Publicado en Portafolio el viernes 23 de diciembre de 2016
Diversas propuestas del nuevo presidente de los Estados Unidos generan temores por sus impactos en la economía mundial. En general se cree que la globalización no tiene reversa, lo que llevaría a concluir que Donald Trump tiene la batalla perdida.
Pero la historia muestra que la globalización sí tiene reversa; de igual forma evidencia los altos costos que acarrea. El Banco Mundial (Globalization, Growth, and Poverty) muestra que hubo un prolongado periodo de retroceso entre el comienzo de la primera guerra mundial y la terminación de la segunda.
Este episodio permite intuir lo que vendría para el mundo desde enero de 2017. Ante la fuerte contracción de la actividad económica por la Gran Depresión, el proteccionismo floreció; los gobernantes pensaron que, al imponer barreras a las importaciones, podían aumentar las exportaciones para crecer el PIB y el empleo. La ley Smoot-Hawley aumentó los aranceles de Estados Unidos, pero generó una cadena de retaliaciones a nivel global. Como consecuencia, las exportaciones mundiales cayeron del 8% del PIB en 1910, a 5% en 1950; este nivel era similar al registrado en 1870, año en el que comenzó la primera ola de globalización, según el Banco Mundial.
El freno a la globalización tuvo nefastas consecuencias. Según Angus Maddison “Entre 1913 y 1950 la economía mundial creció mucho más lentamente que entre 1870 y 1913, el comercio mundial creció mucho menos que el ingreso mundial, y el grado de desigualdad entre las regiones se incrementó sustancialmente”. Además, la pobreza, que había caído entre 1870 y 1914, volvió a crecer en el periodo de reversión “aproximadamente hasta donde había estado en el período entre 1820 y 1870” (Banco Mundial).
Trump propuso la imposición de un arancel del 45% a las importaciones desde China, otro del 35% a las importaciones de productos fabricados por las compañías estadounidenses que se sigan marchando, y la atracción hacia Estados Unidos de empresas que se fueron a otros países.
Todas esas propuestas chocan con la evolución que ha tenido el mundo desde la segunda posguerra: la fragmentación geográfica de los procesos de producción, el surgimiento de las cadenas globales de valor, la relocalización de empresas y la sustitución de los productos nacionales por los productos globales (“made in X país” por “made in the world”).
En ese contexto, obligar a empresas como Apple para que retornen a Estados Unidos, implicaría desarticular procesos productivos que están dispersos en siete países. Algunos casos de retorno voluntario (“reshoring”) han evidenciado las enormes dificultades que implica tal decisión; no encuentran mano de obra para labores en las que los estadounidenses ya no tienen habilidades o no están dispuestos a hacerlas; no hay fabricación local de las materias primas o de los bienes intermedios requeridos, lo que obliga a importarlos; los costos de la mano de obra son muy elevados con relación a los países a los que habían migrado. Por estas razones, no pueden ser competitivos.
Experiencias como la de Venezuela con Chávez, evidencian que la intransigencia de un mandatario puede forzar decisiones radicales, por irracionales que sean, y sin importar las graves consecuencias para su economía y su población. En el caso de Estados Unidos el desastre sería mayor y de alcance global. Trump ganaría la batalla, pero la perdería el mundo.
Trump versus globalización
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¿Reforma tributaria estructural?
Publicado en Portafolio el viernes 18 de noviembre de 2016
La polarización se extendió a la reforma tributaria. Las valoraciones de algunos analistas lo ilustran: “está al nivel de los países con los más altos estándares”; “no va a cambiar nada de fondo porque no es estructural”; es “un conjunto de medidas desarticuladas”; “tributaria 2016 es la más técnica en 30 años”; “el Congreso debería rechazar esta propuesta”.
El uso del adjetivo “estructural”, que ahora es parte del debate, plantea un problema semántico complejo, porque no hay una definición académica ni de “reforma estructural” ni de “reforma tributaria estructural”.
Algunos comentaristas parecieran entender que “estructural” es sinónimo de revolución o de panacea. De ahí coligen que el proyecto no lo es, porque ni soluciona todos los problemas redistributivos, ni es totalmente progresivo y lo ven solo como una excusa para tapar el hueco fiscal.
Hecho curioso, por demás, es que entre los críticos del adjetivo “estructural” estén segmentos del empresariado. Lo es porque ese calificativo surgió del clamor gremial, que dio origen a la Comisión de Expertos.
Pero ni la Comisión ni el Gobierno denominaron “estructural” a la propuesta en elaboración. Prefirieron llamarla “integral”. Pero, tal vez, ante la insistencia de los gremios de la producción por una reforma tributaria “estructural”, el Ministerio de Hacienda y la Dian terminaron bautizándola con ese adjetivo.
Puesto que no hay una definición académica de “reforma tributaria estructural”, es conveniente analizar las aproximaciones al tema. Fritz Machlup, en su Semántica Económica, identificó, hace casi sesenta años, veinticinco significados distintos del concepto “estructura” en economía. De ellos, hay dos que pueden dar luces en la discusión actual: “La estructura de un agregado: su composición determinada y constante, es decir, que no puede cambiar fácilmente”. “Cambios estructurales: alteraciones permanentes, distintas de los cambios puramente temporarios y de las fluctuaciones cíclicas”.
En concordancia con esos significados, en algún momento, el Consejo Gremial Nacional planteó que la reforma tributaria debería ser estructural, en el sentido de que representara un cambio profundo en el estatuto tributario, que fuera estable en el tiempo y que lo hiciera menos complejo.
Ser estructural no significa cambiar todo de una vez, pero sí tener un norte definido; sin duda, la reforma avanza en la línea esperada. Entre las propuestas que se pueden considerar estructurales, se destacan: reducir la complejidad del impuesto de renta, eliminar impuestos anti-técnicos como el de riqueza (aunque vuelve permanente el gravamen a los movimientos financieros), reducir la tasa efectiva de tributación de las empresas para eliminar los sesgos anticompetitivos, aumentar la tributación de las personas al crear el gravamen a los dividendos, ampliar la base tributaria en un país en el que solo tributa una fracción muy pequeña de las empresas y las personas, y unificar y aumentar las tasas de impuesto de renta de las zonas francas, entre otras.
Por esto es vital un acuerdo para no modificar el componente estructural de la reforma tributaria, como lo planteó el empresario Antonio Celia. Pueden ser necesarios algunos ajustes, pero quienes los promueven deben considerar el balance general frente a los efectos de inequidad horizontal que perpetuarían con sus acciones; podrían ser el preámbulo a las reacciones de otros agentes, que bloquearían el objetivo de un estatuto tributario menos farragoso y menos oneroso para las propias empresas.
La polarización se extendió a la reforma tributaria. Las valoraciones de algunos analistas lo ilustran: “está al nivel de los países con los más altos estándares”; “no va a cambiar nada de fondo porque no es estructural”; es “un conjunto de medidas desarticuladas”; “tributaria 2016 es la más técnica en 30 años”; “el Congreso debería rechazar esta propuesta”.
El uso del adjetivo “estructural”, que ahora es parte del debate, plantea un problema semántico complejo, porque no hay una definición académica ni de “reforma estructural” ni de “reforma tributaria estructural”.
Algunos comentaristas parecieran entender que “estructural” es sinónimo de revolución o de panacea. De ahí coligen que el proyecto no lo es, porque ni soluciona todos los problemas redistributivos, ni es totalmente progresivo y lo ven solo como una excusa para tapar el hueco fiscal.
Hecho curioso, por demás, es que entre los críticos del adjetivo “estructural” estén segmentos del empresariado. Lo es porque ese calificativo surgió del clamor gremial, que dio origen a la Comisión de Expertos.
Pero ni la Comisión ni el Gobierno denominaron “estructural” a la propuesta en elaboración. Prefirieron llamarla “integral”. Pero, tal vez, ante la insistencia de los gremios de la producción por una reforma tributaria “estructural”, el Ministerio de Hacienda y la Dian terminaron bautizándola con ese adjetivo.
Puesto que no hay una definición académica de “reforma tributaria estructural”, es conveniente analizar las aproximaciones al tema. Fritz Machlup, en su Semántica Económica, identificó, hace casi sesenta años, veinticinco significados distintos del concepto “estructura” en economía. De ellos, hay dos que pueden dar luces en la discusión actual: “La estructura de un agregado: su composición determinada y constante, es decir, que no puede cambiar fácilmente”. “Cambios estructurales: alteraciones permanentes, distintas de los cambios puramente temporarios y de las fluctuaciones cíclicas”.
En concordancia con esos significados, en algún momento, el Consejo Gremial Nacional planteó que la reforma tributaria debería ser estructural, en el sentido de que representara un cambio profundo en el estatuto tributario, que fuera estable en el tiempo y que lo hiciera menos complejo.
Ser estructural no significa cambiar todo de una vez, pero sí tener un norte definido; sin duda, la reforma avanza en la línea esperada. Entre las propuestas que se pueden considerar estructurales, se destacan: reducir la complejidad del impuesto de renta, eliminar impuestos anti-técnicos como el de riqueza (aunque vuelve permanente el gravamen a los movimientos financieros), reducir la tasa efectiva de tributación de las empresas para eliminar los sesgos anticompetitivos, aumentar la tributación de las personas al crear el gravamen a los dividendos, ampliar la base tributaria en un país en el que solo tributa una fracción muy pequeña de las empresas y las personas, y unificar y aumentar las tasas de impuesto de renta de las zonas francas, entre otras.
Por esto es vital un acuerdo para no modificar el componente estructural de la reforma tributaria, como lo planteó el empresario Antonio Celia. Pueden ser necesarios algunos ajustes, pero quienes los promueven deben considerar el balance general frente a los efectos de inequidad horizontal que perpetuarían con sus acciones; podrían ser el preámbulo a las reacciones de otros agentes, que bloquearían el objetivo de un estatuto tributario menos farragoso y menos oneroso para las propias empresas.
Multitasking y productividad
Publicado en la Revista MisiónPyme No. 93, octubre - noviembre de 2016
Un creciente número de economistas se plantea interrogantes sobre el impacto de la revolución tecnológica de las últimas décadas en la productividad. En general se esperaba un notable incremento, pero no ha ocurrido.
Diversas interpretaciones al fenómeno han surgido. Algunos mencionan el problema de la contabilidad nacional que no captura el abaratamiento o incluso el costo nulo que tiene para los usuarios el acceso a las nuevas tecnologías, como ocurre en el caso de las comunicaciones. Otros formulan la hipótesis del rezago que se da entre las innovaciones y el impacto en la productividad; lo ilustran con el ejemplo de la introducción de los automóviles y la tecnología del vapor, que tardaron varias décadas en reflejar su impacto en las mediciones de productividad.
Puede haber una explicación complementaria que se mueve lejos de los ámbitos de la academia económica, y se encuentra en el mundo académico de la sicología. Se trata del “multitasking”. El siquiatra Edward Hallowell lo definió como “la actividad mítica en la que las personas creen que pueden realizar dos o más tareas al mismo tiempo”.
Su relación con la productividad surge cuando en el trabajo se utilizan computadores, tabletas y celulares, mezclados con diferentes actividades, creyendo que aumentan la eficiencia, cuando en realidad pueden reducirla. Entre esas actividades están “chatear” durante las reuniones, revisar correos mientras se asiste a una conferencia, participar en las redes sociales a la vez que se elabora un informe técnico, navegar en internet mientras se atiende la llamada de un cliente, etc.
Todo nace de un mito alrededor del multitasking. Se pensó hace algunas décadas que las nuevas tecnologías permitían el desarrollo de habilidades del ser humano, hasta ahora ocultas. Pero ya hace un tiempo que los sicólogos reaccionaron y, con base en numerosos experimentos, demostraron que el cerebro humano está diseñado para realizar una sola tarea a la vez.
Por lo tanto, es imposible hacer varias labores simultáneamente, salvo que una de ellas no exija una actividad intelectual compleja; por ejemplo, caminar y hablar por teléfono, o conducir el automóvil y escuchar música. En los casos que demandan un esfuerzo intelectual no hay simultaneidad, sino una secuencia de cambios de actividad; se suspende temporalmente la redacción de un informe técnico para atender la llamada de un cliente o responder un correo electrónico. Señalan los expertos que esas interrupciones reducen la productividad, por el tiempo necesario para volver a concentrarse en la tarea que fue suspendida.
Un análisis publicado en Harvard Business Review (“The Multitasking Paradox”), detectó, mediante un programa especial, el uso que hacen del tiempo en el computador los trabajadores que cambian poco su foco de trabajo y aquellos que lo cambian con frecuencia (no incluyeron el uso de celular). Los resultados muestran que alrededor del 85% de la jornada laboral del primer trabajador fue trabajo productivo, en tanto que la del segundo apenas alcanzó un 33%.
Esos resultados comprueban el enunciado de la American Psychological Association (APA): “Hacer más de una tarea a la vez, sobre todo más de una tarea compleja, tiene un costo en la productividad” (“Multitasking: Switching costs”).
Christine Rosen comenta que “un estudio realizado por investigadores de la Universidad de California en Irvine monitoreó las interrupciones entre los trabajadores de oficina; se encontró que gastaron en promedio veinticinco minutos para recuperarse de interrupciones tales como llamadas telefónicas o responder correo electrónico y volver a su tarea original”.
Jonathan Spira y Joshua Feintuch estiman que, con una pérdida del 28% de la jornada diaria por interrupciones, las pérdidas en productividad para una empresa de 10 mil trabajadores ascenderían a US$400 millones anuales. Calculan que para Estados Unidos las pérdidas en 2005 habrían ascendido a US$588 mil millones.
