poco, diversos analistas consideran que la reforma tributaria en trámite favorecerá más a los ricos que a las inconformes clases medias que lo eligieron. No obstante, persiste el riesgo de una guerra comercial, si logra sancionar a China por su pasividad frente a Corea del Norte.
Este es apenas el comienzo y, con estos precedentes en tan pocos meses, el futuro luce más incierto que nunca. Las previsiones incluyen tres tipos de escenarios: unos en los que las instituciones logran aislar la economía de los bandazos políticos, otros catastróficos en los que se desata una guerra comercial de grandes proporciones y uno en el que Trump es destituido antes de culminar su mandato. Amanecerá y veremos.
Cumplidos siete meses del gobierno de Trump, son evidentes los cambios que se están precipitando tanto en Estados Unidos como en el mundo.
En geopolítica ocurre algo muy particular. La primera potencia mundial renunció a su liderazgo, por razones poco comprensibles; mientras Trump pronunciaba un discurso antiglobalización al asumir como presidente de los Estados Unidos, el primer ministro chino, Xin Jinping, se tomaba el escenario de Davos para autoproclamarse líder de la globalización.
Entre sus primeras decisiones, el presidente Trump renunció al Trans Pacific Partnership (TPP), el acuerdo comercial más ambicioso de las décadas recientes, en el cual negociaron 12 países de la cuenca del Pacífico. Además de pretender desenmarañar el spaghetti bowl, el acuerdo hacía parte de la estrategia de los Estados Unidos para generar un contrapeso a China en Asia. Con la renuncia, se le dejó el campo libre a esa economía para fortalecer su posición como potencia dominante en el continente asiático.
También frenó el Transatlantic Trade and Investment Partnership (TTIP), que conformaría con la Unión Europea otro acuerdo de enormes dimensiones, pues representaría 60% del PIB mundial, 33% de las transacciones globales de bienes y 42% de las de servicios.
Por fortuna, finalmente Trump entendió que salirse del NAFTA era pegarse un tiro en el píe, por el alto valor agregado estadounidense incorporado en las exportaciones mexicanas; entonces, optó por la renegociación.
Pero, retiró a Estados Unidos del Acuerdo de Paris sobre cambio climático, bombardeó a Siria y Afganistán, amenazó con atacar a Corea del Norte si persiste en sus pruebas nucleares, y, en una apresurada decisión, impuso sanciones a varios funcionarios venezolanos sin consultar al Departamento de Estado; analistas como Oppenheimer consideran esto un error porque le permiten al dictador venezolano posar de víctima del “imperio”.
La renuncia de la primera potencia mundial al liderazgo, revitaliza el papel de los países comunistas en el planeta; China y Rusia están estrechando sus relaciones, olvidando viejas rencillas y haciendo ejercicios navales conjuntos en el mar Báltico. Esto forzó a Alemania y Japón a jugar como contrapesos para limitar los alcances de esa alianza y de las pretensiones chinas.
Entre tanto, la mayor parte de las promesas económicas de Trump se están diluyendo, porque el balance de poderes impide la implementación de decisiones que impactarían negativamente la propia economía estadounidense. El bloqueo comercial contra China, el muro en la frontera con México pagado por los propios mexicanos, la supresión del Obamacare, la rebaja de impuestos a las empresas y el programa de expansión fiscal están embolatados; por si fuera poco, diversos analistas consideran que la reforma tributaria en trámite favorecerá más a los ricos que a las inconformes clases medias que lo eligieron. No obstante, persiste el riesgo de una guerra comercial, si logra sancionar a China por su pasividad frente a Corea del Norte.
Este es apenas el comienzo y, con estos precedentes en tan pocos meses, el futuro luce más incierto que nunca. Las previsiones incluyen tres tipos de escenarios: unos en los que las instituciones logran aislar la economía de los bandazos políticos, otros catastróficos en los que se desata una guerra comercial de grandes proporciones y uno en el que Trump es destituido antes de culminar su mandato. Amanecerá y veremos.
¿Adiós resiliencia?
Publicado en Portafolio el viernes 21 de julio de 2017
Los choques externos que impactaron a Colombia en los últimos años han tenido un efecto moderado en el mercado laboral. Aun cuando la tasa de desempleo frenó su tendencia descendente, se mantiene relativamente estable; además, la tasa de informalidad, que empezó a ceder desde la reforma tributaria de 2012, siguió disminuyendo.
Los resultados se dieron en un escenario en el que la tasa media de crecimiento del PIB bajó de 4.8%, en el periodo 2010-2014, al 2.0% en 2015-2016. Estos datos sustentan el atributo de resiliencia del mercado laboral colombiano, al cual se hace referencia con frecuencia en los análisis locales.
Como ocurre con otras variables, es poco habitual la comparación de los resultados del mercado laboral colombiano con la evolución en otros países. En ese contexto, es importante ver qué ha pasado en la región en los años recientes. Al hacerlo, salta a la vista que la resiliencia no es un atributo exclusivo de Colombia, sino de varias economías de América Latina.
En efecto, las estadísticas de desempleo urbano descendieron continuamente en las principales economías y en el conjunto de la región entre 2010 y 2014. La excepción fueron Costa Rica y Brasil, en los cuales se observaron aumentos desde 2011 y 2012, respectivamente; en el caso de Ecuador, la tasa creció desde 2014 por efecto del choque petrolero.
La tasa de desempleo cambió su tendencia para el promedio de América Latina en 2015, con un aumento moderado de 6.9% a 7.3%, y se acentuó en 2016, al ubicarse en 8.9%, superando el nivel de 2010 (8.2%). Comportamiento similar se observa en casi todas las economías, especialmente en 2016, con excepción de México, cuyo indicador sigue descendiendo.
El cambio en la tendencia es atribuido por la Cepal y la OIT a los dos años de crecimiento negativo del PIB regional; según estos organismos, el mencionado aumento de América Latina es el más alto de las últimas décadas. El impacto fue especialmente drástico en Brasil, donde la tasa de desempleo pasó de 7.8% en 2014 a 13.0% en 2016, desplazando a Colombia como el país con la tasa más alta de la región.
Un índice comparativo del desempleo urbano en América Latina pone en evidencia que el mercado laboral colombiano registra la evolución más favorable; es una de las economías con mayor descenso de la tasa de desempleo entre 2010 y 2014 y la de menor incremento desde 2015.
Colombia tiene la segunda tasa de desempleo más alta de la región, pero la brecha con las demás economías se redujo de forma notable. Los casos más llamativos son el de Brasil, ya mencionado, y el de Costa Rica, país con el cual la diferencia en 2016 es apenas el 13% de la que había en 2010. Con relación a la media de América Latina, el mismo indicador fue el 31%.
En síntesis, la resiliencia del mercado laboral se observó en mayor o menor medida en toda la región. El interrogante es si el notable deterioro del empleo en América Latina indica el final de la resiliencia y si Colombia seguirá la misma senda; en este caso, el Gobierno debe fortalecer su empeño en impulsar el crecimiento para evitar incrementos del desempleo y aumento de la pobreza.
Los choques externos que impactaron a Colombia en los últimos años han tenido un efecto moderado en el mercado laboral. Aun cuando la tasa de desempleo frenó su tendencia descendente, se mantiene relativamente estable; además, la tasa de informalidad, que empezó a ceder desde la reforma tributaria de 2012, siguió disminuyendo.
Los resultados se dieron en un escenario en el que la tasa media de crecimiento del PIB bajó de 4.8%, en el periodo 2010-2014, al 2.0% en 2015-2016. Estos datos sustentan el atributo de resiliencia del mercado laboral colombiano, al cual se hace referencia con frecuencia en los análisis locales.
Como ocurre con otras variables, es poco habitual la comparación de los resultados del mercado laboral colombiano con la evolución en otros países. En ese contexto, es importante ver qué ha pasado en la región en los años recientes. Al hacerlo, salta a la vista que la resiliencia no es un atributo exclusivo de Colombia, sino de varias economías de América Latina.
En efecto, las estadísticas de desempleo urbano descendieron continuamente en las principales economías y en el conjunto de la región entre 2010 y 2014. La excepción fueron Costa Rica y Brasil, en los cuales se observaron aumentos desde 2011 y 2012, respectivamente; en el caso de Ecuador, la tasa creció desde 2014 por efecto del choque petrolero.
La tasa de desempleo cambió su tendencia para el promedio de América Latina en 2015, con un aumento moderado de 6.9% a 7.3%, y se acentuó en 2016, al ubicarse en 8.9%, superando el nivel de 2010 (8.2%). Comportamiento similar se observa en casi todas las economías, especialmente en 2016, con excepción de México, cuyo indicador sigue descendiendo.
El cambio en la tendencia es atribuido por la Cepal y la OIT a los dos años de crecimiento negativo del PIB regional; según estos organismos, el mencionado aumento de América Latina es el más alto de las últimas décadas. El impacto fue especialmente drástico en Brasil, donde la tasa de desempleo pasó de 7.8% en 2014 a 13.0% en 2016, desplazando a Colombia como el país con la tasa más alta de la región.
Un índice comparativo del desempleo urbano en América Latina pone en evidencia que el mercado laboral colombiano registra la evolución más favorable; es una de las economías con mayor descenso de la tasa de desempleo entre 2010 y 2014 y la de menor incremento desde 2015.
Colombia tiene la segunda tasa de desempleo más alta de la región, pero la brecha con las demás economías se redujo de forma notable. Los casos más llamativos son el de Brasil, ya mencionado, y el de Costa Rica, país con el cual la diferencia en 2016 es apenas el 13% de la que había en 2010. Con relación a la media de América Latina, el mismo indicador fue el 31%.