Los efectos también se observan en actividades diferentes a las laborales. Se ha comprobado que la combinación inadecuada de tecnología y educación reduce la calidad de la formación académica en las universidades que son permisivas con esas prácticas. Mediante experimentos se evidenció que los estudiantes a los que se les restringe el uso del computador en clase tienen mejor rendimiento que los que no tienen restricción; en ese y en otros estudios se fundamentan algunas propuestas para prohibir su uso en clases en Estados Unidos. Otros estudios han comprobado que el multitasking genera más cansancio, aumenta el estrés, ocasiona accidentes de tránsito e incluso puede afectar la capacidad cognoscitiva.
Hoy vemos que la tendencia al multitasking invadió los sitios de trabajo, las reuniones de amigos, los entornos académicos, los restaurantes y los espacios familiares. En general, en esos ambientes es creciente el aislamiento relativo entre personas que físicamente comparten el mismo espacio.
Al parecer, la tecnología le está jugando una mala pasada a la humanidad. Presuntamente su desarrollo aumentaría la productividad y liberaría tiempo para el ocio. Hoy, todos estamos más ocupados que nunca; no tenemos tiempo disponible porque siempre hay tareas atrasadas. Incluso, lo normal es que los trabajadores tiendan a alargar sus jornadas laborales para proyectar la imagen de lo atareados y comprometidos que están con la empresa. Para colmo de males, en las entrevistas laborales los aspirantes destacan su capacidad para el multitasking, como si fuera un atributo positivo.
¿Significa lo anterior que se debe rechazar la tecnología? Evidentemente, no. Pero sí hay que reeducar a los trabajadores, a los estudiantes, a los conductores y, en general a todos los usuarios sobre su adecuado uso. El paso inicial para las empresas es medir la eficiencia del multitasking y acudir a la creciente literatura que sugiere alternativas para reducir sus nocivos efectos.
Un creciente número de economistas se plantea interrogantes sobre el impacto de la revolución tecnológica de las últimas décadas en la productividad. En general se esperaba un notable incremento, pero no ha ocurrido.
Diversas interpretaciones al fenómeno han surgido. Algunos mencionan el problema de la contabilidad nacional que no captura el abaratamiento o incluso el costo nulo que tiene para los usuarios el acceso a las nuevas tecnologías, como ocurre en el caso de las comunicaciones. Otros formulan la hipótesis del rezago que se da entre las innovaciones y el impacto en la productividad; lo ilustran con el ejemplo de la introducción de los automóviles y la tecnología del vapor, que tardaron varias décadas en reflejar su impacto en las mediciones de productividad.
Puede haber una explicación complementaria que se mueve lejos de los ámbitos de la academia económica, y se encuentra en el mundo académico de la sicología. Se trata del “multitasking”. El siquiatra Edward Hallowell lo definió como “la actividad mítica en la que las personas creen que pueden realizar dos o más tareas al mismo tiempo”.
Su relación con la productividad surge cuando en el trabajo se utilizan computadores, tabletas y celulares, mezclados con diferentes actividades, creyendo que aumentan la eficiencia, cuando en realidad pueden reducirla. Entre esas actividades están “chatear” durante las reuniones, revisar correos mientras se asiste a una conferencia, participar en las redes sociales a la vez que se elabora un informe técnico, navegar en internet mientras se atiende la llamada de un cliente, etc.
Todo nace de un mito alrededor del multitasking. Se pensó hace algunas décadas que las nuevas tecnologías permitían el desarrollo de habilidades del ser humano, hasta ahora ocultas. Pero ya hace un tiempo que los sicólogos reaccionaron y, con base en numerosos experimentos, demostraron que el cerebro humano está diseñado para realizar una sola tarea a la vez.
Por lo tanto, es imposible hacer varias labores simultáneamente, salvo que una de ellas no exija una actividad intelectual compleja; por ejemplo, caminar y hablar por teléfono, o conducir el automóvil y escuchar música. En los casos que demandan un esfuerzo intelectual no hay simultaneidad, sino una secuencia de cambios de actividad; se suspende temporalmente la redacción de un informe técnico para atender la llamada de un cliente o responder un correo electrónico. Señalan los expertos que esas interrupciones reducen la productividad, por el tiempo necesario para volver a concentrarse en la tarea que fue suspendida.
Un análisis publicado en Harvard Business Review (“The Multitasking Paradox”), detectó, mediante un programa especial, el uso que hacen del tiempo en el computador los trabajadores que cambian poco su foco de trabajo y aquellos que lo cambian con frecuencia (no incluyeron el uso de celular). Los resultados muestran que alrededor del 85% de la jornada laboral del primer trabajador fue trabajo productivo, en tanto que la del segundo apenas alcanzó un 33%.
Esos resultados comprueban el enunciado de la American Psychological Association (APA): “Hacer más de una tarea a la vez, sobre todo más de una tarea compleja, tiene un costo en la productividad” (“Multitasking: Switching costs”).
Christine Rosen comenta que “un estudio realizado por investigadores de la Universidad de California en Irvine monitoreó las interrupciones entre los trabajadores de oficina; se encontró que gastaron en promedio veinticinco minutos para recuperarse de interrupciones tales como llamadas telefónicas o responder correo electrónico y volver a su tarea original”.
Jonathan Spira y Joshua Feintuch estiman que, con una pérdida del 28% de la jornada diaria por interrupciones, las pérdidas en productividad para una empresa de 10 mil trabajadores ascenderían a US$400 millones anuales. Calculan que para Estados Unidos las pérdidas en 2005 habrían ascendido a US$588 mil millones.
Los efectos también se observan en actividades diferentes a las laborales. Se ha comprobado que la combinación inadecuada de tecnología y educación reduce la calidad de la formación académica en las universidades que son permisivas con esas prácticas. Mediante experimentos se evidenció que los estudiantes a los que se les restringe el uso del computador en clase tienen mejor rendimiento que los que no tienen restricción; en ese y en otros estudios se fundamentan algunas propuestas para prohibir su uso en clases en Estados Unidos. Otros estudios han comprobado que el multitasking genera más cansancio, aumenta el estrés, ocasiona accidentes de tránsito e incluso puede afectar la capacidad cognoscitiva.
Hoy vemos que la tendencia al multitasking invadió los sitios de trabajo, las reuniones de amigos, los entornos académicos, los restaurantes y los espacios familiares. En general, en esos ambientes es creciente el aislamiento relativo entre personas que físicamente comparten el mismo espacio.
Al parecer, la tecnología le está jugando una mala pasada a la humanidad. Presuntamente su desarrollo aumentaría la productividad y liberaría tiempo para el ocio. Hoy, todos estamos más ocupados que nunca; no tenemos tiempo disponible porque siempre hay tareas atrasadas. Incluso, lo normal es que los trabajadores tiendan a alargar sus jornadas laborales para proyectar la imagen de lo atareados y comprometidos que están con la empresa. Para colmo de males, en las entrevistas laborales los aspirantes destacan su capacidad para el multitasking, como si fuera un atributo positivo.
¿Significa lo anterior que se debe rechazar la tecnología? Evidentemente, no. Pero sí hay que reeducar a los trabajadores, a los estudiantes, a los conductores y, en general a todos los usuarios sobre su adecuado uso. El paso inicial para las empresas es medir la eficiencia del multitasking y acudir a la creciente literatura que sugiere alternativas para reducir sus nocivos efectos.
Colombia frente a la globalización
Publicado en la Revista de Fasecolda, No. 164
En el periodo 1976-2016 numerosas economías en desarrollo iniciaron el desmonte del modelo de sustitución de importaciones, caracterizado por el uso intensivo de políticas proteccionistas. Desde la década del setenta adoptaron aperturas unilaterales como aproximaciones al libre comercio, camino por el que las economías desarrolladas y algunas en desarrollo venían avanzando desde finales de los años cuarenta con la creación del Acuerdo General sobre Aranceles y Comercio (GATT).
Adicionalmente, la aceleración de la globalización y el surgimiento de las cadenas globales de valor, fortalecieron los procesos de integración económica por la vía de los acuerdos comerciales regionales; con la creación de la Organización Mundial de Comercio (OMC), en 1994, se aceleró el número de acuerdos negociados.
En Colombia comenzaron a soplar débilmente los vientos de cambio desde finales de los años sesenta, cuando se formuló un programa de promoción de exportaciones; fue una respuesta a los problemas de estrangulamiento externo originados en la alta concentración en productos primarios, especialmente café. A mediados de los años setenta se inició un largo y lento camino de liberalización financiera. De igual forma, se emprendió un proceso gradual de reducción de aranceles, finalmente concretado en la apertura unilateral de comienzos de los noventa.
Transcurridas varias décadas, surgen interrogantes sobre la efectividad de esas decisiones en la integración de Colombia a la economía globalizada, la diversificación del comercio y la integración de los empresarios a la nueva organización mundial de la producción. Las respuestas se pueden colegir de la evolución de diversas variables.
• El indicador de apertura económica, medido por la suma de exportaciones e importaciones de bienes y servicios como porcentaje del PIB, revela la forma de relacionarse con la economía global. El coeficiente era del 31% en 1976 y subió al 39% en 2015, con un aumento del 26% entre los dos años. En el mismo periodo el promedio mundial y el de América Latina superaron el nuestro y crecieron 70% y 72% (gráfico 1).
• Según Garay (1998, p. 30): “El arancel nominal promedio pasó del 36% en 1974 al 29.4% en 1979 y 29.3% en 1981, para luego revertir la tendencia y ascender al 47.2% en 1984”. La apertura unilateral del gobierno Gaviria redujo el arancel del 27.0% que registraba en 1990 al 11.8% en 1992. En los años siguientes, se mantuvo alrededor de ese valor hasta la reforma de 2010, cuando bajó a 8.3%. Actualmente está en 6.4% por un diferimiento arancelario temporal para los bienes de capital y materias primas no producidas.
Aun así, según Schwab (2015), con ese arancel Colombia ocupa el puesto 83 entre 140 países. La misma fuente indica que el país se ubicó 109 en la prevalencia de barreras no arancelarias, 135 en el coeficiente de importaciones a PIB y 132 en el de exportaciones a PIB.
• La participación de Colombia en las exportaciones mundiales, que era en 1976 de 0.19%, apenas llegó al 0.22% en 2015. Aun cuando se observó un repunte con el reciente auge de bienes básicos, que elevó la participación hasta el 0.32% en 2012, ella volvió a declinar tan pronto como cayeron los precios internacionales.
• La concentración de las exportaciones se mantiene con escasa modificación. En 1978 los 10 primeros productos representaban el 79.6% del total exportado; en 2014 fueron el 77.6%; no obstante, en unos pocos años el indicador descendió a niveles del 56 o 57% (gráfico 2).
• La composición por intensidad tecnológica también registra pocas variaciones. Los productos primarios y los recursos naturales eran el 84.9% de las exportaciones en 1978 y en 2014 fueron el 81.3%. Los de alta tecnología pasaron del 0.6 al 1.6% en el mismo periodo (gráfico 3).
• Con relación a las cadenas globales de valor, Trujillo, Álvarez y Rodríguez (2014), del Ministerio de Comercio, Industria y Turismo, concluyen que no solo “Colombia muestra un bajo nivel de inserción”, sino que lo viene reduciendo desde 2007.
Un análisis de la Unctad (2013; p. 134) encontró que, entre las 25 principales economías emergentes exportadoras, Colombia ocupó el último lugar por la integración de sus exportaciones en las cadenas globales de valor.
De estos indicadores se tendería a concluir que el modelo de liberalización económica no ha dado los resultados que teóricamente se esperan. La realidad puede ser otra. Stiglitz (2016) señala que en su libro El malestar de la globalización el principal mensaje “fue que el problema no era la globalización, sino cómo se gestionaba el proceso de la misma”.
De forma similar, se puede afirmar que en Colombia se han adoptado medidas en la misma dirección en que se mueve la economía globalizada, pero diversos problemas impiden alcanzar plenamente los resultados esperados. Podrían señalarse al menos tres factores que contribuyen a ese balance.
El primero es la falta de continuidad de las políticas, por cambios en la coyuntura económica. Lo ilustra la bonanza cafetera de finales de los setenta, que frenó las tímidas políticas de liberalización financiera y comercial que se venían implementando. Igualmente, la reciente bonanza de precios internacionales de los productos básicos, bloqueó los avances en la diversificación de exportaciones; la percepción de que el auge sería permanente, impidió la adopción de medidas para evitar el fenómeno de enfermedad holandesa y la pérdida de competitividad de las exportaciones no minero-energéticas.
El segundo es la demora en la toma de decisiones estratégicas. Así lo evidencia el atraso en la infraestructura, el bajo desarrollo de medios de transporte masivo como los metros, la persistencia de los problemas de derechos de propiedad en el sector agropecuario y el limitado aprovechamiento de los esquemas de regionalismo abierto. En este último aspecto, aun cuando el artículo 227 de la Constitución contiene un mandato hacia la integración económica, solo desde 2002 se empezó a desarrollar con la negociación de los TLC.
El tercero es la inercia del proteccionismo; es muy difícil frenarla y su reacción a las políticas de modernización termina neutralizando los efectos buscados. Hommes (2009), destacó un caso en los siguientes términos: “aún después de la Apertura de los años noventa, la protección de los productos industriales de consumo y de los del sector agropecuario es excesiva, como lo es la protección efectiva de esos sectores. La CAN fue el vehículo que utilizaron los proteccionistas colombianos y los de la región andina para echar para atrás parte de lo que se había alcanzado con la Apertura al final del siglo XX”.
En síntesis, las decisiones de Colombia no se reflejan en una adecuada inserción en la economía globalizada, pues el mundo se está moviendo a un ritmo más rápido. Es necesario poner el acelerador en temas como la vinculación empresarial a las cadenas globales de valor, porque ellas son parte esencial de la nueva organización mundial de la producción. De igual forma, urge diversificar la estructura productiva y la canasta exportadora para aprovechar el acceso preferencial permanente que brindan los TLC vigentes.
En este contexto son grandes las expectativas que genera la nueva política de desarrollo productivo, recién anunciada por el Gobierno. Para que ella marque una diferencia real con otras propuestas en el pasado, resulta vital asegurar la continuidad de la política y diseñar los cortafuegos que bloqueen las esperadas reacciones proteccionistas.
Bibliografía
Garay, L. J. (1998). Colombia: Estructura industrial e internacionalización 1967-1996. Departamento Nacional de Planeación y Colciencias.
Hommes, R. (30 de octubre de 2009). “Política, comercio y geopolítica”. El Tiempo.
Stiglitz. J. (5 de agosto de 2016). “La globalización y sus nuevos malestares”. Project Syndicate.
Trujillo, E.; Álvarez, M. y Rodríguez, M. (2014). “Inserción de Colombia en las cadenas globales de valor”. Ministerio de Comercio, Industria y Turismo. Febrero.
Unctad (2013). World Investment Report 2013. Global Value Chains: Investment and Trade for Development. United Nations, New York and Geneva.
Schwab, K. (2015). Global Competitiveness Report 2015-2016. World Economic Forum. Geneva.
En el periodo 1976-2016 numerosas economías en desarrollo iniciaron el desmonte del modelo de sustitución de importaciones, caracterizado por el uso intensivo de políticas proteccionistas. Desde la década del setenta adoptaron aperturas unilaterales como aproximaciones al libre comercio, camino por el que las economías desarrolladas y algunas en desarrollo venían avanzando desde finales de los años cuarenta con la creación del Acuerdo General sobre Aranceles y Comercio (GATT).
Adicionalmente, la aceleración de la globalización y el surgimiento de las cadenas globales de valor, fortalecieron los procesos de integración económica por la vía de los acuerdos comerciales regionales; con la creación de la Organización Mundial de Comercio (OMC), en 1994, se aceleró el número de acuerdos negociados.
En Colombia comenzaron a soplar débilmente los vientos de cambio desde finales de los años sesenta, cuando se formuló un programa de promoción de exportaciones; fue una respuesta a los problemas de estrangulamiento externo originados en la alta concentración en productos primarios, especialmente café. A mediados de los años setenta se inició un largo y lento camino de liberalización financiera. De igual forma, se emprendió un proceso gradual de reducción de aranceles, finalmente concretado en la apertura unilateral de comienzos de los noventa.
Transcurridas varias décadas, surgen interrogantes sobre la efectividad de esas decisiones en la integración de Colombia a la economía globalizada, la diversificación del comercio y la integración de los empresarios a la nueva organización mundial de la producción. Las respuestas se pueden colegir de la evolución de diversas variables.
• El indicador de apertura económica, medido por la suma de exportaciones e importaciones de bienes y servicios como porcentaje del PIB, revela la forma de relacionarse con la economía global. El coeficiente era del 31% en 1976 y subió al 39% en 2015, con un aumento del 26% entre los dos años. En el mismo periodo el promedio mundial y el de América Latina superaron el nuestro y crecieron 70% y 72% (gráfico 1).
• Según Garay (1998, p. 30): “El arancel nominal promedio pasó del 36% en 1974 al 29.4% en 1979 y 29.3% en 1981, para luego revertir la tendencia y ascender al 47.2% en 1984”. La apertura unilateral del gobierno Gaviria redujo el arancel del 27.0% que registraba en 1990 al 11.8% en 1992. En los años siguientes, se mantuvo alrededor de ese valor hasta la reforma de 2010, cuando bajó a 8.3%. Actualmente está en 6.4% por un diferimiento arancelario temporal para los bienes de capital y materias primas no producidas.
Aun así, según Schwab (2015), con ese arancel Colombia ocupa el puesto 83 entre 140 países. La misma fuente indica que el país se ubicó 109 en la prevalencia de barreras no arancelarias, 135 en el coeficiente de importaciones a PIB y 132 en el de exportaciones a PIB.
• La participación de Colombia en las exportaciones mundiales, que era en 1976 de 0.19%, apenas llegó al 0.22% en 2015. Aun cuando se observó un repunte con el reciente auge de bienes básicos, que elevó la participación hasta el 0.32% en 2012, ella volvió a declinar tan pronto como cayeron los precios internacionales.
• La concentración de las exportaciones se mantiene con escasa modificación. En 1978 los 10 primeros productos representaban el 79.6% del total exportado; en 2014 fueron el 77.6%; no obstante, en unos pocos años el indicador descendió a niveles del 56 o 57% (gráfico 2).
• La composición por intensidad tecnológica también registra pocas variaciones. Los productos primarios y los recursos naturales eran el 84.9% de las exportaciones en 1978 y en 2014 fueron el 81.3%. Los de alta tecnología pasaron del 0.6 al 1.6% en el mismo periodo (gráfico 3).
• Con relación a las cadenas globales de valor, Trujillo, Álvarez y Rodríguez (2014), del Ministerio de Comercio, Industria y Turismo, concluyen que no solo “Colombia muestra un bajo nivel de inserción”, sino que lo viene reduciendo desde 2007.
Un análisis de la Unctad (2013; p. 134) encontró que, entre las 25 principales economías emergentes exportadoras, Colombia ocupó el último lugar por la integración de sus exportaciones en las cadenas globales de valor.
De estos indicadores se tendería a concluir que el modelo de liberalización económica no ha dado los resultados que teóricamente se esperan. La realidad puede ser otra. Stiglitz (2016) señala que en su libro El malestar de la globalización el principal mensaje “fue que el problema no era la globalización, sino cómo se gestionaba el proceso de la misma”.
De forma similar, se puede afirmar que en Colombia se han adoptado medidas en la misma dirección en que se mueve la economía globalizada, pero diversos problemas impiden alcanzar plenamente los resultados esperados. Podrían señalarse al menos tres factores que contribuyen a ese balance.
El primero es la falta de continuidad de las políticas, por cambios en la coyuntura económica. Lo ilustra la bonanza cafetera de finales de los setenta, que frenó las tímidas políticas de liberalización financiera y comercial que se venían implementando. Igualmente, la reciente bonanza de precios internacionales de los productos básicos, bloqueó los avances en la diversificación de exportaciones; la percepción de que el auge sería permanente, impidió la adopción de medidas para evitar el fenómeno de enfermedad holandesa y la pérdida de competitividad de las exportaciones no minero-energéticas.
El segundo es la demora en la toma de decisiones estratégicas. Así lo evidencia el atraso en la infraestructura, el bajo desarrollo de medios de transporte masivo como los metros, la persistencia de los problemas de derechos de propiedad en el sector agropecuario y el limitado aprovechamiento de los esquemas de regionalismo abierto. En este último aspecto, aun cuando el artículo 227 de la Constitución contiene un mandato hacia la integración económica, solo desde 2002 se empezó a desarrollar con la negociación de los TLC.
El tercero es la inercia del proteccionismo; es muy difícil frenarla y su reacción a las políticas de modernización termina neutralizando los efectos buscados. Hommes (2009), destacó un caso en los siguientes términos: “aún después de la Apertura de los años noventa, la protección de los productos industriales de consumo y de los del sector agropecuario es excesiva, como lo es la protección efectiva de esos sectores. La CAN fue el vehículo que utilizaron los proteccionistas colombianos y los de la región andina para echar para atrás parte de lo que se había alcanzado con la Apertura al final del siglo XX”.
En síntesis, las decisiones de Colombia no se reflejan en una adecuada inserción en la economía globalizada, pues el mundo se está moviendo a un ritmo más rápido. Es necesario poner el acelerador en temas como la vinculación empresarial a las cadenas globales de valor, porque ellas son parte esencial de la nueva organización mundial de la producción. De igual forma, urge diversificar la estructura productiva y la canasta exportadora para aprovechar el acceso preferencial permanente que brindan los TLC vigentes.
En este contexto son grandes las expectativas que genera la nueva política de desarrollo productivo, recién anunciada por el Gobierno. Para que ella marque una diferencia real con otras propuestas en el pasado, resulta vital asegurar la continuidad de la política y diseñar los cortafuegos que bloqueen las esperadas reacciones proteccionistas.
Bibliografía
Garay, L. J. (1998). Colombia: Estructura industrial e internacionalización 1967-1996. Departamento Nacional de Planeación y Colciencias.
Hommes, R. (30 de octubre de 2009). “Política, comercio y geopolítica”. El Tiempo.
Stiglitz. J. (5 de agosto de 2016). “La globalización y sus nuevos malestares”. Project Syndicate.
Trujillo, E.; Álvarez, M. y Rodríguez, M. (2014). “Inserción de Colombia en las cadenas globales de valor”. Ministerio de Comercio, Industria y Turismo. Febrero.
Unctad (2013). World Investment Report 2013. Global Value Chains: Investment and Trade for Development. United Nations, New York and Geneva.
Schwab, K. (2015). Global Competitiveness Report 2015-2016. World Economic Forum. Geneva.
Criticar, criticar, criticar
Publicado en Portafolio el 14 de octubre de 2016
Hace unos años, siendo funcionario público, fui conferencista en un foro sobre los TLC. El antagonista fue un connotado representante del Polo Democrático que, desde la cómoda posición de los críticos, aseguraba que esas negociaciones eran un desastre. En el debate le pregunté: Si a ustedes no les gusta nada de lo que el gobierno está haciendo en política comercial ¿cuáles son sus propuestas concretas y qué harían si estuvieran gobernando? Su respuesta fue desconcertante: “¿Y es que ustedes están esperando a que les hagamos la tarea?”
Varios hechos recientes traen a mi mente ese episodio: el Brexit, el plebiscito sobre los acuerdos de paz y el nobel de paz.
En el Brexit, con base parcial en argumentos mentirosos, ganó la posición que obliga al gobierno británico a tramitar la salida de la Unión Europea. Pero al día siguiente, los líderes del movimiento ganador desaparecieron del escenario. Con los días se develaron los planteamientos falsos y, lo que es más grave, el desconocimiento de los impactos que tal decisión acarrearía para el país. Por ejemplo, el Reino Unido quedará sin acuerdos comerciales, al punto que posiblemente tendrá que negociar su ingreso a la Organización Mundial de Comercio.
En el plebiscito colombiano (nuestro Brexit), ganó el No. Los ganadores dieron mensajes cruzados, pues mientras unos líderes asumieron un aíre triunfalista, otros dijeron que el resultado no debía entenderse como un triunfo. Unánimemente señalaron que es el Gobierno quien tiene que renegociar los acuerdos (ellos no van a hacerle la tarea), pero no tenían un documento con las propuestas concretas para renegociar; por eso, en varias de las declaraciones públicas iniciales se encuentra una gran coincidencia entre lo que piden y lo que está negociado.
Las explosivas declaraciones de un líder de campaña del No, mostraron que parte de los argumentos para cautivar votantes fueron mentiras o buscaban generar indignación. Lo curioso es que el país apenas se sobresaltó, no se armó el gran debate que cabía esperar y algunos adujeron que los del Sí también dijeron mentiras. Los argumentos mentirosos no son novedad en la política, como lo ilustran el Brexit y la campaña presidencial de los Estados Unidos.
Un artículo en The Economist enuncia: “Los políticos siempre han mentido”; también afirma: “Sentimientos, no hechos, es lo que importa en este tipo de campañas”. Entre tanto, los ciudadanos seguiremos inermes y manipulados por esas conductas.
El escándalo quedó acallado cuando se anunció que el nobel de paz fue otorgado al presidente Santos. Entonces, al lado de las felicitaciones de los principales líderes del mundo y del país, surgieron las críticas, que se pueden resumir en la expresión de un twittero: “Santos ganó el nobel, pero perdió la paz”.
Estos críticos no se enteraron que lo están premiando “por sus decididos esfuerzos” para lograr la paz y no por haberla alcanzado. Deberían atender a Óscar Arias, expresidente de Costa Rica, quien declaró que en el momento en que le otorgaron el premio no se había conseguido la paz en Centroamérica, pero que esa distinción fue un factor decisivo para avanzar hacia los acuerdos finales.
En Macondo solo nos falta un movimiento de críticos que enarbole las banderas de un divertido meme: Hay que renegociar el premio nobel de paz.
Hace unos años, siendo funcionario público, fui conferencista en un foro sobre los TLC. El antagonista fue un connotado representante del Polo Democrático que, desde la cómoda posición de los críticos, aseguraba que esas negociaciones eran un desastre. En el debate le pregunté: Si a ustedes no les gusta nada de lo que el gobierno está haciendo en política comercial ¿cuáles son sus propuestas concretas y qué harían si estuvieran gobernando? Su respuesta fue desconcertante: “¿Y es que ustedes están esperando a que les hagamos la tarea?”
Varios hechos recientes traen a mi mente ese episodio: el Brexit, el plebiscito sobre los acuerdos de paz y el nobel de paz.
En el Brexit, con base parcial en argumentos mentirosos, ganó la posición que obliga al gobierno británico a tramitar la salida de la Unión Europea. Pero al día siguiente, los líderes del movimiento ganador desaparecieron del escenario. Con los días se develaron los planteamientos falsos y, lo que es más grave, el desconocimiento de los impactos que tal decisión acarrearía para el país. Por ejemplo, el Reino Unido quedará sin acuerdos comerciales, al punto que posiblemente tendrá que negociar su ingreso a la Organización Mundial de Comercio.