En síntesis, la resiliencia del mercado laboral se observó en mayor o menor medida en toda la región. El interrogante es si el notable deterioro del empleo en América Latina indica el final de la resiliencia y si Colombia seguirá la misma senda; en este caso, el Gobierno debe fortalecer su empeño en impulsar el crecimiento para evitar incrementos del desempleo y aumento de la pobreza.
Educación: Gasto versus calidad
Publicado en Portafolio el viernes 23 de junio de 2017
Terminó el paro de maestros, y los colombianos quedamos con una nueva factura: las bonificaciones adicionales, que aparecerán en las cuentas fiscales como un incremento del gasto en educación.
Ese mayor gasto luce razonable, por la importancia de la educación como factor de movilidad social y de reducción de la desigualdad; además, al fortalecer el capital humano, puede aumentar la productividad y el PIB potencial de la economía.
En comparación con las economías desarrolladas, aparentemente, el gasto anual por estudiante es bajo. Según la OCDE (“Education at a Glance 2016”) el gasto de Colombia es de US$3.165 anuales a precios de paridad, mientras que la media de esa organización es US$10.493 y la de Estados Unidos US$15.720.
En realidad, la brecha es relativamente pequeña; ese gasto como porcentaje del PIB per cápita es para Colombia 16% en educación primaria y 24% en secundaria; para el promedio de la OCDE, 22% y 25%, respectivamente. Aun cuando en primaria la diferencia es más amplia, el gasto relativo es similar al de Irlanda y Holanda (17%), Australia, Francia y Alemania (18%).
Lo sorprendente es que la suma del gasto público y privado de Colombia en educación es alta; según la OCDE, equivale al 6.6% del PIB. Con ese resultado estamos por encima de la media de los miembros de esa organización (5.2%) y el único país que nos supera es el Reino Unido, con el 6.7%.
La composición muestra, de una parte, que el gasto de Colombia supera el de la OCDE en educación primaria y terciaria e iguala el de secundaria; de otra, que la participación del gasto privado, que es el 23% del total, es la más alta entre los 46 países que compara la publicación mencionada.
Si el gasto relativo es mayor, surge el interrogante sobre cuál es la calidad de la educación que se le está brindando a los estudiantes del país. La evidencia muestra los graves problemas de Colombia en esa materia.
Colombia participa en las pruebas PISA desde 2006, clasificando siempre entre las economías con bajos puntajes y con avances marginales en las tres áreas evaluadas: matemáticas, lectura y ciencias. Los resultados equivalen a tres años de atraso de los estudiantes colombianos respecto al promedio de los 35 países miembros de la OCDE.
En matemáticas el 66.3% de los evaluados obtuvo en 2015 puntajes inferiores al nivel 2, que es “el nivel básico de las competencias necesarias para participar de manera productiva en la sociedad” (OCDE “La educación en Colombia”). En ciencias el 49% de los estudiantes y en lectura el 42.8% quedó en esa categoría.
Además, según la OCDE, el Tercer Estudio Regional Comparativo y Explicativo, aplicado los grados 3 y 6, “muestra que los estudiantes colombianos empiezan a atrasarse con respecto a sus países vecinos como Chile, Costa Rica y México, en los primeros años de educación”.
El país debe analizar a profundidad estos contrastes: Una economía emergente que asigna en educación más de su PIB que las economías desarrolladas, pero brinda a los estudiantes una deficiente calidad; y un acuerdo que entrega bonificaciones crecientes a los maestros, mientras que la palabra calidad apenas merece una mención. ¿Problemas de eficiencia? ¿Mala asignación de los recursos? Ojalá haya luces antes del próximo paro.
Terminó el paro de maestros, y los colombianos quedamos con una nueva factura: las bonificaciones adicionales, que aparecerán en las cuentas fiscales como un incremento del gasto en educación.
Ese mayor gasto luce razonable, por la importancia de la educación como factor de movilidad social y de reducción de la desigualdad; además, al fortalecer el capital humano, puede aumentar la productividad y el PIB potencial de la economía.
En comparación con las economías desarrolladas, aparentemente, el gasto anual por estudiante es bajo. Según la OCDE (“Education at a Glance 2016”) el gasto de Colombia es de US$3.165 anuales a precios de paridad, mientras que la media de esa organización es US$10.493 y la de Estados Unidos US$15.720.
En realidad, la brecha es relativamente pequeña; ese gasto como porcentaje del PIB per cápita es para Colombia 16% en educación primaria y 24% en secundaria; para el promedio de la OCDE, 22% y 25%, respectivamente. Aun cuando en primaria la diferencia es más amplia, el gasto relativo es similar al de Irlanda y Holanda (17%), Australia, Francia y Alemania (18%).
Lo sorprendente es que la suma del gasto público y privado de Colombia en educación es alta; según la OCDE, equivale al 6.6% del PIB. Con ese resultado estamos por encima de la media de los miembros de esa organización (5.2%) y el único país que nos supera es el Reino Unido, con el 6.7%.
La composición muestra, de una parte, que el gasto de Colombia supera el de la OCDE en educación primaria y terciaria e iguala el de secundaria; de otra, que la participación del gasto privado, que es el 23% del total, es la más alta entre los 46 países que compara la publicación mencionada.
Si el gasto relativo es mayor, surge el interrogante sobre cuál es la calidad de la educación que se le está brindando a los estudiantes del país. La evidencia muestra los graves problemas de Colombia en esa materia.
Colombia participa en las pruebas PISA desde 2006, clasificando siempre entre las economías con bajos puntajes y con avances marginales en las tres áreas evaluadas: matemáticas, lectura y ciencias. Los resultados equivalen a tres años de atraso de los estudiantes colombianos respecto al promedio de los 35 países miembros de la OCDE.
En matemáticas el 66.3% de los evaluados obtuvo en 2015 puntajes inferiores al nivel 2, que es “el nivel básico de las competencias necesarias para participar de manera productiva en la sociedad” (OCDE “La educación en Colombia”). En ciencias el 49% de los estudiantes y en lectura el 42.8% quedó en esa categoría.
Además, según la OCDE, el Tercer Estudio Regional Comparativo y Explicativo, aplicado los grados 3 y 6, “muestra que los estudiantes colombianos empiezan a atrasarse con respecto a sus países vecinos como Chile, Costa Rica y México, en los primeros años de educación”.
El país debe analizar a profundidad estos contrastes: Una economía emergente que asigna en educación más de su PIB que las economías desarrolladas, pero brinda a los estudiantes una deficiente calidad; y un acuerdo que entrega bonificaciones crecientes a los maestros, mientras que la palabra calidad apenas merece una mención. ¿Problemas de eficiencia? ¿Mala asignación de los recursos? Ojalá haya luces antes del próximo paro.
El pesimismo del TLC
Publicado en Portafolio el 19 de mayo de 2017
Al cumplirse cinco años del TLC Colombia–Estados Unidos, los críticos estarán de jolgorio. Dirán que sus pronósticos fueron acertados, que el TLC es un fracaso y que habían predicho el déficit comercial. Curiosamente, algunos empresarios parecen compartir esa visión.
En una evaluación objetiva del TLC es útil revisar dos aspectos: los factores exógenos que afectaron el comercio mundial y la estructura de las exportaciones colombianas a EE.UU.
Los factores exógenos son bien conocidos. La terminación del superciclo alcista de los precios internacionales de los productos básicos impactó negativamente a las economías emergentes. Además, incidieron la Gran Recesión de las economías desarrolladas, la desaceleración de China y la recesión de Brasil y Rusia. Por último, numerosos países adoptaron medidas proteccionistas; las decisiones de Venezuela y Ecuador, en particular, golpearon a las empresas colombianas.
Todos esos factores repercutieron en la caída del valor del comercio mundial; las exportaciones globales que crecían más del 20% en 2010, registraron variaciones negativas en el periodo 2014-2016. Solo desde finales del año pasado retornaron a tasas positivas, reflejando la recuperación de la demanda agregada.
Con relación al comercio con EE.UU., la canasta exportadora es muy concentrada. El Índice de Herfindahl-Hirschman (IHH) de las exportaciones hacia ese país registra un valor superior a 1.800 durante la mayor parte del periodo 2000-2016, indicando una alta concentración; por contraste, el IHH del total de exportaciones de Colombia solo superó ese nivel en los años de más altos precios internacionales de los productos básicos (2011-2014).
El valor del IHH de las exportaciones hacia EE.UU. es explicado por los minero-energéticos, que en 2014 representaron el 73.2% del total; y siguen pesando, aunque la caída de sus precios redujo la participación al 61.1% en 2016.
El problema de esa concentración es el surgimiento de EE.UU. como potencia energética. Su producción de petróleo está creciendo aceleradamente, lo que le permitió sustituir parte de sus importaciones y entrar nuevamente como exportador. En gas natural se convirtió en el primer productor mundial, de forma que sus precios internos cayeron e impulsaron el creciente uso en la industria, en reemplazo del carbón.
Tener esa alta concentración se reflejó en un superávit comercial de Colombia mientras los precios de los minero-energéticos fueron altos y en un déficit desde que empezaron a caer. La dificultad estriba en que el déficit tenderá a ser estructural, pues, además de que EE.UU. está disminuyendo las compras de petróleo y carbón de numerosos proveedores, las reservas petroleras de Colombia están cayendo.
La alta concentración también oculta los avances que se registran en las demás exportaciones, que son las que realmente se benefician del TLC. La Ministra de Comercio ha señalado que entre 2012 y 2016 ellos crecieron 12.3% y el número de empresas exportadoras aumentó en 17.5%; esos resultados son destacables teniendo en cuenta los factores externos mencionados.