En el plebiscito colombiano (nuestro Brexit), ganó el No. Los ganadores dieron mensajes cruzados, pues mientras unos líderes asumieron un aíre triunfalista, otros dijeron que el resultado no debía entenderse como un triunfo. Unánimemente señalaron que es el Gobierno quien tiene que renegociar los acuerdos (ellos no van a hacerle la tarea), pero no tenían un documento con las propuestas concretas para renegociar; por eso, en varias de las declaraciones públicas iniciales se encuentra una gran coincidencia entre lo que piden y lo que está negociado.
Las explosivas declaraciones de un líder de campaña del No, mostraron que parte de los argumentos para cautivar votantes fueron mentiras o buscaban generar indignación. Lo curioso es que el país apenas se sobresaltó, no se armó el gran debate que cabía esperar y algunos adujeron que los del Sí también dijeron mentiras. Los argumentos mentirosos no son novedad en la política, como lo ilustran el Brexit y la campaña presidencial de los Estados Unidos.
Un artículo en The Economist enuncia: “Los políticos siempre han mentido”; también afirma: “Sentimientos, no hechos, es lo que importa en este tipo de campañas”. Entre tanto, los ciudadanos seguiremos inermes y manipulados por esas conductas.
El escándalo quedó acallado cuando se anunció que el nobel de paz fue otorgado al presidente Santos. Entonces, al lado de las felicitaciones de los principales líderes del mundo y del país, surgieron las críticas, que se pueden resumir en la expresión de un twittero: “Santos ganó el nobel, pero perdió la paz”.
Estos críticos no se enteraron que lo están premiando “por sus decididos esfuerzos” para lograr la paz y no por haberla alcanzado. Deberían atender a Óscar Arias, expresidente de Costa Rica, quien declaró que en el momento en que le otorgaron el premio no se había conseguido la paz en Centroamérica, pero que esa distinción fue un factor decisivo para avanzar hacia los acuerdos finales.
En Macondo solo nos falta un movimiento de críticos que enarbole las banderas de un divertido meme: Hay que renegociar el premio nobel de paz.
Economía mundial: Una nueva revolución
Publicado en la Revista de Fasecolda No. 164.
En los últimos 40 años el mundo registró numerosos acontecimientos económicos, políticos y sociales, que repercutieron en profundas transformaciones (ver cuadro). Aquí se destacan algunos de los que más han contribuido a los cambios en el periodo 1975-2016.
* A comienzos de los setenta dos terremotos económicos sacudieron la economía mundial y marcaron su evolución hasta hoy: la quiebra del patrón oro y los choques petroleros.
En 1971 se suspendió la convertibilidad del dólar en oro, lo que significó el abandonó del sistema de tasas de cambio fijas que rigió desde los acuerdos de Bretton Woods de 1944; comenzó así la era de las tasas de cambio flotantes.
Los choques petroleros de 1973-1974 y 1979-1980 ocasionaron recesiones en el mundo desarrollado en 1975 y 1981. En el largo plazo, repercutieron en el desarrollo de automóviles compactos con menor consumo de combustible y la destinación de ingentes recursos a la búsqueda de fuentes alternativas de energía (nuclear, biocombustibles, eólica, etc.). Otra consecuencia fue el impulso a nuevas técnicas de producción de combustibles fósiles, que hoy explican la caída de los precios del petróleo, la creciente debilidad de la OPEP y el surgimiento de Estados Unidos como nueva potencia petrolera.
* Los desarrollos tecnológicos en diversos campos repercutieron en un incremento del comercio internacional y de los flujos de capitales, dando comienzo, hacia 1980, a la tercera ola de globalización (World Bank, 2002; p. 31). Los avances en telecomunicaciones, la revolución de la computación y el internet y la reducción de los costos de transporte transformaron la forma de hacer negocios en el mundo.
A manera de ejemplo, se cita el costo de una llamada telefónica de tres minutos entre Nueva York y Londres, que ascendía en 1931 a US$293 (en dólares de 1991) y cayó a cerca de US$1 en 2001 y a unos pocos centavos hoy en día (World Bank, 2009; p. 180).
Otro ejemplo es el de los computadores: “En 1965, la primera minicomputadora comercialmente exitosa, cuyo precio ajustado por inflación ascendía a US$135.470, era capaz de realizar cómputos básicos, tales como sumar y multiplicar… Hoy, un teléfono inteligente posee una capacidad 3 millones de veces mayor y cuesta menos de US$600” (Kose y Ozturk, 2014; p. 7).
* Estos cambios contribuyeron a la fragmentación geográfica de los procesos de producción (offshoring y outsourcing) y al desarrollo de cadenas globales de valor como nueva forma de organización de la producción mundial. Ahora, los productos nacionales (“made in Colombia”, por ejemplo) tienden a desaparecer, para ser sustituidos por los productos hechos en el mundo (“made in the world”).
Además, el comercio internacional se concentró en bienes y servicios intermedios y las estadísticas tradicionales de la balanza comercial perdieron relevancia, por lo que serán sustituidas por las nuevas cuentas de valor agregado (Ver Unctad, 2013; p. 122-ss y WTO y IDE-JETRO, 2011; p. 103-ss).
* Paralelo a estos cambios, se fortaleció la tendencia a reducir las barreras al comercio internacional, lo que se plasmó en la creación de la OMC para sustituir el GATT y en la proliferación de acuerdos comerciales. Mientras que en 1975 había alrededor de 30 acuerdos regionales vigentes, la cifra ascendió a 419 en 2016.
Estos acuerdos facilitan a los empresarios de los países que los firman la inserción en las cadenas globales de valor y, además, evitan el desplazamiento en los mercados de destino por parte de competidores con acceso preferencial permanente.
* Otro acontecimiento fue el fracaso de los regímenes comunistas. En 1989 cayó el emblemático muro de Berlín y comenzó el final de la guerra fría. Posteriormente se desmanteló la Unión Soviética y se escindieron otras economías de la antigua “cortina de hierro”, como Yugoslavia y Checoslovaquia. El título del famoso libro de Francis Fukuyama, “El fin de la historia”, resumió el efecto de este proceso, que fue interpretado como el fin de la lucha de las ideologías con el triunfo de la democracia liberal.
Según Amartya Sen, “el Muro de Berlín no sólo simbolizaba que había gente que no podía salir de Alemania del Este, sino que era además una manera de impedir que nos formáramos una visión global de nuestro futuro. Mientras estaba ahí el Muro de Berlín no podíamos reflexionar sobre el mundo desde un punto de vista global. No podíamos pensar en él como un todo” (citado en Friedman, 2006; p. 60).
* Las economías en desarrollo (el Sur), adquirieron un peso destacado en el concierto mundial. Según De la Torre (2015; p. 3-ss), la participación del Sur en el PIB mundial se incrementó del 20% en los años setenta al 40% en 2012. De igual forma, pasó de representar el 24% al 51% del comercio global en el mismo periodo. Por último, en la inversión extranjera su peso relativo aumentó del 18% a más del 50%.
Adicionalmente, el Sur fue un motor del crecimiento en el entorno de estancamiento que siguió a la crisis mundial de 2008-2009: “Durante la última década, generaron más del 70% del crecimiento mundial, mientras que la participación de las economías avanzadas cayó a alrededor del 17%” (Kose y Ozturk, 2014; p. 8).
Pero, ese crecimiento está concentrado en un reducido grupo de economías, especialmente asiáticas, con China a la cabeza. En el caso de las exportaciones mundiales de manufacturas en el periodo 2000-2012, solo China aumentó en 10 puntos su participación, mientras que las siguientes 20 economías del Sur lo hicieron en ocho puntos; y otros países, como Malasia, México y Filipinas, perdieron participación. En el caso de América Latina, su participación en las exportaciones de bienes primarios aumentó, pero la perdió en manufacturas.
* A pesar de estos notables hechos, son múltiples los problemas que sigue enfrentando el mundo y que afectarán su desenvolvimiento en las próximas décadas: cambio climático, contaminación, concentración del ingreso, envejecimiento de la población, crisis financieras más frecuentes.
Las diferencias entre los países desarrollados y los más atrasados se siguen ampliando. En 1975 en PIB per cápita promedio a precios de paridad de las cinco primeras economías desarrolladas era 33 veces superior al del promedio de las cinco más pobres; en 2014 esa relación era 72.
Paul Collier (2010) denominó el “Club de la Miseria” a un conjunto de países que se rezagó y vive en condiciones peores a las de la edad media: “…Su realidad es la del siglo XIV: guerras civiles, epidemias, ignorancia”.
El mundo cambió en los últimos 40 años y lo seguirá haciendo con celeridad. Los grandes retos para el siglo XXI consisten en lograr una convivencia más amigable con el planeta y paliar la situación de más de mil millones de personas que, en opinión de Collier, ya se quedaron definitivamente del bus del desarrollo.
Bibliografía
Collier, Paul (2010). El club de la miseria. Qué falla en los países más pobres del mundo. Random House Mondadori. Bogotá.
De la Torre, Augusto; Didier, Tatiana; Ize, Alain; Lederman, Daniel y Schmukler, Sergio (2015). América Latina y el ascenso del Sur: Nuevas prioridades en un mundo cambiante. Banco Mundial, Washington, D.C.
Friedman, Thomas (2006). La tierra es plana. Breve historia del mundo globalizado del siglo XXI. Ediciones Martínez Roca, Madrid.
Kose, A. y Ozturk, E. (2014). “Un mundo de cambios. Balance del último medio siglo”. Finanzas y Desarrollo, Vol. 51, No. 3, septiembre.
Unctad (2013). World Investment Report 2013. Global Value Chains: Investment and Trade for Development. United Nations, New York and Geneva.
World Bank (2002). Globalization, Growth, and Poverty. Building an Inclusive World Economy. World Bank and Oxford University Press, Washington.
World Bank (2009). World Development Report 2009. Reshaping Economic Geography. Washington.
WTO & IDE-JETRO (2011). Trade Patterns and Global Value Chains in East Asia: From Trade in Goods to Trade in Tasks. World Trade Organization, Geneva.
En los últimos 40 años el mundo registró numerosos acontecimientos económicos, políticos y sociales, que repercutieron en profundas transformaciones (ver cuadro). Aquí se destacan algunos de los que más han contribuido a los cambios en el periodo 1975-2016.
* A comienzos de los setenta dos terremotos económicos sacudieron la economía mundial y marcaron su evolución hasta hoy: la quiebra del patrón oro y los choques petroleros.
En 1971 se suspendió la convertibilidad del dólar en oro, lo que significó el abandonó del sistema de tasas de cambio fijas que rigió desde los acuerdos de Bretton Woods de 1944; comenzó así la era de las tasas de cambio flotantes.
Los choques petroleros de 1973-1974 y 1979-1980 ocasionaron recesiones en el mundo desarrollado en 1975 y 1981. En el largo plazo, repercutieron en el desarrollo de automóviles compactos con menor consumo de combustible y la destinación de ingentes recursos a la búsqueda de fuentes alternativas de energía (nuclear, biocombustibles, eólica, etc.). Otra consecuencia fue el impulso a nuevas técnicas de producción de combustibles fósiles, que hoy explican la caída de los precios del petróleo, la creciente debilidad de la OPEP y el surgimiento de Estados Unidos como nueva potencia petrolera.
* Los desarrollos tecnológicos en diversos campos repercutieron en un incremento del comercio internacional y de los flujos de capitales, dando comienzo, hacia 1980, a la tercera ola de globalización (World Bank, 2002; p. 31). Los avances en telecomunicaciones, la revolución de la computación y el internet y la reducción de los costos de transporte transformaron la forma de hacer negocios en el mundo.
A manera de ejemplo, se cita el costo de una llamada telefónica de tres minutos entre Nueva York y Londres, que ascendía en 1931 a US$293 (en dólares de 1991) y cayó a cerca de US$1 en 2001 y a unos pocos centavos hoy en día (World Bank, 2009; p. 180).
Otro ejemplo es el de los computadores: “En 1965, la primera minicomputadora comercialmente exitosa, cuyo precio ajustado por inflación ascendía a US$135.470, era capaz de realizar cómputos básicos, tales como sumar y multiplicar… Hoy, un teléfono inteligente posee una capacidad 3 millones de veces mayor y cuesta menos de US$600” (Kose y Ozturk, 2014; p. 7).
* Estos cambios contribuyeron a la fragmentación geográfica de los procesos de producción (offshoring y outsourcing) y al desarrollo de cadenas globales de valor como nueva forma de organización de la producción mundial. Ahora, los productos nacionales (“made in Colombia”, por ejemplo) tienden a desaparecer, para ser sustituidos por los productos hechos en el mundo (“made in the world”).
Además, el comercio internacional se concentró en bienes y servicios intermedios y las estadísticas tradicionales de la balanza comercial perdieron relevancia, por lo que serán sustituidas por las nuevas cuentas de valor agregado (Ver Unctad, 2013; p. 122-ss y WTO y IDE-JETRO, 2011; p. 103-ss).
* Paralelo a estos cambios, se fortaleció la tendencia a reducir las barreras al comercio internacional, lo que se plasmó en la creación de la OMC para sustituir el GATT y en la proliferación de acuerdos comerciales. Mientras que en 1975 había alrededor de 30 acuerdos regionales vigentes, la cifra ascendió a 419 en 2016.