Los beneficios potenciales de los TLC son de largo plazo. Para obtenerlos, Colombia tiene que romper con esa alta concentración de las exportaciones, por lo que es imperativo acelerar ese proceso gradual resaltado por la ministra. También es deseable que ciertos empresarios, en lugar de plegarse a las evaluaciones pesimistas de los críticos, hagan un acto de contrición y tomen decisiones para mejorar su productividad y aprovechar los acuerdos comerciales.
Al cumplirse cinco años del TLC Colombia–Estados Unidos, los críticos estarán de jolgorio. Dirán que sus pronósticos fueron acertados, que el TLC es un fracaso y que habían predicho el déficit comercial. Curiosamente, algunos empresarios parecen compartir esa visión.
En una evaluación objetiva del TLC es útil revisar dos aspectos: los factores exógenos que afectaron el comercio mundial y la estructura de las exportaciones colombianas a EE.UU.
Los factores exógenos son bien conocidos. La terminación del superciclo alcista de los precios internacionales de los productos básicos impactó negativamente a las economías emergentes. Además, incidieron la Gran Recesión de las economías desarrolladas, la desaceleración de China y la recesión de Brasil y Rusia. Por último, numerosos países adoptaron medidas proteccionistas; las decisiones de Venezuela y Ecuador, en particular, golpearon a las empresas colombianas.
Todos esos factores repercutieron en la caída del valor del comercio mundial; las exportaciones globales que crecían más del 20% en 2010, registraron variaciones negativas en el periodo 2014-2016. Solo desde finales del año pasado retornaron a tasas positivas, reflejando la recuperación de la demanda agregada.
Con relación al comercio con EE.UU., la canasta exportadora es muy concentrada. El Índice de Herfindahl-Hirschman (IHH) de las exportaciones hacia ese país registra un valor superior a 1.800 durante la mayor parte del periodo 2000-2016, indicando una alta concentración; por contraste, el IHH del total de exportaciones de Colombia solo superó ese nivel en los años de más altos precios internacionales de los productos básicos (2011-2014).
El valor del IHH de las exportaciones hacia EE.UU. es explicado por los minero-energéticos, que en 2014 representaron el 73.2% del total; y siguen pesando, aunque la caída de sus precios redujo la participación al 61.1% en 2016.
El problema de esa concentración es el surgimiento de EE.UU. como potencia energética. Su producción de petróleo está creciendo aceleradamente, lo que le permitió sustituir parte de sus importaciones y entrar nuevamente como exportador. En gas natural se convirtió en el primer productor mundial, de forma que sus precios internos cayeron e impulsaron el creciente uso en la industria, en reemplazo del carbón.
Tener esa alta concentración se reflejó en un superávit comercial de Colombia mientras los precios de los minero-energéticos fueron altos y en un déficit desde que empezaron a caer. La dificultad estriba en que el déficit tenderá a ser estructural, pues, además de que EE.UU. está disminuyendo las compras de petróleo y carbón de numerosos proveedores, las reservas petroleras de Colombia están cayendo.
La alta concentración también oculta los avances que se registran en las demás exportaciones, que son las que realmente se benefician del TLC. La Ministra de Comercio ha señalado que entre 2012 y 2016 ellos crecieron 12.3% y el número de empresas exportadoras aumentó en 17.5%; esos resultados son destacables teniendo en cuenta los factores externos mencionados.
Los beneficios potenciales de los TLC son de largo plazo. Para obtenerlos, Colombia tiene que romper con esa alta concentración de las exportaciones, por lo que es imperativo acelerar ese proceso gradual resaltado por la ministra. También es deseable que ciertos empresarios, en lugar de plegarse a las evaluaciones pesimistas de los críticos, hagan un acto de contrición y tomen decisiones para mejorar su productividad y aprovechar los acuerdos comerciales.
Destrucción de empleos en EE.UU.
Publicado en Portafolio el viernes 21 de abril de 2017
Hace algunos años, durante la negociación de los TLC, los críticos aseveraron que generarían desempleos al tornar deficitaria la balanza comercial. Fue necesario demostrarles que tanto las exportaciones como las importaciones generan empleos y crecimiento (Hernán Avendaño “¿Por qué negociar acuerdos comerciales?”. Revista Civilizar de Empresa y Economía, 2011).
Curiosamente, los críticos criollos se deben sentir en su salsa con las posturas de Donald Trump, que satanizan las importaciones y les atribuyen la pérdida de empleos industriales. En “How Imports Boost Employment”, la conocida economista Anne Krueger demuestra la trivialidad de esas posiciones. Afirma que las importaciones generan empleos y que los intentos de reducirlas mediante la imposición de barreras repercutirán en la destrucción de puestos de trabajo en Estados Unidos.
Recuerda los diversos canales por los que las importaciones generan empleos, comenzando por los directamente vinculados a los operadores de los medios de transporte, los estibadores y los comercios que distribuyen los productos importados. Otro canal es el acceso a insumos baratos que permiten a las empresas competir tanto en el mercado local como en el extranjero; si no contaran con los insumos importados tendrían que cerrar, perdiendo empleos.
Adicionalmente, las exportaciones de Estados Unidos son pagadas con las importaciones que hace este y otros países; en términos escuetos, la importancia de exportar consiste en la adquisición del medio de pago internacional para adquirir, mediante importaciones, lo que cada país necesita y no produce en la cantidad, calidad y precio necesarios.
Krueger también destaca que las importaciones suelen generar empleos derivados. En el caso de Colombia, por ejemplo, a pesar de no producir computadores, son miles los empleos que nacen de las empresas que los utilizan y que demandan servicios complementarios.
Todos estos argumentos le permiten a Krueger concluir que “las importaciones de bajo costo, en lugar de “destruir” los empleos de los estadounidenses, realmente los sostienen”.
Aun cuando no existe una medición oficial de los empleos vinculados a las importaciones en Estados Unidos, hay varios estudios que estiman su importancia.
Cabe destacar el análisis auspiciado por U.S. Chamber of Commerce, National Retail Federation, Consumer Electronics Association y American Apparel and Footwear Association en 2013 (Laura Baughman y Joseph Francois “Imports Work for America”). Ahí se concluye que las importaciones soportan 16 millones de empleos; “un gran número de ellos son de empleados sindicalizados, ocupados por minorías y mujeres, y están ubicados en todo Estados Unidos”.
Un documento de investigadores de Heritage Foundation estima que más de medio millón de empleos tienen soporte en las importaciones de ropa y juguetes provenientes de China (D. Scissors, T. Millerand y C. Espinoza “Trade Freedom: How Imports Support U.S. Jobs”).
De igual forma, las exportaciones generan empleos. Las estadísticas oficiales de los Estados Unidos muestran que de ellas dependen más de 11.5 millones de empleos, de los cuales el 18% está asociado a las exportaciones a China y México, los dos países que Trump tiene en la mira para imponerles sanciones comerciales.
Esto demuestra que los bloqueos al comercio internacional y una posible guerra comercial tendrían un impacto muy negativo en el empleo de Estados Unidos y del resto del mundo. ¿Ese será el camino que insisten en proponer a Colombia los críticos de los TLC?
Hace algunos años, durante la negociación de los TLC, los críticos aseveraron que generarían desempleos al tornar deficitaria la balanza comercial. Fue necesario demostrarles que tanto las exportaciones como las importaciones generan empleos y crecimiento (Hernán Avendaño “¿Por qué negociar acuerdos comerciales?”. Revista Civilizar de Empresa y Economía, 2011).
Curiosamente, los críticos criollos se deben sentir en su salsa con las posturas de Donald Trump, que satanizan las importaciones y les atribuyen la pérdida de empleos industriales. En “How Imports Boost Employment”, la conocida economista Anne Krueger demuestra la trivialidad de esas posiciones. Afirma que las importaciones generan empleos y que los intentos de reducirlas mediante la imposición de barreras repercutirán en la destrucción de puestos de trabajo en Estados Unidos.
Recuerda los diversos canales por los que las importaciones generan empleos, comenzando por los directamente vinculados a los operadores de los medios de transporte, los estibadores y los comercios que distribuyen los productos importados. Otro canal es el acceso a insumos baratos que permiten a las empresas competir tanto en el mercado local como en el extranjero; si no contaran con los insumos importados tendrían que cerrar, perdiendo empleos.
Adicionalmente, las exportaciones de Estados Unidos son pagadas con las importaciones que hace este y otros países; en términos escuetos, la importancia de exportar consiste en la adquisición del medio de pago internacional para adquirir, mediante importaciones, lo que cada país necesita y no produce en la cantidad, calidad y precio necesarios.
Krueger también destaca que las importaciones suelen generar empleos derivados. En el caso de Colombia, por ejemplo, a pesar de no producir computadores, son miles los empleos que nacen de las empresas que los utilizan y que demandan servicios complementarios.
Todos estos argumentos le permiten a Krueger concluir que “las importaciones de bajo costo, en lugar de “destruir” los empleos de los estadounidenses, realmente los sostienen”.
Aun cuando no existe una medición oficial de los empleos vinculados a las importaciones en Estados Unidos, hay varios estudios que estiman su importancia.
Cabe destacar el análisis auspiciado por U.S. Chamber of Commerce, National Retail Federation, Consumer Electronics Association y American Apparel and Footwear Association en 2013 (Laura Baughman y Joseph Francois “Imports Work for America”). Ahí se concluye que las importaciones soportan 16 millones de empleos; “un gran número de ellos son de empleados sindicalizados, ocupados por minorías y mujeres, y están ubicados en todo Estados Unidos”.
Un documento de investigadores de Heritage Foundation estima que más de medio millón de empleos tienen soporte en las importaciones de ropa y juguetes provenientes de China (D. Scissors, T. Millerand y C. Espinoza “Trade Freedom: How Imports Support U.S. Jobs”).
De igual forma, las exportaciones generan empleos. Las estadísticas oficiales de los Estados Unidos muestran que de ellas dependen más de 11.5 millones de empleos, de los cuales el 18% está asociado a las exportaciones a China y México, los dos países que Trump tiene en la mira para imponerles sanciones comerciales.
Esto demuestra que los bloqueos al comercio internacional y una posible guerra comercial tendrían un impacto muy negativo en el empleo de Estados Unidos y del resto del mundo. ¿Ese será el camino que insisten en proponer a Colombia los críticos de los TLC?
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TLC
Corrupción
Publicado en Portafolio el viernes 17 de marzo de 2017
En una entrevista al diario El Tiempo (1 de marzo de 2017), el congresista Rodrigo Lara declaró que no se presentará a las próximas elecciones, porque no puede financiarse; afirmó que una campaña para Senado cuesta “$1.300 millones, bajito”, pero que algunas “valen 10 o 20 veces más”.
Sorprende el exorbitante costo de las campañas electorales en el país; pero asombra más la ausencia de reacción pública ante esa declaración, justo cuando la corrupción está en el ojo del huracán. La sociedad debe reaccionar porque, si el costo mínimo de una campaña es impagable con los sueldos que recibirá un senador durante los cuatro años de su periodo ($1.340 millones), ¿qué decir de las que cuestan $13 mil o $27 mil millones?
Según Transparencia por Colombia “no es posible determinar con exactitud los costos reales de las campañas así como tampoco los recursos –legales e ilegales– que se gastaron en las elecciones de Congreso 2014 para financiarlas”.
Esta ONG indica que, en promedio, cada senador elegido declaró gastos por $450 millones. Si ese fuera el costo real, para recuperarlo, con recursos del Estado, sería necesaria la reposición sobre 95 mil votos; para compensar campañas de $1.300 y $27.000 millones, se requerirían 275 mil y seis millones de votos, respectivamente. Como referencia, en esa elección cada curul del Senado se obtuvo con un promedio de 104 mil votos.
Si no logran la reposición total, ¿por qué se matan los candidatos por llegar al Congreso? ¿Amor de patria? Aun cuando hay muchos aspirantes a congresistas y a otros cargos de elección popular que son honestos, esos costos de campaña sugieren que hay otra fuente de “compensación”: La corrupción.
Esta clase de corrupción se alimenta de los “cotos de caza” que los elegidos obtienen mediante diversas alianzas. Por eso son frecuentes expresiones del siguiente tenor: El senador X es el “dueño” de tal empresa del Estado; en el Ministerio Y manda el congresista Z; el Procurador N le dio puestos a los hijos del Magistrado M para “agradecer” su democrática elección.
También se engorda con otras fuentes. Haciendo referencia solo a los recursos “legales” y no a los “ilegales”, lo más frecuente es que el sector privado “apoye” diversos candidatos y partidos.
Pero esos apoyos no son gratuitos; están asociados a “la economía política” de las políticas públicas y suelen tener dos consecuencias. De un lado, los jugosos contratos que obtienen estos empresarios en condiciones amañadas y con sobrecostos para toda la sociedad; esto explica que numerosas obras públicas en Colombia terminen costando cuatro o cinco veces su valor original. De otro, el trámite de las leyes y otras normas que terminan hechas a la medida del financiador, para obtener privilegios y tratamientos preferenciales. Los POT, las reformas tributarias, y las licitaciones en entidades y municipios son un buen ejemplo.
Todos estos elementos muestran la urgencia de emprender una guerra frontal contra la corrupción. Una medida inicial es la financiación estatal plena de las campañas, con estrictas auditorías y exigencias de mayor transparencia. Puede no ser la mejor opción, tener defectos y ser muy costosa; pero peor es la pasividad.
Parafraseando el título de la obra de Siddhartha Mukherjee, podríamos afirmar que la corrupción es la “emperatriz de todos los males del subdesarrollo”.
En una entrevista al diario El Tiempo (1 de marzo de 2017), el congresista Rodrigo Lara declaró que no se presentará a las próximas elecciones, porque no puede financiarse; afirmó que una campaña para Senado cuesta “$1.300 millones, bajito”, pero que algunas “valen 10 o 20 veces más”.
Sorprende el exorbitante costo de las campañas electorales en el país; pero asombra más la ausencia de reacción pública ante esa declaración, justo cuando la corrupción está en el ojo del huracán. La sociedad debe reaccionar porque, si el costo mínimo de una campaña es impagable con los sueldos que recibirá un senador durante los cuatro años de su periodo ($1.340 millones), ¿qué decir de las que cuestan $13 mil o $27 mil millones?
Según Transparencia por Colombia “no es posible determinar con exactitud los costos reales de las campañas así como tampoco los recursos –legales e ilegales– que se gastaron en las elecciones de Congreso 2014 para financiarlas”.
Esta ONG indica que, en promedio, cada senador elegido declaró gastos por $450 millones. Si ese fuera el costo real, para recuperarlo, con recursos del Estado, sería necesaria la reposición sobre 95 mil votos; para compensar campañas de $1.300 y $27.000 millones, se requerirían 275 mil y seis millones de votos, respectivamente. Como referencia, en esa elección cada curul del Senado se obtuvo con un promedio de 104 mil votos.
Si no logran la reposición total, ¿por qué se matan los candidatos por llegar al Congreso? ¿Amor de patria? Aun cuando hay muchos aspirantes a congresistas y a otros cargos de elección popular que son honestos, esos costos de campaña sugieren que hay otra fuente de “compensación”: La corrupción.
Esta clase de corrupción se alimenta de los “cotos de caza” que los elegidos obtienen mediante diversas alianzas. Por eso son frecuentes expresiones del siguiente tenor: El senador X es el “dueño” de tal empresa del Estado; en el Ministerio Y manda el congresista Z; el Procurador N le dio puestos a los hijos del Magistrado M para “agradecer” su democrática elección.
También se engorda con otras fuentes. Haciendo referencia solo a los recursos “legales” y no a los “ilegales”, lo más frecuente es que el sector privado “apoye” diversos candidatos y partidos.
Pero esos apoyos no son gratuitos; están asociados a “la economía política” de las políticas públicas y suelen tener dos consecuencias. De un lado, los jugosos contratos que obtienen estos empresarios en condiciones amañadas y con sobrecostos para toda la sociedad; esto explica que numerosas obras públicas en Colombia terminen costando cuatro o cinco veces su valor original. De otro, el trámite de las leyes y otras normas que terminan hechas a la medida del financiador, para obtener privilegios y tratamientos preferenciales. Los POT, las reformas tributarias, y las licitaciones en entidades y municipios son un buen ejemplo.
Todos estos elementos muestran la urgencia de emprender una guerra frontal contra la corrupción. Una medida inicial es la financiación estatal plena de las campañas, con estrictas auditorías y exigencias de mayor transparencia. Puede no ser la mejor opción, tener defectos y ser muy costosa; pero peor es la pasividad.
Parafraseando el título de la obra de Siddhartha Mukherjee, podríamos afirmar que la corrupción es la “emperatriz de todos los males del subdesarrollo”.
Seguros y economía conductual
Publicado en la Revista Fasecolda No. 165
La economía conductual es un área del pensamiento económico que ha tenido un desarrollo notable en las últimas décadas. Su punto de partida es el cuestionamiento de uno de los supuestos básicos de la economía: la racionalidad del consumidor. Según Dan Ariely (2011; p. 6), “se trata de un campo del saber en el que no asumimos que los individuos son calculadoras perfectas. Por el contrario, observamos los comportamientos reales de las personas y tales observaciones suelen obligarnos a concluir que los seres humanos son irracionales”.
Hay varios antecedentes en la teoría económica, que algunos autores asocian a la economía conductual, aun cuando ese no fuera el propósito explícito de los teóricos.
Por ejemplo, se mencionan las referencias de Keynes a los animal spirits y la toma de decisiones de largo plazo. “Aparte de la inestabilidad debida a la especulación, existe la inestabilidad debida a las características de la naturaleza humana: gran parte de nuestras actividades positivas dependen más del optimismo espontáneo que de una expectativa matemática, sea moral, hedonista o económica. Probablemente, la mayoría de nuestras decisiones de hacer algo positivo, cuyas consecuencias se extiendan muchos días hacia el futuro, sólo pueden ser tomadas como resultado de los animal spirits –de un impulso espontáneo a la acción más que a la inacción, y no como resultado de un promedio ponderado de beneficios cuantitativos multiplicados por probabilidades cuantitativas” (Keynes, 2013; p. 161).
En la pasada Convención Internacional de Seguros, se contó con la presencia de Marina Oberholzer, integrante de Swiss Re Behavioural Research Unit, experta en economía conductual, que labora en investigaciones y aplicaciones en la industria aseguradora (ver Oberholzer 2016).
En su conferencia se refirió a algunos de los principios básicos de la economía conductual. Entre ellos destacan los dos sistemas del pensamiento humano: el sistema uno es automático e intuitivo, el que genera respuestas rápidas de los agentes económicos; el sistema dos es el reflexivo y racional (Kahneman 2014; primera parte). Como lo enfatizó Oberholzer, “el sistema uno es responsable de nuestro pensamiento en un 85% del tiempo; es como estar en piloto automático”.