Estos acuerdos facilitan a los empresarios de los países que los firman la inserción en las cadenas globales de valor y, además, evitan el desplazamiento en los mercados de destino por parte de competidores con acceso preferencial permanente.
* Otro acontecimiento fue el fracaso de los regímenes comunistas. En 1989 cayó el emblemático muro de Berlín y comenzó el final de la guerra fría. Posteriormente se desmanteló la Unión Soviética y se escindieron otras economías de la antigua “cortina de hierro”, como Yugoslavia y Checoslovaquia. El título del famoso libro de Francis Fukuyama, “El fin de la historia”, resumió el efecto de este proceso, que fue interpretado como el fin de la lucha de las ideologías con el triunfo de la democracia liberal.
Según Amartya Sen, “el Muro de Berlín no sólo simbolizaba que había gente que no podía salir de Alemania del Este, sino que era además una manera de impedir que nos formáramos una visión global de nuestro futuro. Mientras estaba ahí el Muro de Berlín no podíamos reflexionar sobre el mundo desde un punto de vista global. No podíamos pensar en él como un todo” (citado en Friedman, 2006; p. 60).
* Las economías en desarrollo (el Sur), adquirieron un peso destacado en el concierto mundial. Según De la Torre (2015; p. 3-ss), la participación del Sur en el PIB mundial se incrementó del 20% en los años setenta al 40% en 2012. De igual forma, pasó de representar el 24% al 51% del comercio global en el mismo periodo. Por último, en la inversión extranjera su peso relativo aumentó del 18% a más del 50%.
Adicionalmente, el Sur fue un motor del crecimiento en el entorno de estancamiento que siguió a la crisis mundial de 2008-2009: “Durante la última década, generaron más del 70% del crecimiento mundial, mientras que la participación de las economías avanzadas cayó a alrededor del 17%” (Kose y Ozturk, 2014; p. 8).
Pero, ese crecimiento está concentrado en un reducido grupo de economías, especialmente asiáticas, con China a la cabeza. En el caso de las exportaciones mundiales de manufacturas en el periodo 2000-2012, solo China aumentó en 10 puntos su participación, mientras que las siguientes 20 economías del Sur lo hicieron en ocho puntos; y otros países, como Malasia, México y Filipinas, perdieron participación. En el caso de América Latina, su participación en las exportaciones de bienes primarios aumentó, pero la perdió en manufacturas.
* A pesar de estos notables hechos, son múltiples los problemas que sigue enfrentando el mundo y que afectarán su desenvolvimiento en las próximas décadas: cambio climático, contaminación, concentración del ingreso, envejecimiento de la población, crisis financieras más frecuentes.
Las diferencias entre los países desarrollados y los más atrasados se siguen ampliando. En 1975 en PIB per cápita promedio a precios de paridad de las cinco primeras economías desarrolladas era 33 veces superior al del promedio de las cinco más pobres; en 2014 esa relación era 72.
Paul Collier (2010) denominó el “Club de la Miseria” a un conjunto de países que se rezagó y vive en condiciones peores a las de la edad media: “…Su realidad es la del siglo XIV: guerras civiles, epidemias, ignorancia”.
El mundo cambió en los últimos 40 años y lo seguirá haciendo con celeridad. Los grandes retos para el siglo XXI consisten en lograr una convivencia más amigable con el planeta y paliar la situación de más de mil millones de personas que, en opinión de Collier, ya se quedaron definitivamente del bus del desarrollo.
Bibliografía
Collier, Paul (2010). El club de la miseria. Qué falla en los países más pobres del mundo. Random House Mondadori. Bogotá.
De la Torre, Augusto; Didier, Tatiana; Ize, Alain; Lederman, Daniel y Schmukler, Sergio (2015). América Latina y el ascenso del Sur: Nuevas prioridades en un mundo cambiante. Banco Mundial, Washington, D.C.
Friedman, Thomas (2006). La tierra es plana. Breve historia del mundo globalizado del siglo XXI. Ediciones Martínez Roca, Madrid.
Kose, A. y Ozturk, E. (2014). “Un mundo de cambios. Balance del último medio siglo”. Finanzas y Desarrollo, Vol. 51, No. 3, septiembre.
Unctad (2013). World Investment Report 2013. Global Value Chains: Investment and Trade for Development. United Nations, New York and Geneva.
World Bank (2002). Globalization, Growth, and Poverty. Building an Inclusive World Economy. World Bank and Oxford University Press, Washington.
World Bank (2009). World Development Report 2009. Reshaping Economic Geography. Washington.
WTO & IDE-JETRO (2011). Trade Patterns and Global Value Chains in East Asia: From Trade in Goods to Trade in Tasks. World Trade Organization, Geneva.
El dilema: ¿Privilegios o tributación?
Publicado en Portafolio el día 23 de septiembre de 2016
Tan arraigada está en Colombia la costumbre de tramitar reformas tributarias fiscalistas, que todos los sectores de la actividad económica, e incluso diversas instituciones al interior del mismo Gobierno, ya tienen elaborados los argumentos para limitar los alcances de las propuestas que puedan tocar en algo sus intereses.
Basta ver las reacciones desde algunos ministerios por el recorte del presupuesto para 2017. O las declaraciones de diferentes sectores ante las posibilidades de ampliar la base y aumentar la tarifa del IVA. Pronto manifestarán a la opinión pública (y especialmente a los congresistas a cuyas campañas aportaron) los apocalípticos argumentos de siempre: si tocan sus privilegios, pondrán en riesgo su actividad productiva y el empleo de miles de personas.
Es hora de cambiar esa mentalidad. El país necesita tramitar una reforma estructural con el principal objetivo de modernizar el estatuto tributario del país y acercarlo a las buenas prácticas internacionales. Es crucial tener en la mira el planteamiento de Luis Alberto Moreno, presidente del BID: “debemos encarar con rigor y decisión la reforma de nuestros actuales sistemas tributarios para que se conviertan en auténticos instrumentos de crecimiento y desarrollo inclusivo”.
Debe perseguir la reforma tributaria varias metas. La primera es bajar las elevadas tasas de tributación efectiva de las empresas y aumentar la de las personas naturales.
La segunda es sustituir los ingresos de la renta petrolera y, a la vez, aprender de la lección reciente; se deben crear los mecanismos para evitar la financiación de gastos permanentes con ingresos temporales, como los impuestos transitorios y las bonanzas de productos básicos.
La tercera es mejorar la eficiencia de la administración de los impuestos y luchar frontalmente contra la evasión y la elusión. Diversos cálculos muestran que los recaudos que se pierden por estos conceptos equivalen a varias reformas tributarias de las que se han cursado en los últimos años.
La cuarta, recuperar la capacidad de la política fiscal como instrumento efectivo de redistribución. El coeficiente de Gini de Colombia queda prácticamente inalterado antes y después de la política tributaria, mientras que en las economías desarrolladas se reduce sustancialmente.
El Gobierno y todos aquellos agentes de la sociedad civil interesados en mejorar la calidad de las finanzas públicas deben estar alerta a neutralizar la proliferación de cabildeos por parte de los intereses privados que querrán evitar el desmonte de sus privilegios, o “incentivos”, como eufemísticamente prefieren llamarlo los puristas.
Cada sector debe hacer un balance entre los beneficios de bajar su tasa de impuesto de renta del 43% al 30% o 35% y los costos de “perder” una exención o un subsidio específico. Hay que contrastar las ventajas de menores tasas impositivas en la competitividad y la ampliación de mercados, con los problemas de equidad horizontal que plantean los privilegios tributarios para unos pocos.
Si en esta ocasión el país no logra modernizar el estatuto tributario y la guerra del lobby se impone, repetiremos la historia de tantas reformas tributarias: el Gobierno habrá solucionado su problema de ingresos por unos pocos años, los dueños de los privilegios los mantendrán o los aumentarán, la tributación será más enmarañada que antes y el impacto tributario negativo sobre la competitividad se perpetuará. ¿Qué le conviene más a Colombia?
Tan arraigada está en Colombia la costumbre de tramitar reformas tributarias fiscalistas, que todos los sectores de la actividad económica, e incluso diversas instituciones al interior del mismo Gobierno, ya tienen elaborados los argumentos para limitar los alcances de las propuestas que puedan tocar en algo sus intereses.
Basta ver las reacciones desde algunos ministerios por el recorte del presupuesto para 2017. O las declaraciones de diferentes sectores ante las posibilidades de ampliar la base y aumentar la tarifa del IVA. Pronto manifestarán a la opinión pública (y especialmente a los congresistas a cuyas campañas aportaron) los apocalípticos argumentos de siempre: si tocan sus privilegios, pondrán en riesgo su actividad productiva y el empleo de miles de personas.
Es hora de cambiar esa mentalidad. El país necesita tramitar una reforma estructural con el principal objetivo de modernizar el estatuto tributario del país y acercarlo a las buenas prácticas internacionales. Es crucial tener en la mira el planteamiento de Luis Alberto Moreno, presidente del BID: “debemos encarar con rigor y decisión la reforma de nuestros actuales sistemas tributarios para que se conviertan en auténticos instrumentos de crecimiento y desarrollo inclusivo”.
Debe perseguir la reforma tributaria varias metas. La primera es bajar las elevadas tasas de tributación efectiva de las empresas y aumentar la de las personas naturales.
La segunda es sustituir los ingresos de la renta petrolera y, a la vez, aprender de la lección reciente; se deben crear los mecanismos para evitar la financiación de gastos permanentes con ingresos temporales, como los impuestos transitorios y las bonanzas de productos básicos.
La tercera es mejorar la eficiencia de la administración de los impuestos y luchar frontalmente contra la evasión y la elusión. Diversos cálculos muestran que los recaudos que se pierden por estos conceptos equivalen a varias reformas tributarias de las que se han cursado en los últimos años.
La cuarta, recuperar la capacidad de la política fiscal como instrumento efectivo de redistribución. El coeficiente de Gini de Colombia queda prácticamente inalterado antes y después de la política tributaria, mientras que en las economías desarrolladas se reduce sustancialmente.
El Gobierno y todos aquellos agentes de la sociedad civil interesados en mejorar la calidad de las finanzas públicas deben estar alerta a neutralizar la proliferación de cabildeos por parte de los intereses privados que querrán evitar el desmonte de sus privilegios, o “incentivos”, como eufemísticamente prefieren llamarlo los puristas.
Cada sector debe hacer un balance entre los beneficios de bajar su tasa de impuesto de renta del 43% al 30% o 35% y los costos de “perder” una exención o un subsidio específico. Hay que contrastar las ventajas de menores tasas impositivas en la competitividad y la ampliación de mercados, con los problemas de equidad horizontal que plantean los privilegios tributarios para unos pocos.
Si en esta ocasión el país no logra modernizar el estatuto tributario y la guerra del lobby se impone, repetiremos la historia de tantas reformas tributarias: el Gobierno habrá solucionado su problema de ingresos por unos pocos años, los dueños de los privilegios los mantendrán o los aumentarán, la tributación será más enmarañada que antes y el impacto tributario negativo sobre la competitividad se perpetuará. ¿Qué le conviene más a Colombia?
Financiación con vacíos
Publicado en la revista Misión Pyme, No. 92, septiembre 2016
Cuando se mira hacia atrás se puede concluir que el mercado de capitales colombiano ha tenido notables avances: se creó un mercado de deuda pública, hay grandes inversionistas institucionales como los fondos de pensiones y las aseguradoras, se fusionaron las tres bolsas de valores, la supervisión avanzó notablemente y se creó la Superintendencia Financiera, para cumplir las funciones que antes se fragmentaban en la Superintendencia Bancaria y la Superintendencia de Valores.
Aun así, el mercado adolece de grandes fallas, que son más evidentes cuando se comparan en el plano internacional. Basta ver algunos pocos indicadores.
El número de empresas listadas en la Bolsa de Colombia en 2005 era de 107, pero en 2015 se redujo a 74, lo que representa una variación negativa del 30.8%. Por contraste, la bolsa de Brasil aumentó en 1.7% el número, la de Lima en 16.2% y la de Santiago de Chile en 27.5%. Otras registraron caídas, pero de menor magnitud que la de Colombia; es el caso de México (-8.6%) y Buenos Aires (-6.6%).
Adicionalmente, el mercado es altamente concentrado, como lo evidencia el hecho de que en 2014 el 73.9% de la capitalización bursátil total está explicado por las 10 sociedades domésticas de mayor capitalización; este es el indicador más alto entre el grupo de países mencionados. Chile registró el nivel más bajo, con el 45.1%.
Es claro que el mercado de valores no se enfoca solo en la negociación de acciones, sino que abarca una creciente gama de títulos de emisores tanto públicos como privados. En consonancia con esa tendencia, en las últimas décadas se ha registrado un importante crecimiento del mercado de deuda en Colombia.
Pero ese mercado también está altamente concentrado en la deuda pública. En los primeros cinco meses de 2016 los TES representaron alrededor del 81% del total de papeles transados en la bolsa, mientras que la renta variable se acerca al 13% y los bonos al 2%.
Un estudio reciente de la Bolsa de Colombia muestra que el mercado de deuda privada del país es de los más pequeños de la región; el saldo de los títulos de deuda emitidos como porcentaje del PIB representó en 2014 el 6.8%, mientras que en Chile fue el 40%, en Brasil el 32% y en México el 18%. Según los autores, este mercado “todavía se encuentra muy alejado en representatividad como fuente de financiamiento de la economía y… por tanto los beneficios de tener un mercado de deuda privada desarrollado para el país están aún por alcanzarse”.