Ese funcionamiento del pensamiento hace más fácil la vida cotidiana, pues las personas no tienen que detenerse a analizar con detalle cada una de sus decisiones. Según Thaler y Sunstein (2011; p. 38-39), “cuando tenemos que emitir juicios… utilizamos reglas básicas. Nos servimos de ellas porque son rápidas y útiles”; pero “también pueden conducir a sesgos sistemáticos”, que inducen a la irracionalidad. Oberholzer afirma que se han identificado más de 100 sesgos en el comportamiento de los seres humanos.
En sintonía con los más destacados autores de esta corriente de pensamiento, Oberholzer resalta la posibilidad de influir en las decisiones de los agentes económicos, con el fin de mejorarlas.
Uno de los temas estudiados por la economía conductual es el de la honestidad de las personas. Los experimentos de Dan Ariely (2008; p. 241) demuestran que en general “cuando se le da la oportunidad, la gente hace trampas… Cuando los consumidores dan parte de siniestros relacionados con sus viviendas o automóviles, inflan sus pérdidas alrededor de un 10%. Esas mismas personas serían incapaces de robar dinero directamente a las compañías de seguros… pero declarar cosas que ya no tienen aumentando un poquito su tamaño y su valor hace que la carga moral resulte más fácil de sobrellevar”.
Estos comportamientos también han sido probados por Oberholzer en la suscripción de seguros. Con el fin de inducir a las personas a dar sus datos con mayor honestidad, ella y su grupo diseñan las preguntas de los formularios, de forma que den unos datos más cercanos a la realidad.
Así lo hicieron con los hábitos de los fumadores. “Hemos estudiado maneras en las que podamos recordarle a la gente que deben ser más honestos; por ejemplo, si le preguntamos a alguien cuántos cigarrillos se fuma al día y le damos tres casillas de cero a cinco, de cinco a diez, de diez a veinte, a cualquier humano normal no le gustaría estar en la última casilla. Ahora, ¿qué pasa si cambiamos y ponemos un rango de 0 a 60 distribuido en cinco casillas?; si fumamos 35 cigarrillos al día, pero ese número está en la tercera o cuarta casilla, no se ve tan mal porque estamos como en el medio y hay otros que están fumando más todavía”.
Hay cambios sencillos que pueden mejorar el nivel de honestidad en las respuestas de las personas. En un experimento, los investigadores de Swiss Re recordaron que al comienzo de un interrogatorio en los tribunales de justicia las personas juran decir la verdad, con una mano sobre la biblia; quisieron ver qué ocurriría si en los formularios de suscripción se cambiaba del final al principio la casilla en la que se firma indicando que todos los datos suministrados son ciertos.
En el experimento en Australia enviaron 2.000 formularios con la casilla para firmar al comienzo y 2.000 con la casilla al final. En el primer caso, observaron “tres puntos porcentuales de aumento en el número de personas que decía si han estado utilizando drogas no prescritas o si han estado tomando alcohol por encima de cierto umbral”.
Los economistas conductuales han realizado múltiples experimentos en los que demuestran que los contratos en el sector financiero son complejos y dificultan las decisiones de los agentes económicos. Oberholzer mencionó el caso de una compañía de seguros del Reino Unido que ofrecía protección gratis a los ingresos de los estudiantes de medicina por un año; su objetivo era que una vez graduados y vinculados a un trabajo, compraran una póliza con esta compañía. Se observaba un comportamiento irracional en cerca del 5% de los estudiantes que se inscribían, pero cancelaban la póliza poco después de recibir el paquete de información del seguro. Los economistas conductuales, analizaron el caso y sugirieron reducir el tamaño de la documentación entregada de cuatro a dos páginas, y mejorar la redacción con un lenguaje más sencillo y en el que se suprimieran secciones superfluas del original. El resultado fue una caída del 61% en las cancelaciones.
La conferencia de Marina Oberholzer logró su objetivo de mostrar una amplia variedad de campos de la economía conductual de los que la industria aseguradora puede beneficiarse y beneficiar a sus clientes. Su contenido amerita una amplia difusión en el sector, para lograr una mayor sensibilización sobre su importancia y sobre el papel que puede jugar en el desarrollo de los seguros en el futuro cercano.
Al respecto, cabe recordar la afirmación de PWC (2016) en una publicación reciente sobre la industria de los seguros: “El modelo empresarial ganador del mañana parece depender en gran medida del análisis inteligente (Smart analytics) y del análisis del comportamiento del cliente. La economía conductual combina los dos temas en una poderosa herramienta”.
Bibliografía
Ariely, D. (2008). Las trampas del deseo. Cómo controlar los impulsos irracionales que nos llevan al error. Editorial Ariel, Barcelona.
Ariely, D. (2011). Las ventajas del deseo. Cómo sacar partido de la irracionalidad en nuestras relaciones personales y laborales. Editorial Ariel, Barcelona.
Ariely, D. (2012). Por qué mentimos… en especial a nosotros mismos. La ciencia del engaño puesta al descubierto. Editorial Ariel, Barcelona.
Kahneman, D. (2014). Pensar rápido, pensar despacio. Random House Mondadori, Bogotá.
Keynes, J. M. (2013). The General Theory of Employment, Interest and Money. Cambridge University Press. Cambridge.
Oberholzer, M. (2016). “Behavioural Economics. How small changes to context can lead to large changes in customer behavior”. Presentación en la Convención Internacional de Seguros. Cartagena, 29 de septiembre. Video disponible en: http://www.fasecolda.com/index.php/eventos/memorias/2016/convencion-internacional-de-seguros-2016/memorias/
PWC (2016). “Behavioral Economics. An Enhanced Business Model for the Insurance Industry”. Insurance EyeOpener. Ontario, April. Disponible en: http://www.pwc.com/ca/en/industries/insurance/eyeopener/enhanced-behavioral-economics.html
Thaler, R. y Sunstein, C. (2011). Un pequeño empujón (Nudge). El impulso que necesitas para tomar las mejores decisiones en salud, dinero y felicidad. Editorial Taurus, México.
La economía conductual es un área del pensamiento económico que ha tenido un desarrollo notable en las últimas décadas. Su punto de partida es el cuestionamiento de uno de los supuestos básicos de la economía: la racionalidad del consumidor. Según Dan Ariely (2011; p. 6), “se trata de un campo del saber en el que no asumimos que los individuos son calculadoras perfectas. Por el contrario, observamos los comportamientos reales de las personas y tales observaciones suelen obligarnos a concluir que los seres humanos son irracionales”.
Hay varios antecedentes en la teoría económica, que algunos autores asocian a la economía conductual, aun cuando ese no fuera el propósito explícito de los teóricos.
Por ejemplo, se mencionan las referencias de Keynes a los animal spirits y la toma de decisiones de largo plazo. “Aparte de la inestabilidad debida a la especulación, existe la inestabilidad debida a las características de la naturaleza humana: gran parte de nuestras actividades positivas dependen más del optimismo espontáneo que de una expectativa matemática, sea moral, hedonista o económica. Probablemente, la mayoría de nuestras decisiones de hacer algo positivo, cuyas consecuencias se extiendan muchos días hacia el futuro, sólo pueden ser tomadas como resultado de los animal spirits –de un impulso espontáneo a la acción más que a la inacción, y no como resultado de un promedio ponderado de beneficios cuantitativos multiplicados por probabilidades cuantitativas” (Keynes, 2013; p. 161).
En la pasada Convención Internacional de Seguros, se contó con la presencia de Marina Oberholzer, integrante de Swiss Re Behavioural Research Unit, experta en economía conductual, que labora en investigaciones y aplicaciones en la industria aseguradora (ver Oberholzer 2016).
En su conferencia se refirió a algunos de los principios básicos de la economía conductual. Entre ellos destacan los dos sistemas del pensamiento humano: el sistema uno es automático e intuitivo, el que genera respuestas rápidas de los agentes económicos; el sistema dos es el reflexivo y racional (Kahneman 2014; primera parte). Como lo enfatizó Oberholzer, “el sistema uno es responsable de nuestro pensamiento en un 85% del tiempo; es como estar en piloto automático”.
Ese funcionamiento del pensamiento hace más fácil la vida cotidiana, pues las personas no tienen que detenerse a analizar con detalle cada una de sus decisiones. Según Thaler y Sunstein (2011; p. 38-39), “cuando tenemos que emitir juicios… utilizamos reglas básicas. Nos servimos de ellas porque son rápidas y útiles”; pero “también pueden conducir a sesgos sistemáticos”, que inducen a la irracionalidad. Oberholzer afirma que se han identificado más de 100 sesgos en el comportamiento de los seres humanos.
En sintonía con los más destacados autores de esta corriente de pensamiento, Oberholzer resalta la posibilidad de influir en las decisiones de los agentes económicos, con el fin de mejorarlas.
Uno de los temas estudiados por la economía conductual es el de la honestidad de las personas. Los experimentos de Dan Ariely (2008; p. 241) demuestran que en general “cuando se le da la oportunidad, la gente hace trampas… Cuando los consumidores dan parte de siniestros relacionados con sus viviendas o automóviles, inflan sus pérdidas alrededor de un 10%. Esas mismas personas serían incapaces de robar dinero directamente a las compañías de seguros… pero declarar cosas que ya no tienen aumentando un poquito su tamaño y su valor hace que la carga moral resulte más fácil de sobrellevar”.
Estos comportamientos también han sido probados por Oberholzer en la suscripción de seguros. Con el fin de inducir a las personas a dar sus datos con mayor honestidad, ella y su grupo diseñan las preguntas de los formularios, de forma que den unos datos más cercanos a la realidad.
Así lo hicieron con los hábitos de los fumadores. “Hemos estudiado maneras en las que podamos recordarle a la gente que deben ser más honestos; por ejemplo, si le preguntamos a alguien cuántos cigarrillos se fuma al día y le damos tres casillas de cero a cinco, de cinco a diez, de diez a veinte, a cualquier humano normal no le gustaría estar en la última casilla. Ahora, ¿qué pasa si cambiamos y ponemos un rango de 0 a 60 distribuido en cinco casillas?; si fumamos 35 cigarrillos al día, pero ese número está en la tercera o cuarta casilla, no se ve tan mal porque estamos como en el medio y hay otros que están fumando más todavía”.
Hay cambios sencillos que pueden mejorar el nivel de honestidad en las respuestas de las personas. En un experimento, los investigadores de Swiss Re recordaron que al comienzo de un interrogatorio en los tribunales de justicia las personas juran decir la verdad, con una mano sobre la biblia; quisieron ver qué ocurriría si en los formularios de suscripción se cambiaba del final al principio la casilla en la que se firma indicando que todos los datos suministrados son ciertos.
En el experimento en Australia enviaron 2.000 formularios con la casilla para firmar al comienzo y 2.000 con la casilla al final. En el primer caso, observaron “tres puntos porcentuales de aumento en el número de personas que decía si han estado utilizando drogas no prescritas o si han estado tomando alcohol por encima de cierto umbral”.
Los economistas conductuales han realizado múltiples experimentos en los que demuestran que los contratos en el sector financiero son complejos y dificultan las decisiones de los agentes económicos. Oberholzer mencionó el caso de una compañía de seguros del Reino Unido que ofrecía protección gratis a los ingresos de los estudiantes de medicina por un año; su objetivo era que una vez graduados y vinculados a un trabajo, compraran una póliza con esta compañía. Se observaba un comportamiento irracional en cerca del 5% de los estudiantes que se inscribían, pero cancelaban la póliza poco después de recibir el paquete de información del seguro. Los economistas conductuales, analizaron el caso y sugirieron reducir el tamaño de la documentación entregada de cuatro a dos páginas, y mejorar la redacción con un lenguaje más sencillo y en el que se suprimieran secciones superfluas del original. El resultado fue una caída del 61% en las cancelaciones.
La conferencia de Marina Oberholzer logró su objetivo de mostrar una amplia variedad de campos de la economía conductual de los que la industria aseguradora puede beneficiarse y beneficiar a sus clientes. Su contenido amerita una amplia difusión en el sector, para lograr una mayor sensibilización sobre su importancia y sobre el papel que puede jugar en el desarrollo de los seguros en el futuro cercano.
Al respecto, cabe recordar la afirmación de PWC (2016) en una publicación reciente sobre la industria de los seguros: “El modelo empresarial ganador del mañana parece depender en gran medida del análisis inteligente (Smart analytics) y del análisis del comportamiento del cliente. La economía conductual combina los dos temas en una poderosa herramienta”.
Bibliografía
Ariely, D. (2008). Las trampas del deseo. Cómo controlar los impulsos irracionales que nos llevan al error. Editorial Ariel, Barcelona.
Ariely, D. (2011). Las ventajas del deseo. Cómo sacar partido de la irracionalidad en nuestras relaciones personales y laborales. Editorial Ariel, Barcelona.
Ariely, D. (2012). Por qué mentimos… en especial a nosotros mismos. La ciencia del engaño puesta al descubierto. Editorial Ariel, Barcelona.
Kahneman, D. (2014). Pensar rápido, pensar despacio. Random House Mondadori, Bogotá.
Keynes, J. M. (2013). The General Theory of Employment, Interest and Money. Cambridge University Press. Cambridge.
Oberholzer, M. (2016). “Behavioural Economics. How small changes to context can lead to large changes in customer behavior”. Presentación en la Convención Internacional de Seguros. Cartagena, 29 de septiembre. Video disponible en: http://www.fasecolda.com/index.php/eventos/memorias/2016/convencion-internacional-de-seguros-2016/memorias/
PWC (2016). “Behavioral Economics. An Enhanced Business Model for the Insurance Industry”. Insurance EyeOpener. Ontario, April. Disponible en: http://www.pwc.com/ca/en/industries/insurance/eyeopener/enhanced-behavioral-economics.html
Thaler, R. y Sunstein, C. (2011). Un pequeño empujón (Nudge). El impulso que necesitas para tomar las mejores decisiones en salud, dinero y felicidad. Editorial Taurus, México.
Contra la tributación
Publicado en Portafolio el viernes 17 de febrero de 2017
En las primeras semanas del año se registró un alud de críticas a la reforma tributaria. La sensación transmitida la resumió una conocida publicación: “nadie quedó contento con la reforma”.
Todos deseamos una cobertura universal de salud de alta calidad; educación gratuita y buena; viviendas regaladas o con subsidios elevados; infraestructura óptima; modernos sistemas de transporte masivo; más subsidios para los agricultores; atención estatal para los adultos mayores; “incentivos” tributarios; etcétera. Pero no nos gustan los impuestos; olvidamos que “no hay almuerzo gratis” y que los gobiernos necesitan los tributos para pagar esas cosas tan buenas.
Extrañan las críticas, pues es de conocimiento público que uno de los objetivos de la reforma era aumentar los recaudos para reducir el déficit fiscal. También se anunció como segundo objetivo la modernización estructural del estatuto tributario; los diagnósticos identifican los problemas de equidad horizontal y vertical, la complejidad de la tributación, y los impactos negativos en la competitividad empresarial, entre otros.
La reforma logró mayores recaudos, pero no se puede desconocer que también avanzó gradualmente en los temas estructurales; en estos últimos la gradualidad tiene dos explicaciones: Primera, la imposibilidad de hacer una revolución tributaria; de ahí coligen los críticos que no fue “estructural”. Segunda, los problemas de economía política típicos de la tributación; la versión presentada por el Gobierno fue “peluqueada” en su tránsito por el Congreso y limitó muchos de sus alcances.
Por ejemplo, la tarifa propuesta del nuevo impuesto a los dividendos de sociedades y personas no residentes fue bajada del 10% al 5%. Para compensar ese tipo de modificaciones, el impuesto de renta bajó menos de lo previsto (a 33% en lugar de 32%).
Hay quienes creen que el Gobierno le metió gato por liebre a los empresarios, pues bajó la tarifa del impuesto de renta, pero creó el impuesto a los dividendos; suponen que ahora los empresarios tributarán más y seguirán perdiendo competitividad. Al respecto, caben dos precisiones.
Primera, Colombia tiene una de las tasas efectivas de tributación más altas del mundo, por lo que la disminución de la tarifa de renta mejora la capacidad de las empresas para afrontar la competencia internacional. Por su parte, el impuesto a los dividendos reduce el ingreso disponible de las personas más adineradas, sin afectar la capacidad de crecimiento o la competitividad de las empresas; este es solo una parte de los cambios estructurales necesarios para redistribuir la carga tributaria desde las personas jurídicas hacia las naturales.
Segunda, la tasa combinada de renta y dividendos tampoco reduce la competitividad. Para 2017 la tarifa de renta es del 40% (34% más una sobretasa del 6%); con un impuesto a los dividendos de 10%, la combinada sería del 46% (suponiendo distribución total de las utilidades). En 2018 la combinada baja a 43.3% y en 2019 a 39.7%. Actualmente en Estados Unidos la tasa de renta es 38.9% y la combinada 56.3%; en general, 13 países de la OCDE están por encima del nivel de Colombia y en 2019 estarán 23.
En síntesis, el Gobierno aumentó sus ingresos y comenzaron los ajustes estructurales. Se necesitarán nuevas leyes para avanzar más en estos últimos y, según algunas proyecciones, también para incrementar los recaudos. Lo importante es que hay un norte definido y hay que mantenerlo.
En las primeras semanas del año se registró un alud de críticas a la reforma tributaria. La sensación transmitida la resumió una conocida publicación: “nadie quedó contento con la reforma”.
Todos deseamos una cobertura universal de salud de alta calidad; educación gratuita y buena; viviendas regaladas o con subsidios elevados; infraestructura óptima; modernos sistemas de transporte masivo; más subsidios para los agricultores; atención estatal para los adultos mayores; “incentivos” tributarios; etcétera. Pero no nos gustan los impuestos; olvidamos que “no hay almuerzo gratis” y que los gobiernos necesitan los tributos para pagar esas cosas tan buenas.
Extrañan las críticas, pues es de conocimiento público que uno de los objetivos de la reforma era aumentar los recaudos para reducir el déficit fiscal. También se anunció como segundo objetivo la modernización estructural del estatuto tributario; los diagnósticos identifican los problemas de equidad horizontal y vertical, la complejidad de la tributación, y los impactos negativos en la competitividad empresarial, entre otros.
La reforma logró mayores recaudos, pero no se puede desconocer que también avanzó gradualmente en los temas estructurales; en estos últimos la gradualidad tiene dos explicaciones: Primera, la imposibilidad de hacer una revolución tributaria; de ahí coligen los críticos que no fue “estructural”. Segunda, los problemas de economía política típicos de la tributación; la versión presentada por el Gobierno fue “peluqueada” en su tránsito por el Congreso y limitó muchos de sus alcances.
Por ejemplo, la tarifa propuesta del nuevo impuesto a los dividendos de sociedades y personas no residentes fue bajada del 10% al 5%. Para compensar ese tipo de modificaciones, el impuesto de renta bajó menos de lo previsto (a 33% en lugar de 32%).