Estos resultados son de gran interés, dada el papel protagónico que se viene asignando en las últimas décadas al mercado de capitales en la financiación y el desarrollo de las empresas en el país. Ellos reflejan la poca orientación de las empresas grandes a diversificar su estructura de capital bien sea mediante la emisión de acciones o mediante la colocación de bonos de deuda. También dan una clara idea de por qué la financiación empresarial en Colombia sigue esencialmente enfocada en el sistema bancario.
Una consecuencia es la alta concentración del crédito bancario en las empresas más grandes. Los datos de la Superfinanciera muestran que 1.000 deudores reciben el 64% de la cartera comercial de los establecimientos de crédito; por contraste los siguientes 4.000 deudores obtienen el 23% de esa cartera.
Este solo hecho, hace muy difícil el acceso al crédito a la mayoría de las empresas del país, como lo destaca un estudio de la OCDE: “Aunque las microempresas y las pequeñas y medianas empresas (PYME) representan el 99% de las empresas, el 80% del empleo en el sector privado y el 35% del PIB, sólo reciben el 14% de los préstamos para fines comerciales”.
En este contexto el problema se hace más complejo porque los bancos no son los agentes idóneos para financiar empresas nacientes o en sus primeras etapas de desarrollo. El sistema financiero tradicional maneja el ahorro de la sociedad y ello le exige gran cuidado en el uso de esos recursos y le inhibe de financiar actividades de alto riesgo. Para ello se requieren agentes especializados.
La financiación como un obstáculo al crecimiento de las empresas surge de esas particularidades del mercado de capitales y del sistema financiero tradicional. La superación del problema requiere de la creación de vehículos financieros especializados en la financiación de las empresas con diferentes grados de madurez y diversos niveles de riesgos.
Son necesarios los fondos de capital de riesgo y de capital semilla, junto con incubadoras de empresas, para impulsar el emprendimiento en sus primeras fases. Los ángeles financieros y los venture capital para empresas jóvenes y en fase de expansión. Los fondos privados de inversión para empresas más estructuradas, pero aún en crecimiento. Finalmente, el mercado de capitales para las empresas más maduras. En todas las etapas, o en la mayoría de ellas, el crédito bancario apoyaría la financiación del capital de trabajo.
El acompañamiento de los nuevos vehículos se orientaría a salidas mediante la emisión accionaria, lo que permitiría renovación en el mercado de capitales y fortalecimiento de la renta variable en ese mercado.
Como complemento, hay que fomentar en cambio la cultura empresarial sobre la propiedad de las empresas. El acompañamiento de los vehículos mencionados no implica la pérdida de control y en cambio sí potencia y acelera el crecimiento. Las universidades y el Gobierno deben ser los promotores y protagonistas del cambio cultural.
Por fortuna, ese poblamiento de agentes especializados se viene dando en los años recientes, en buena parte por la implementación de políticas públicas que generan el ambiente adecuado para su desarrollo.
Lo deseable es que se acelere el paso, que se disponga de mayor flujo de capitales y que los empresarios vean en los nuevos vehículos una fuente de crecimiento y no el riesgo de perder el control de las empresas.
Cuando se mira hacia atrás se puede concluir que el mercado de capitales colombiano ha tenido notables avances: se creó un mercado de deuda pública, hay grandes inversionistas institucionales como los fondos de pensiones y las aseguradoras, se fusionaron las tres bolsas de valores, la supervisión avanzó notablemente y se creó la Superintendencia Financiera, para cumplir las funciones que antes se fragmentaban en la Superintendencia Bancaria y la Superintendencia de Valores.
Aun así, el mercado adolece de grandes fallas, que son más evidentes cuando se comparan en el plano internacional. Basta ver algunos pocos indicadores.
El número de empresas listadas en la Bolsa de Colombia en 2005 era de 107, pero en 2015 se redujo a 74, lo que representa una variación negativa del 30.8%. Por contraste, la bolsa de Brasil aumentó en 1.7% el número, la de Lima en 16.2% y la de Santiago de Chile en 27.5%. Otras registraron caídas, pero de menor magnitud que la de Colombia; es el caso de México (-8.6%) y Buenos Aires (-6.6%).
Adicionalmente, el mercado es altamente concentrado, como lo evidencia el hecho de que en 2014 el 73.9% de la capitalización bursátil total está explicado por las 10 sociedades domésticas de mayor capitalización; este es el indicador más alto entre el grupo de países mencionados. Chile registró el nivel más bajo, con el 45.1%.
Es claro que el mercado de valores no se enfoca solo en la negociación de acciones, sino que abarca una creciente gama de títulos de emisores tanto públicos como privados. En consonancia con esa tendencia, en las últimas décadas se ha registrado un importante crecimiento del mercado de deuda en Colombia.
Pero ese mercado también está altamente concentrado en la deuda pública. En los primeros cinco meses de 2016 los TES representaron alrededor del 81% del total de papeles transados en la bolsa, mientras que la renta variable se acerca al 13% y los bonos al 2%.
Un estudio reciente de la Bolsa de Colombia muestra que el mercado de deuda privada del país es de los más pequeños de la región; el saldo de los títulos de deuda emitidos como porcentaje del PIB representó en 2014 el 6.8%, mientras que en Chile fue el 40%, en Brasil el 32% y en México el 18%. Según los autores, este mercado “todavía se encuentra muy alejado en representatividad como fuente de financiamiento de la economía y… por tanto los beneficios de tener un mercado de deuda privada desarrollado para el país están aún por alcanzarse”.
Estos resultados son de gran interés, dada el papel protagónico que se viene asignando en las últimas décadas al mercado de capitales en la financiación y el desarrollo de las empresas en el país. Ellos reflejan la poca orientación de las empresas grandes a diversificar su estructura de capital bien sea mediante la emisión de acciones o mediante la colocación de bonos de deuda. También dan una clara idea de por qué la financiación empresarial en Colombia sigue esencialmente enfocada en el sistema bancario.
Una consecuencia es la alta concentración del crédito bancario en las empresas más grandes. Los datos de la Superfinanciera muestran que 1.000 deudores reciben el 64% de la cartera comercial de los establecimientos de crédito; por contraste los siguientes 4.000 deudores obtienen el 23% de esa cartera.
Este solo hecho, hace muy difícil el acceso al crédito a la mayoría de las empresas del país, como lo destaca un estudio de la OCDE: “Aunque las microempresas y las pequeñas y medianas empresas (PYME) representan el 99% de las empresas, el 80% del empleo en el sector privado y el 35% del PIB, sólo reciben el 14% de los préstamos para fines comerciales”.
En este contexto el problema se hace más complejo porque los bancos no son los agentes idóneos para financiar empresas nacientes o en sus primeras etapas de desarrollo. El sistema financiero tradicional maneja el ahorro de la sociedad y ello le exige gran cuidado en el uso de esos recursos y le inhibe de financiar actividades de alto riesgo. Para ello se requieren agentes especializados.
La financiación como un obstáculo al crecimiento de las empresas surge de esas particularidades del mercado de capitales y del sistema financiero tradicional. La superación del problema requiere de la creación de vehículos financieros especializados en la financiación de las empresas con diferentes grados de madurez y diversos niveles de riesgos.
Son necesarios los fondos de capital de riesgo y de capital semilla, junto con incubadoras de empresas, para impulsar el emprendimiento en sus primeras fases. Los ángeles financieros y los venture capital para empresas jóvenes y en fase de expansión. Los fondos privados de inversión para empresas más estructuradas, pero aún en crecimiento. Finalmente, el mercado de capitales para las empresas más maduras. En todas las etapas, o en la mayoría de ellas, el crédito bancario apoyaría la financiación del capital de trabajo.
El acompañamiento de los nuevos vehículos se orientaría a salidas mediante la emisión accionaria, lo que permitiría renovación en el mercado de capitales y fortalecimiento de la renta variable en ese mercado.
Como complemento, hay que fomentar en cambio la cultura empresarial sobre la propiedad de las empresas. El acompañamiento de los vehículos mencionados no implica la pérdida de control y en cambio sí potencia y acelera el crecimiento. Las universidades y el Gobierno deben ser los promotores y protagonistas del cambio cultural.
Por fortuna, ese poblamiento de agentes especializados se viene dando en los años recientes, en buena parte por la implementación de políticas públicas que generan el ambiente adecuado para su desarrollo.
Lo deseable es que se acelere el paso, que se disponga de mayor flujo de capitales y que los empresarios vean en los nuevos vehículos una fuente de crecimiento y no el riesgo de perder el control de las empresas.
Las pensiones y los abuelos
Publicado en Portafolio el 19 de agosto de 2016
Francia tiene un régimen pensional de prima media (RPM): todos los trabajadores aportan para pagar los pensionados. Este tipo de régimen es viable si hay una expectativa de vida “razonable” después de pensionarse y se mantiene alto el número de aportantes por pensionado.
Mientras las demás economías desarrolladas aumentaron la edad de jubilación en respuesta a la mayor esperanza de vida y al envejecimiento poblacional, Francia la redujo a 58 años, buscando disminuir la tasa de desempleo juvenil; la realidad mostró que esos trabajos no son sustitutos y que el desempleo juvenil sigue elevado.
El aumento de la esperanza de vida (en 13 años en el periodo 1960-2014) alargó el tiempo medio de disfrute de la pensión. Eso estaría muy bien, si no fuera por el envejecimiento poblacional y la demora de los jóvenes para ingresar al mercado laboral (más de 22 años).
Las personas entre 60 a 75 años, que hace unas pocas décadas eran achacosos ancianos, hoy son vitales “adultos mayores”. Pero, como afirma Dominique Simonnet (2006), esa “es una buena noticia para los individuos y una catástrofe para la sociedad. Pues esos alegres abuelos y abuelas empiezan a pulverizar los frágiles equilibrios sociales y económicos que se han establecido entre generaciones, y pueden provocar una crisis sin precedentes. La longevidad, ese bello regalo, es una bomba de tiempo. Y está a punto de estallar”.
En el periodo 1960-2014 los mayores de 65 años aumentaron en 7.1 puntos porcentuales su participación en la población total, en tanto que los menores de 15 años la redujeron en 7.8 y los de 15 a 64 años apenas crecieron en 0.7 puntos. Así, la relación entre personas en edad de aportar y población en edad de pensión bajó de 3.9 en 1960 a 2.6 en 2015. Como consecuencia, la carga financiera por la educación de los jóvenes y la pensión de los adultos viene subiendo notablemente.
Aun cuando una reforma de 2010 incrementó la edad de pensión a 62 años desde 2017, persisten los riesgos de sostenibilidad financiera del RPM.
Colombia era un buen ejemplo para Francia. La edad de pensión, que era de 50 años desde 1946, aumentó en 1966 a 60 y 55 años para hombres y mujeres, a la vez que la esperanza de vida pasó de 51.2 años en 1951 a 59.5 en 1966. Luego, en 1993 se creó el régimen de ahorro individual (RAIS) –que aísla la pensión del cambio poblacional– y se presumía el marchitamiento del RPM. Ahora Colombia da mal ejemplo. Desde 2015 aumentó en dos años la edad para todos los aportantes al RPM, pero la esperanza de vida aumentó en 14.5 años entre 1966 y 2014. Además, lejos de marchitarse, se está incentivando el RPM, captando nuevos cotizantes.
El problema es que la población está envejeciendo, los aportantes por pensionado vienen disminuyendo, escasamente el 20% de los trabajadores actuales podrá pensionarse y el RPM mantiene un esquema de subsidios regresivos, financiado por el sector formal de la economía.
Mientras que en Francia el RPM tiene dificultades financieras, pero pensiona a los alegres abuelos, en Colombia el régimen está quebrado, agrava los problemas fiscales y condena a la penuria a la mayor parte de los abuelos. ¿Urgirá una reforma pensional estructural?
Francia tiene un régimen pensional de prima media (RPM): todos los trabajadores aportan para pagar los pensionados. Este tipo de régimen es viable si hay una expectativa de vida “razonable” después de pensionarse y se mantiene alto el número de aportantes por pensionado.
Mientras las demás economías desarrolladas aumentaron la edad de jubilación en respuesta a la mayor esperanza de vida y al envejecimiento poblacional, Francia la redujo a 58 años, buscando disminuir la tasa de desempleo juvenil; la realidad mostró que esos trabajos no son sustitutos y que el desempleo juvenil sigue elevado.
El aumento de la esperanza de vida (en 13 años en el periodo 1960-2014) alargó el tiempo medio de disfrute de la pensión. Eso estaría muy bien, si no fuera por el envejecimiento poblacional y la demora de los jóvenes para ingresar al mercado laboral (más de 22 años).
Las personas entre 60 a 75 años, que hace unas pocas décadas eran achacosos ancianos, hoy son vitales “adultos mayores”. Pero, como afirma Dominique Simonnet (2006), esa “es una buena noticia para los individuos y una catástrofe para la sociedad. Pues esos alegres abuelos y abuelas empiezan a pulverizar los frágiles equilibrios sociales y económicos que se han establecido entre generaciones, y pueden provocar una crisis sin precedentes. La longevidad, ese bello regalo, es una bomba de tiempo. Y está a punto de estallar”.
En el periodo 1960-2014 los mayores de 65 años aumentaron en 7.1 puntos porcentuales su participación en la población total, en tanto que los menores de 15 años la redujeron en 7.8 y los de 15 a 64 años apenas crecieron en 0.7 puntos. Así, la relación entre personas en edad de aportar y población en edad de pensión bajó de 3.9 en 1960 a 2.6 en 2015. Como consecuencia, la carga financiera por la educación de los jóvenes y la pensión de los adultos viene subiendo notablemente.
Aun cuando una reforma de 2010 incrementó la edad de pensión a 62 años desde 2017, persisten los riesgos de sostenibilidad financiera del RPM.
Colombia era un buen ejemplo para Francia. La edad de pensión, que era de 50 años desde 1946, aumentó en 1966 a 60 y 55 años para hombres y mujeres, a la vez que la esperanza de vida pasó de 51.2 años en 1951 a 59.5 en 1966. Luego, en 1993 se creó el régimen de ahorro individual (RAIS) –que aísla la pensión del cambio poblacional– y se presumía el marchitamiento del RPM. Ahora Colombia da mal ejemplo. Desde 2015 aumentó en dos años la edad para todos los aportantes al RPM, pero la esperanza de vida aumentó en 14.5 años entre 1966 y 2014. Además, lejos de marchitarse, se está incentivando el RPM, captando nuevos cotizantes.
El problema es que la población está envejeciendo, los aportantes por pensionado vienen disminuyendo, escasamente el 20% de los trabajadores actuales podrá pensionarse y el RPM mantiene un esquema de subsidios regresivos, financiado por el sector formal de la economía.
Mientras que en Francia el RPM tiene dificultades financieras, pero pensiona a los alegres abuelos, en Colombia el régimen está quebrado, agrava los problemas fiscales y condena a la penuria a la mayor parte de los abuelos. ¿Urgirá una reforma pensional estructural?
Brexit: Un salto al vacío
Publicado en Portafolio, el 22 de julio de 2016
Con el Brexit, la economía mundial quedó sumida en una mayor incertidumbre. Se enfrentan ahora caminos inexplorados y nadie sabe por cuáles rutas optará el nuevo gobierno del Reino Unido (RU), ni a dónde conducirán.
Los impactos económicos, como era de esperarse, arrojan resultados en función de quién defiende cada posición. Así, desde el grupo Economists for Brexit, el profesor Patrick Minford, de la Universidad de Cardiff, asegura que la salida de la Unión Europea (UE) tendrá un impacto positivo y mejorará el bienestar en un 4%, consecuencia del crecimiento esperado del comercio internacional, si el RU baja los aranceles a cero.
Desde otra orilla, un estudio del Tesoro arrojó resultados negativos con el Brexit. La investigación analizó tres de las opciones más probables para sustituir a la UE: entrar al Espacio Económico Europeo (EEE) –conformado por la UE y EFTA sin Suiza–, negociar acuerdos bilaterales y solo enfocarse en la Organización Mundial de Comercio. Los resultados indican que en el primer caso el PIB sería 3.8% inferior al que se registraría si permanece en la UE; en el segundo la reducción sería del 6.2% y en el tercero del 7.5%.
El Tesoro también evaluó los ingresos del gobierno. Puesto que en los diferentes escenarios el crecimiento del PIB sería inferior al de permanecer en la UE, habría una reducción de los recaudos tributarios, que repercutiría en aumento del endeudamiento público y mayores impuestos o recortes del gasto; aun con los ahorros por la eliminación de las contribuciones a la UE, los ingresos serían inferiores en 20 mil millones de libras esterlinas anuales con la adhesión al EEE, en 36 mil millones con los bilaterales y en 45 mil millones con la OMC.
Independientemente de los resultados de los ejercicios técnicos, pocos análisis mencionan como una opción factible la propuesta de Minford. Le dan mayor peso a una negociación para entrar al EEE.
Pero la realidad es que la situación del RU sería inferior a la que tiene en la UE, pues en el EEE también se aplican las cuatro libertades: libre circulación de mercancías, servicios, capitales y personas; esta última, incluye el tema migratorio que fue uno de los detonantes del Brexit. Además, no tendría voto en diferentes decisiones, con lo que pierde la capacidad de influencia que ha tenido en la UE. Por último, tendría que hacer aportes financieros, que fue otro tema sensible esgrimido por los partidarios de la salida.
Peor aún serían los otros dos escenarios, pero especialmente el de los bilaterales, por las dificultades y el tiempo que tomarían las numerosas negociaciones. Con la UE el RU tiene acceso preferencial a los otros 27 miembros y a más de 50 países con los que este bloque tiene acuerdos comerciales vigentes; adicionalmente, están en proceso de ratificación o de negociación más de 20 tratados, de los cuales el más importante es con Estados Unidos.
Con ese panorama, lo más probable es que el RU pierda su relevancia como centro financiero mundial, numerosas entidades bancarias y aseguradoras tenderán a relocalizarse en el continente y la evolución hacia una regulación financiera única en la UE limitará el acceso que se podría lograr desde el EEE. En síntesis, un salto al vacío.
Con el Brexit, la economía mundial quedó sumida en una mayor incertidumbre. Se enfrentan ahora caminos inexplorados y nadie sabe por cuáles rutas optará el nuevo gobierno del Reino Unido (RU), ni a dónde conducirán.
Los impactos económicos, como era de esperarse, arrojan resultados en función de quién defiende cada posición. Así, desde el grupo Economists for Brexit, el profesor Patrick Minford, de la Universidad de Cardiff, asegura que la salida de la Unión Europea (UE) tendrá un impacto positivo y mejorará el bienestar en un 4%, consecuencia del crecimiento esperado del comercio internacional, si el RU baja los aranceles a cero.
Desde otra orilla, un estudio del Tesoro arrojó resultados negativos con el Brexit. La investigación analizó tres de las opciones más probables para sustituir a la UE: entrar al Espacio Económico Europeo (EEE) –conformado por la UE y EFTA sin Suiza–, negociar acuerdos bilaterales y solo enfocarse en la Organización Mundial de Comercio. Los resultados indican que en el primer caso el PIB sería 3.8% inferior al que se registraría si permanece en la UE; en el segundo la reducción sería del 6.2% y en el tercero del 7.5%.
El Tesoro también evaluó los ingresos del gobierno. Puesto que en los diferentes escenarios el crecimiento del PIB sería inferior al de permanecer en la UE, habría una reducción de los recaudos tributarios, que repercutiría en aumento del endeudamiento público y mayores impuestos o recortes del gasto; aun con los ahorros por la eliminación de las contribuciones a la UE, los ingresos serían inferiores en 20 mil millones de libras esterlinas anuales con la adhesión al EEE, en 36 mil millones con los bilaterales y en 45 mil millones con la OMC.
Independientemente de los resultados de los ejercicios técnicos, pocos análisis mencionan como una opción factible la propuesta de Minford. Le dan mayor peso a una negociación para entrar al EEE.
Pero la realidad es que la situación del RU sería inferior a la que tiene en la UE, pues en el EEE también se aplican las cuatro libertades: libre circulación de mercancías, servicios, capitales y personas; esta última, incluye el tema migratorio que fue uno de los detonantes del Brexit. Además, no tendría voto en diferentes decisiones, con lo que pierde la capacidad de influencia que ha tenido en la UE. Por último, tendría que hacer aportes financieros, que fue otro tema sensible esgrimido por los partidarios de la salida.
Peor aún serían los otros dos escenarios, pero especialmente el de los bilaterales, por las dificultades y el tiempo que tomarían las numerosas negociaciones. Con la UE el RU tiene acceso preferencial a los otros 27 miembros y a más de 50 países con los que este bloque tiene acuerdos comerciales vigentes; adicionalmente, están en proceso de ratificación o de negociación más de 20 tratados, de los cuales el más importante es con Estados Unidos.
Con ese panorama, lo más probable es que el RU pierda su relevancia como centro financiero mundial, numerosas entidades bancarias y aseguradoras tenderán a relocalizarse en el continente y la evolución hacia una regulación financiera única en la UE limitará el acceso que se podría lograr desde el EEE. En síntesis, un salto al vacío.
En torno a la financiación del postconflicto
Publicado en la Revista de Fasecolda No. 163
Aun cuando no se cumplió la fecha del 23 de marzo para el cierre de las negociaciones de La Habana, se mantiene la esperanza de alcanzar el objetivo en el corto plazo. De ahí que haya tomado nueva fuerza el debate en torno a diversos aspectos del postconflicto, incluido el de la financiación.
En este artículo se revisan algunos aspectos que muestran la dificultad de aterrizar el tema, mientras no se precise con mayor detalle lo que se consideran costos del postconflicto para los que se requiere financiación, y que no fueron previstos ni en el Marco Fiscal de Mediano Plazo ni en el informe de la Comisión de Expertos para la Equidad y la Competitividad Tributaria.
Concepto difícil
No deja de llamar la atención de los analistas nacionales e internacionales el hecho de que se esté hablando del postconflicto, como si la negociación ya hubiera terminado.
“La palabra postconflicto se ha instalado en el lenguaje oficial y en la diplomacia colombiana, lo cual no deja de ser una paradoja teniendo en cuenta que a… [pocos] meses de la fecha límite para la firma del acuerdo aún no se ha efectuado un cese al fuego bilateral. En este sentido, la diplomacia y el discurso público colombianos parecen excesivamente optimistas al dar ya por saldada la consecución de la paz en el país” (Rodríguez 2016; p. 2).
Esto plantea un primer interrogante sobre lo que se debe entender por posconflicto. Según los especialistas, en el caso de conflictos internos no es fácil llegar a una definición de consenso: “Las hostilidades normalmente no se terminan bruscamente, para dar paso inmediato a la paz. Es posible que haya una "paz" acordada, pero que la lucha continúe, a menudo en un nivel bajo o de forma esporádica…” (Brown, et al 2011; p. 4).
Brown, et al (2011) sugieren que, en lugar de intentar una definición, se deberían tener en cuenta unos hitos básicos para determinar si un país está en la etapa del postconflicto. Esos hitos son la cesación de hostilidades y de la violencia; la firma de un acuerdo de paz; la desmovilización, desarme y reintegración; el retorno de desplazados y refugiados; el establecimiento de un Estado que funcione (reducción de la impunidad, fortalecimiento del estado de derecho y reducción de la corrupción, entre otros); el logro de la reconciliación y la integración social; y la recuperación de la economía.
Las medidas del postconflicto no necesariamente deben iniciarse al terminar el conflicto, pues cabe, e incluso es deseable, la opción de iniciarlas antes: “Por ejemplo, las políticas y programas para mejorar las condiciones socioeconómicas de los católicos en Irlanda del Norte, incluyendo una legislación laboral justa y el acceso a la vivienda pública, fueron llevadas a cabo durante la década de 1980, incluso mientras los "problemas" estaban todavía en curso, y, efectivamente, hicieron que la población católica estuviera más predispuesta a la paz” (Brown, et al 2011; p. 5).
A la luz de esta propuesta, Colombia apenas estaría cerca del primer hito, pues por ahora solo hay una decisión unilateral de la guerrilla de suspender las hostilidades. Ese enfoque también justificaría por qué se viene discutiendo sobre el postconflicto desde hace varios años y, más aun, por qué el Gobierno afirma que ya está haciendo gastos asociados al postconflicto. Según el Ministro de Hacienda, en el presupuesto general de la Nación de 2015 se destinaron recursos por $7.9 billones para atención, asistencia y reparación de víctimas (Cárdenas, 2015).
¿Qué abarca el postconflicto?
En ese contexto adquieren mayor vigencia las preguntas claves sobre el post-conflicto: ¿Qué actividades se involucran en ese concepto? ¿Cuánto durará? ¿Cuál es su costo? ¿Cómo se financiará?
Mucho se ha debatido y especulado sobre estos aspectos, pero nadie tiene una respuesta sólida. Para muchos, lo acordado en el primer punto de la negociación implica que el desarrollo agropecuario es un componente del postconflicto.
De igual forma, en el Plan Nacional de Desarrollo se vinculan al postconflicto programas de construcción de vías, de actividad física y deporte, de infraestructura de seguridad, y de oferta de salud, entre otros (DNP 2015).
Los analistas también mencionan temas que están relacionados de forma más directa: la reparación de víctimas, la Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad, la Convivencia y la No Repetición, las zonas de concentración, y la Jurisdicción Especial para la Paz, conformada por magistrados nacionales y extranjeros.
La realidad es que buena parte de los compromisos de las negociaciones consisten en la implementación de las políticas de desarrollo, que se tienen que hacer con o sin postconflicto; en algunos casos, como el de los derechos de propiedad sobre la tierra, son tareas que se han aplazado por décadas.
Por consiguiente, es importante la tarea de depurar el listado de actividades consideradas como parte del posconflicto, separando aquellas que son componentes de una política de desarrollo económico y social, de aquellas que son parte integral del proceso de paz. Entre las primeras, también es necesario discriminar las que ya cuentan con asignación de recursos en el presupuesto nacional de las que demandan recursos nuevos. Mientras no haya esa precisión, será difícil para la sociedad entender las verdaderas dimensiones del postconflicto y más aún la magnitud de los costos que se deben asumir.
¿Cuánto cuesta el postconflicto?
Cabe preguntarse por qué es importante cuantificar el costo del postconflicto, pues hay analistas que piensan que el interrogante puede llevar a un debate absurdo: si el costo es muy alto, es mejor seguir como estamos.
Tales posiciones desvirtúan el objetivo de la estimación del costo. La experiencia muestra que en términos de la planeación económica es deseable contar con una cifra, a partir de la cual se pueda evaluar cómo se van a allegar esos recursos, cuál sería el plazo razonable de implementación de las políticas, y cuáles serían los programas y políticas prioritarios para la asignación de los presupuestos.
No es deseable generalizar posiciones como la de Francisco de Roux, quien, basado en su experiencia de trabajo con comunidades en zonas de conflicto, concluye que no debería haber asignaciones previas de recursos: “Es un error definir ex ante la cantidad de dinero que se va a asignar a un territorio, pues entre otras cosas, crea una rapiña política y social que rompe el proceso” (Tribuna, 2016; p. 19).