Hay quienes creen que el Gobierno le metió gato por liebre a los empresarios, pues bajó la tarifa del impuesto de renta, pero creó el impuesto a los dividendos; suponen que ahora los empresarios tributarán más y seguirán perdiendo competitividad. Al respecto, caben dos precisiones.
Primera, Colombia tiene una de las tasas efectivas de tributación más altas del mundo, por lo que la disminución de la tarifa de renta mejora la capacidad de las empresas para afrontar la competencia internacional. Por su parte, el impuesto a los dividendos reduce el ingreso disponible de las personas más adineradas, sin afectar la capacidad de crecimiento o la competitividad de las empresas; este es solo una parte de los cambios estructurales necesarios para redistribuir la carga tributaria desde las personas jurídicas hacia las naturales.
Segunda, la tasa combinada de renta y dividendos tampoco reduce la competitividad. Para 2017 la tarifa de renta es del 40% (34% más una sobretasa del 6%); con un impuesto a los dividendos de 10%, la combinada sería del 46% (suponiendo distribución total de las utilidades). En 2018 la combinada baja a 43.3% y en 2019 a 39.7%. Actualmente en Estados Unidos la tasa de renta es 38.9% y la combinada 56.3%; en general, 13 países de la OCDE están por encima del nivel de Colombia y en 2019 estarán 23.
En síntesis, el Gobierno aumentó sus ingresos y comenzaron los ajustes estructurales. Se necesitarán nuevas leyes para avanzar más en estos últimos y, según algunas proyecciones, también para incrementar los recaudos. Lo importante es que hay un norte definido y hay que mantenerlo.
La era Trump
Publicado en Portafolio el viernes 20 de enero de 2017
Donald Trump asume hoy la presidencia de los Estados Unidos y el mundo está expectante por sus decisiones de política económica.
En líneas generales, Trump prometió bajar los impuestos de las empresas desde más del 30% al 15% y aumentar la inversión en infraestructura en US$500.000 millones. Adicionalmente, “reindustrializar” el país forzando el retorno de las empresas que se marcharon a otros países; para lograrlo, impondrá un arancel del 45% a los productos chinos y uno del 35% a los mexicanos.
Algunos analistas aseveran que la política fiscal expansiva impulsará el crecimiento y el empleo, a costa de aumentar el déficit fiscal y la deuda pública; este impulso de la demanda agregada estadounidense también dinamizará el comercio internacional y la economía mundial. Esperan que esos resultados moderen la amenaza contra China y México, pero desestiman que el mayor fortalecimiento de la tasa de cambio puede aumentar el déficit comercial.
Hay dos estudios que estiman los impactos esperados de esa combinación de políticas. Uno de Moody’s (“The Macroeconomic Consequences of Mr. Trump’s Economic Policies”) y otro del Peterson Institute for International Economics (PIIE) (“Assessing Trade Agendas in the US Presidential Campaign”).
Los resultados muestran que, en efecto, puede ocurrir inicialmente una aceleración del crecimiento económico, pero en 2019 la economía entraría en recesión: -1.5% y -0.1%, para Moody’s y PIIE, respectivamente. Para el periodo 2016-2026 el primer estudio estima un crecimiento promedio del 1.4% y el segundo del 2.0%, con lo que se prolongaría el bajo dinamismo registrado desde la crisis mundial.
Según Moody’s, después de alcanzar el pleno empleo, que en buena parte se explicaría por la deportación de 11.3 millones de migrantes ilegales, el desempleo aumenta. El choque de oferta en el mercado laboral induce un incremento de la inflación, a la cual se suma el alza de los precios de los productos importados como consecuencia de los altos aranceles; la FED responderá aumentando la tasa de interés, con el consecuente freno de la demanda agregada. Finalmente, el estudio del PIIE estima que habrá una pérdida de 4.8 millones de empleos.
Si bien se espera una reducción tanto de las exportaciones como de las importaciones, no son claros los impactos por países ni las magnitudes (Moody’s señala que en el punto pico las exportaciones de Estados Unidos caerán en US$85 mil millones, alrededor del 6%).
Aun cuando el PIIE incluye un escenario de “guerra comercial plena”, en el que China y México responden a la política de Trump imponiendo aranceles de igual magnitud a los productos de Estados Unidos, destaca la dificultad de modelar los efectos por países dada la existencia de cadenas globales de valor. Cada empresa conoce el detalle de su cadena, la forma en que los mayores aranceles le impactarán y la probabilidad de relocalizarse en otro país o retornar a Estados Unidos, como lo anhela Trump. Pero esa no es información disponible para los analistas.
El balance esperado no luce muy positivo. Se pueden perder más empleos que los atribuidos a la globalización, es factible una guerra comercial de grandes proporciones –cuya magnitud aún no ha sido medida por las dificultades para modelar las cadenas globales de valor–, y el alto crecimiento será flor de un día. Comenzó la era Trump.
Donald Trump asume hoy la presidencia de los Estados Unidos y el mundo está expectante por sus decisiones de política económica.
En líneas generales, Trump prometió bajar los impuestos de las empresas desde más del 30% al 15% y aumentar la inversión en infraestructura en US$500.000 millones. Adicionalmente, “reindustrializar” el país forzando el retorno de las empresas que se marcharon a otros países; para lograrlo, impondrá un arancel del 45% a los productos chinos y uno del 35% a los mexicanos.
Algunos analistas aseveran que la política fiscal expansiva impulsará el crecimiento y el empleo, a costa de aumentar el déficit fiscal y la deuda pública; este impulso de la demanda agregada estadounidense también dinamizará el comercio internacional y la economía mundial. Esperan que esos resultados moderen la amenaza contra China y México, pero desestiman que el mayor fortalecimiento de la tasa de cambio puede aumentar el déficit comercial.
Hay dos estudios que estiman los impactos esperados de esa combinación de políticas. Uno de Moody’s (“The Macroeconomic Consequences of Mr. Trump’s Economic Policies”) y otro del Peterson Institute for International Economics (PIIE) (“Assessing Trade Agendas in the US Presidential Campaign”).
Los resultados muestran que, en efecto, puede ocurrir inicialmente una aceleración del crecimiento económico, pero en 2019 la economía entraría en recesión: -1.5% y -0.1%, para Moody’s y PIIE, respectivamente. Para el periodo 2016-2026 el primer estudio estima un crecimiento promedio del 1.4% y el segundo del 2.0%, con lo que se prolongaría el bajo dinamismo registrado desde la crisis mundial.
Según Moody’s, después de alcanzar el pleno empleo, que en buena parte se explicaría por la deportación de 11.3 millones de migrantes ilegales, el desempleo aumenta. El choque de oferta en el mercado laboral induce un incremento de la inflación, a la cual se suma el alza de los precios de los productos importados como consecuencia de los altos aranceles; la FED responderá aumentando la tasa de interés, con el consecuente freno de la demanda agregada. Finalmente, el estudio del PIIE estima que habrá una pérdida de 4.8 millones de empleos.
Si bien se espera una reducción tanto de las exportaciones como de las importaciones, no son claros los impactos por países ni las magnitudes (Moody’s señala que en el punto pico las exportaciones de Estados Unidos caerán en US$85 mil millones, alrededor del 6%).
Aun cuando el PIIE incluye un escenario de “guerra comercial plena”, en el que China y México responden a la política de Trump imponiendo aranceles de igual magnitud a los productos de Estados Unidos, destaca la dificultad de modelar los efectos por países dada la existencia de cadenas globales de valor. Cada empresa conoce el detalle de su cadena, la forma en que los mayores aranceles le impactarán y la probabilidad de relocalizarse en otro país o retornar a Estados Unidos, como lo anhela Trump. Pero esa no es información disponible para los analistas.
El balance esperado no luce muy positivo. Se pueden perder más empleos que los atribuidos a la globalización, es factible una guerra comercial de grandes proporciones –cuya magnitud aún no ha sido medida por las dificultades para modelar las cadenas globales de valor–, y el alto crecimiento será flor de un día. Comenzó la era Trump.
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Comercio internacional,
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México,
Trump
Economía a la Trump
Publicado en la Revista Misión Pyme No. 94, diciembre 2016 - enero 2017
Los analistas señalan que el malestar de la clase media en Estados Unidos (EEUU) explica los sorprendentes resultados de la votación en la que fue elegido Donald Trump como presidente.
Arianna Huffington, desde 2010 llamó la atención sobre el notorio descontento de ese grupo en su libro Traición al sueño americano. Cómo los políticos han abandonado a la clase media. En él demuestra la pérdida de bienestar por recortes del gasto social en muchos estados, especialmente desde la crisis de 2008-2009.
Además, varios economistas, como Joseph Stiglitz, habían revelado la creciente concentración del ingreso. Señaló Stiglitz, en el libro El precio de la desigualdad (2012), que el uno por ciento de los más ricos es dueño de un tercio de la riqueza total de la economía de EEUU. “Mientras que al 1 por ciento más alto las cosas le iban fabulosamente, la mayoría de los estadounidenses en realidad estaba empobreciéndose”.
Ese empobrecimiento aumentó con la crisis; millones de familias perdieron sus viviendas y sus empleos y muchas se vieron precisadas a consumir su ahorro pensional.
En el mercado laboral se perdió la estabilidad del empleo y aumentó la población con desempleo de largo plazo, lo que, sugiere Huffington, repercutió en cambios en la percepción sobre la democracia en los grupos sociales afectados.
Para completar, la globalización indujo la relocalización o la quiebra de muchas industrias. Según Huffington, “en algunos casos, poblaciones enteras caen en una depresión permanente cuando desaparecen sus industrias principales”. Para ilustrarlo relata el caso de Mount Airy (Carolina del Norte), un pueblito de 9.500 habitantes en el que la industria textil y de confecciones generaba más de 3.000 empleos. Entre 1999 y 2010 las empresas quebraron y se perdieron esos trabajos; eran personas que no estaban preparadas para otro tipo de labores o, por la edad, era difícil su contratación o su capacitación para otras actividades.
El creciente descontento en el país se canalizó contra los migrantes, las élites que gobiernan el país y la globalización. Esta última se identifica claramente con la relocalización de empresas en países con mano de obra más barata, y con el aumento de productos importados que compiten o sustituyen la producción nacional.
Este fue el público al que Trump cautivó. De ahí que parte de sus promesas van contra la globalización: volver a traer las empresas que se fueron a otros países; renegociar el NAFTA o salirse de él; salirse del Acuerdo Transpacífico (TPP), que aún no ha sido ratificado; y reducir el enorme déficit comercial, que casi en un 50% es explicado por el comercio con China. En este último caso, Trump dijo expresamente: “Yo pondría impuestos a los productos que vienen de China... Y el impuesto debe ser del 45%” (New York Times, 7 de enero de 2016).
En el mundo hay temor por las consecuencias de implementar esas promesas contra la globalización. No obstante, la lógica da pocas posibilidades de aplicación, como lo muestra el caso con China.
En primer lugar, en el marco de la OMC imponer aranceles a solo un país miembro va contra el principio de Nación más Favorecida (NMF); no se puede discriminar a un país, pues este principio obliga a extender a todos los miembros de la OMC el mejor trato que ofrezca a uno de ellos.
En segundo lugar, es erróneo sancionar a China porque genera la mayor parte del déficit comercial de EEUU. La organización de la producción mundial en cadenas globales de valor volvió irrelevantes las mediciones tradicionales de comercio internacional, como la balanza comercial.
A manera de ejemplo, un estudio de la OMC calculó que la balanza comercial de EEUU en iPhones en 2007 fue deficitaria con el mundo en US$1.900 millones, resultado que fue totalmente explicado por China. Pero el comercio medido con la nueva metodología de la OMC y la OCDE basada en el valor agregado, encuentra que el déficit con China apenas llegó a US$73 millones, esto es, el 3.8% del total. En cambio, Japón explica el 36%, Alemania el 18%, Corea el 14% y el resto del mundo el 29%.
Esto evidencia que el uso de aranceles es obsoleto en la economía globalizada. En el mejor de los casos la consecuencia de un arancel del 45% solo a China, sería el aumento del precio de los iPhones a los consumidores de EEUU; en el peor, Apple quebraría, por la pérdida de competitividad frente a los fabricantes de otros países; otra opción sería el traslado del ensamble a terceros países, mejorando la balanza comercial con China, pero no la global.
En tercer lugar, la experiencia de la Gran Depresión demuestra que los obstáculos al comercio internacional generan reacciones en cadena. Con la Ley Smoot-Hawley, que aumentó los aranceles de EEUU, otros países del mundo incrementaron las barreras a las importaciones. El balance fue el deterioro del comercio mundial, con impactos negativos para todas las economías; ese mismo episodio se podría repetir en este hipotético caso.
Es claro que en la actual situación el primer país en reaccionar sería China, que podría imponer barreras a productos sensibles de las exportaciones de EEUU, como las agropecuarias y las de la industria automovilística.
En cuarto lugar, parte de las elevadas reservas internacionales de China están invertidas en bonos del tesoro de los EEUU. En agosto de 2016 su inversión ascendió a US$1.2 billones, que representan el 30% de las tenencias en manos de extranjeros. En un escenario hipotético en el que China resolviera salir rápidamente de sus bonos, propiciaría el desplome del dólar y nefastos efectos en los mercados financieros mundiales.
En síntesis, si el presidente Trump no quiere profundizar el estancamiento de las economías desarrolladas, ni ocasionar una guerra comercial en la que solo habría perdedores, tendrá que revisar sus planes de gobierno y aterrizarlos para reducir o eliminar los temores que hay en el mundo… Si no va contra
Los analistas señalan que el malestar de la clase media en Estados Unidos (EEUU) explica los sorprendentes resultados de la votación en la que fue elegido Donald Trump como presidente.
Arianna Huffington, desde 2010 llamó la atención sobre el notorio descontento de ese grupo en su libro Traición al sueño americano. Cómo los políticos han abandonado a la clase media. En él demuestra la pérdida de bienestar por recortes del gasto social en muchos estados, especialmente desde la crisis de 2008-2009.
Además, varios economistas, como Joseph Stiglitz, habían revelado la creciente concentración del ingreso. Señaló Stiglitz, en el libro El precio de la desigualdad (2012), que el uno por ciento de los más ricos es dueño de un tercio de la riqueza total de la economía de EEUU. “Mientras que al 1 por ciento más alto las cosas le iban fabulosamente, la mayoría de los estadounidenses en realidad estaba empobreciéndose”.
Ese empobrecimiento aumentó con la crisis; millones de familias perdieron sus viviendas y sus empleos y muchas se vieron precisadas a consumir su ahorro pensional.
En el mercado laboral se perdió la estabilidad del empleo y aumentó la población con desempleo de largo plazo, lo que, sugiere Huffington, repercutió en cambios en la percepción sobre la democracia en los grupos sociales afectados.
Para completar, la globalización indujo la relocalización o la quiebra de muchas industrias. Según Huffington, “en algunos casos, poblaciones enteras caen en una depresión permanente cuando desaparecen sus industrias principales”. Para ilustrarlo relata el caso de Mount Airy (Carolina del Norte), un pueblito de 9.500 habitantes en el que la industria textil y de confecciones generaba más de 3.000 empleos. Entre 1999 y 2010 las empresas quebraron y se perdieron esos trabajos; eran personas que no estaban preparadas para otro tipo de labores o, por la edad, era difícil su contratación o su capacitación para otras actividades.
El creciente descontento en el país se canalizó contra los migrantes, las élites que gobiernan el país y la globalización. Esta última se identifica claramente con la relocalización de empresas en países con mano de obra más barata, y con el aumento de productos importados que compiten o sustituyen la producción nacional.
Este fue el público al que Trump cautivó. De ahí que parte de sus promesas van contra la globalización: volver a traer las empresas que se fueron a otros países; renegociar el NAFTA o salirse de él; salirse del Acuerdo Transpacífico (TPP), que aún no ha sido ratificado; y reducir el enorme déficit comercial, que casi en un 50% es explicado por el comercio con China. En este último caso, Trump dijo expresamente: “Yo pondría impuestos a los productos que vienen de China... Y el impuesto debe ser del 45%” (New York Times, 7 de enero de 2016).
En el mundo hay temor por las consecuencias de implementar esas promesas contra la globalización. No obstante, la lógica da pocas posibilidades de aplicación, como lo muestra el caso con China.
En primer lugar, en el marco de la OMC imponer aranceles a solo un país miembro va contra el principio de Nación más Favorecida (NMF); no se puede discriminar a un país, pues este principio obliga a extender a todos los miembros de la OMC el mejor trato que ofrezca a uno de ellos.
En segundo lugar, es erróneo sancionar a China porque genera la mayor parte del déficit comercial de EEUU. La organización de la producción mundial en cadenas globales de valor volvió irrelevantes las mediciones tradicionales de comercio internacional, como la balanza comercial.
A manera de ejemplo, un estudio de la OMC calculó que la balanza comercial de EEUU en iPhones en 2007 fue deficitaria con el mundo en US$1.900 millones, resultado que fue totalmente explicado por China. Pero el comercio medido con la nueva metodología de la OMC y la OCDE basada en el valor agregado, encuentra que el déficit con China apenas llegó a US$73 millones, esto es, el 3.8% del total. En cambio, Japón explica el 36%, Alemania el 18%, Corea el 14% y el resto del mundo el 29%.
Esto evidencia que el uso de aranceles es obsoleto en la economía globalizada. En el mejor de los casos la consecuencia de un arancel del 45% solo a China, sería el aumento del precio de los iPhones a los consumidores de EEUU; en el peor, Apple quebraría, por la pérdida de competitividad frente a los fabricantes de otros países; otra opción sería el traslado del ensamble a terceros países, mejorando la balanza comercial con China, pero no la global.
En tercer lugar, la experiencia de la Gran Depresión demuestra que los obstáculos al comercio internacional generan reacciones en cadena. Con la Ley Smoot-Hawley, que aumentó los aranceles de EEUU, otros países del mundo incrementaron las barreras a las importaciones. El balance fue el deterioro del comercio mundial, con impactos negativos para todas las economías; ese mismo episodio se podría repetir en este hipotético caso.
Es claro que en la actual situación el primer país en reaccionar sería China, que podría imponer barreras a productos sensibles de las exportaciones de EEUU, como las agropecuarias y las de la industria automovilística.
En cuarto lugar, parte de las elevadas reservas internacionales de China están invertidas en bonos del tesoro de los EEUU. En agosto de 2016 su inversión ascendió a US$1.2 billones, que representan el 30% de las tenencias en manos de extranjeros. En un escenario hipotético en el que China resolviera salir rápidamente de sus bonos, propiciaría el desplome del dólar y nefastos efectos en los mercados financieros mundiales.
En síntesis, si el presidente Trump no quiere profundizar el estancamiento de las economías desarrolladas, ni ocasionar una guerra comercial en la que solo habría perdedores, tendrá que revisar sus planes de gobierno y aterrizarlos para reducir o eliminar los temores que hay en el mundo… Si no va contra
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