Sin demeritar que en algunos programas específicos se podría utilizar tal método a fin de controlar la corrupción, en el caso del postconflicto se trata de cifras cuantiosas y se requiere de cálculos detallados de los costos para acceder a cualquiera de las vías de financiación disponibles.
Pero, como no se cuenta con un inventario completo de los rubros que generarán compromisos de gasto, tampoco se puede valorar con precisión el costo. Además, tampoco hay claridad sobre la duración del postconflicto, lo que hace más difícil ese cálculo.
En una conferencia en marzo de 2015 el Ministro de Hacienda señaló: “la verdad es que no hay una cifra de cuál va a ser el costo del post-conflicto simple y llanamente… porque todo dependerá de cómo se logra ese acuerdo en las negociaciones de paz y esas negociaciones no han concluido” (Cárdenas, 2015).
También señaló el ministro que no es un costo único en un momento del tiempo: “El país seguramente va a tomarse un tiempo en implementar estos acuerdos, el post-conflicto lo vamos a tener que medir, en lustros, o en décadas porque no va a ser una transición inmediata”.
Por estas razones, las cifras que han lanzado diversos analistas se mueven en un rango amplio tanto de tiempo como de costo: Al Presidente Santos se le atribuye la cifra de $54 billones en reparación, en un periodo de 10 años (Semana, 2014). Para un periodo similar, Juan Camilo Restrepo calcula entre $80 y $100 billones solo para la zona rural. Fedesarrollo señala $80 billones; el Bank of America $187 billones, la firma Raddar $200 billones. Para un periodo de 20 años, la senadora Claudia López estima la cifra en $312 billones (Semana, 2014 y El Universal, 2015). Por último, el costo estimado para poner en marcha las recomendaciones de la Misión Rural, que están muy en la línea del primer punto de los acuerdos de La Habana, asciende a $195 billones, según el DNP en 15 años (Portafolio 2016).
Como ya se anotó, la dificultad con esas cifras es que no diferencian los programas de desarrollo ya financiados, los programas sectoriales adicionales y los gastos realmente nuevos que nacen del proceso de paz.
Hay casos como el de la reparación de víctimas, por ejemplo, que en aplicación de la Ley de víctimas (Ley 1448 de 2011), ya cuenta con recursos del presupuesto y con avances en la solución del problema, como lo señaló el Ministro Cárdenas en la conferencia mencionada. De esta forma, el gasto nuevo que se derivaría de los acuerdos de La Habana por este concepto sería menor a lo que inicialmente se podría pensar.
Pero hay otros que surgen de las negociaciones, sobre los que aún no hay estimaciones o ellas son muy imprecisas. Es el caso de la Jurisdicción Especial para la Paz, que implicará vincular entre 1.600 y 3.000 funcionarios y podría tener un costo cercano a los dos billones de pesos; sin embargo, no se conoce cuál es la metodología de estimación de ese costo, ni el periodo de tiempo que se supone estará vigente esta Jurisdicción.
Algo similar ocurre con el tema de la desmovilización. Se habla de zonas de concentración, que podrían ser ocho, si prima la tesis del Gobierno, o 60 si se aplica la de las Farc. El problema es que habría que garantizar la financiación de los consumos básicos de alrededor de 36.000 desmovilizados (sumando los guerrilleros armados y los grupos de apoyo logístico) por un tiempo indefinido.
Fuentes de recursos
Las estimaciones mencionadas están en un rango entre 0.6% y 2% del PIB por año; aun cuando no se tiene la precisión deseada, se debe ir evaluando la forma de financiarlos. Hay tres fuentes básicas para hacerlo y, dadas las circunstancias, se tendrá que acudir a todas ellas.
La primera es el Presupuesto General de la Nación. Una posibilidad teórica es el aumento de la tributación; en la realidad hay poco margen para esta fuente, pues la reforma tributaria estructural que se está preparando, además de redistribuir la carga entre empresas y personas naturales, espera recaudar 2% del PIB con el fin de compensar la desaparición de la renta petrolera; un 1% adicional que requiere el Gobierno se deberá financiar con deuda.
La otra posibilidad es la re-priorización del gasto. Esta será la opción a la que acudirá el Gobierno, pero hay limitaciones como lo demuestran varias decisiones recientes. En el Pipe 2.0 se reorientaron recursos por cerca de $17 billones y los programas de austeridad de 2015 y 2016 recortaron básicamente recursos de inversión, porque los gastos de funcionamiento no son flexibles.
La segunda son los recursos de la cooperación internacional. Aquí la pregunta es qué tan dispuestos están los organismos internacionales a apoyar financieramente a Colombia, que no es un país pobre y en el que, hasta hace poco, en los escenarios internacionales se negaba la existencia de un conflicto.
Según Rodríguez (2016, p. 2), “El problema es que presentar los éxitos de Colombia como país emergente, candidato a la OCDE y graduado como país de renta media, se conjuga con dificultad con la necesidad de buscar recursos para financiar el postconflicto. En la última década la cooperación para el desarrollo ha ido retirándose de los países de renta media y de las regiones menos “problemáticas”, para concentrarse en los focos de tensión de la actualidad en Asia, África y la cuenca del Mediterráneo”.
Adicionalmente, regiones como la Unión Europea se han visto forzadas a utilizar ingentes recursos en la contención y solución del problema migratorio, disminuyendo las disponibilidades para apoyar procesos como el del postconflicto en Colombia.
Por último, están los créditos con organismos multilaterales en condiciones preferenciales. Esta fuente tiene alta probabilidad, por la tradición de cumplimiento de las obligaciones financieras que tiene el país, y por el prestigio de seriedad en el manejo macroeconómico.
Pero puede haber una restricción en el creciente endeudamiento que tiene el país. Según el exministro Alberto Carrasquilla (2016) “la deuda bruta del gobierno viene subiendo de manera gradual pero sostenida desde 2012 y ya supera el 53 por ciento del PIB. Esta es la más alta de la historia moderna si se incluyen los 11 puntos del PIB que habían sido emitidos hasta abril de 2015 bajo la figura igualmente onerosa de las vigencias futuras”.
En la coyuntura reciente las calificadoras y los analistas internacionales están haciendo un cuidadoso seguimiento de la situación fiscal y de la cuenta corriente de las economías emergentes. Por lo tanto, la posibilidad de uso de esta fuente estará en función del trámite de la reforma tributaria estructural y del ajuste que se pueda dar en la cuenta corriente.
Colofón
Se debe reiterar que la cuantificación de los costos del postconflicto no se puede interpretar como un dilema entre guerra y paz. La construcción de buenas decisiones económicas pasa por tener un alto grado de certeza sobre las magnitudes de las variables sobre las que se pretende incidir y ese es el objetivo de la medición.
De lo expuesto se colige que aún hay mucho que hacer en materia de cuantificación de los costos del postconflicto. Si bien es cierto que las negociaciones no han terminado, hay puntos acordados sobre los que debería existir ya una discriminación de gastos por tareas nuevas que surgen de los acuerdos, gastos nuevos en políticas de desarrollo económico y social, y gastos en programas ya incorporados en el presupuesto general de la nación.
Solo de esa forma se podrán definir las estrategias más realistas de financiación y evitar que la insuficiencia de recursos se convierta en un cuello de botella para la implementación de los acuerdos de paz.
Bibliografía
Brown, G.; Langer, A.; y Steward, F. (2011). “A Typology of Post-Conflict Environments”. CRPD Working Paper No. 1. Centre for Research on Peace and Development, University of Leuven, Belgium.
Cárdenas, M. (2015). “Análisis de los posibles costos del post-conflicto”. Transcripción de la conferencia en el foro “Análisis de los posibles costos del post-conflicto”, organizado por la Universidad del Rosario y el Consejo Nacional Profesional de Economía, en Bogotá. Marzo.
Carrasquilla, A. (25 de enero de 2016). “El ajuste fiscal ¿Por qué y cómo?”. Razón Pública. Disponible en: http://www.razonpublica.com/index.php/politica-y-gobierno-temas-27/9176-el-ajuste-fiscal-por-que-y-como.html.
Departamento Nacional de Planeación (2015). Plan Nacional de Desarrollo 2014-2018: Todos por un nuevo país. Bogotá.
El Universal (21 de octubre de 2015). “Lo que podría costarle el posconflicto a Colombia”. Disponible en: http://www.eluniversal.com.co/cartagena/lo-que-podria-costarle-el-posconflicto-colombia-209052.
Portafolio (12 de abril de 2016). “Poner en marcha la Misión Rural cuesta $195 millones”. Disponible en: http://www.portafolio.co/economia/gobierno/mision-rural-cuesta-195-billones-493853.
Rodríguez, E. (2016). “El papel de la comunidad internacional tras la firma de los acuerdos de paz en Colombia”. ARI 12/2016. Real Instituto Elcano. Madrid.
Semana (11 de noviembre de 2014). “Las cuentas del posconflicto no dan”. Disponible en http://www.semana.com/nacion/articulo/las-cuentas-del-posconflicto-no-dan/408351-3.
Tribuna (2016). “Cuáles son las grandes necesidades del gasto del posconflicto”. Tribuna Revista de Asuntos Públicos, No. 12, febrero. Universidad de los Andes.
Aun cuando no se cumplió la fecha del 23 de marzo para el cierre de las negociaciones de La Habana, se mantiene la esperanza de alcanzar el objetivo en el corto plazo. De ahí que haya tomado nueva fuerza el debate en torno a diversos aspectos del postconflicto, incluido el de la financiación.
En este artículo se revisan algunos aspectos que muestran la dificultad de aterrizar el tema, mientras no se precise con mayor detalle lo que se consideran costos del postconflicto para los que se requiere financiación, y que no fueron previstos ni en el Marco Fiscal de Mediano Plazo ni en el informe de la Comisión de Expertos para la Equidad y la Competitividad Tributaria.
Concepto difícil
No deja de llamar la atención de los analistas nacionales e internacionales el hecho de que se esté hablando del postconflicto, como si la negociación ya hubiera terminado.
“La palabra postconflicto se ha instalado en el lenguaje oficial y en la diplomacia colombiana, lo cual no deja de ser una paradoja teniendo en cuenta que a… [pocos] meses de la fecha límite para la firma del acuerdo aún no se ha efectuado un cese al fuego bilateral. En este sentido, la diplomacia y el discurso público colombianos parecen excesivamente optimistas al dar ya por saldada la consecución de la paz en el país” (Rodríguez 2016; p. 2).
Esto plantea un primer interrogante sobre lo que se debe entender por posconflicto. Según los especialistas, en el caso de conflictos internos no es fácil llegar a una definición de consenso: “Las hostilidades normalmente no se terminan bruscamente, para dar paso inmediato a la paz. Es posible que haya una "paz" acordada, pero que la lucha continúe, a menudo en un nivel bajo o de forma esporádica…” (Brown, et al 2011; p. 4).
Brown, et al (2011) sugieren que, en lugar de intentar una definición, se deberían tener en cuenta unos hitos básicos para determinar si un país está en la etapa del postconflicto. Esos hitos son la cesación de hostilidades y de la violencia; la firma de un acuerdo de paz; la desmovilización, desarme y reintegración; el retorno de desplazados y refugiados; el establecimiento de un Estado que funcione (reducción de la impunidad, fortalecimiento del estado de derecho y reducción de la corrupción, entre otros); el logro de la reconciliación y la integración social; y la recuperación de la economía.
Las medidas del postconflicto no necesariamente deben iniciarse al terminar el conflicto, pues cabe, e incluso es deseable, la opción de iniciarlas antes: “Por ejemplo, las políticas y programas para mejorar las condiciones socioeconómicas de los católicos en Irlanda del Norte, incluyendo una legislación laboral justa y el acceso a la vivienda pública, fueron llevadas a cabo durante la década de 1980, incluso mientras los "problemas" estaban todavía en curso, y, efectivamente, hicieron que la población católica estuviera más predispuesta a la paz” (Brown, et al 2011; p. 5).
A la luz de esta propuesta, Colombia apenas estaría cerca del primer hito, pues por ahora solo hay una decisión unilateral de la guerrilla de suspender las hostilidades. Ese enfoque también justificaría por qué se viene discutiendo sobre el postconflicto desde hace varios años y, más aun, por qué el Gobierno afirma que ya está haciendo gastos asociados al postconflicto. Según el Ministro de Hacienda, en el presupuesto general de la Nación de 2015 se destinaron recursos por $7.9 billones para atención, asistencia y reparación de víctimas (Cárdenas, 2015).
¿Qué abarca el postconflicto?
En ese contexto adquieren mayor vigencia las preguntas claves sobre el post-conflicto: ¿Qué actividades se involucran en ese concepto? ¿Cuánto durará? ¿Cuál es su costo? ¿Cómo se financiará?
Mucho se ha debatido y especulado sobre estos aspectos, pero nadie tiene una respuesta sólida. Para muchos, lo acordado en el primer punto de la negociación implica que el desarrollo agropecuario es un componente del postconflicto.
De igual forma, en el Plan Nacional de Desarrollo se vinculan al postconflicto programas de construcción de vías, de actividad física y deporte, de infraestructura de seguridad, y de oferta de salud, entre otros (DNP 2015).
Los analistas también mencionan temas que están relacionados de forma más directa: la reparación de víctimas, la Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad, la Convivencia y la No Repetición, las zonas de concentración, y la Jurisdicción Especial para la Paz, conformada por magistrados nacionales y extranjeros.
La realidad es que buena parte de los compromisos de las negociaciones consisten en la implementación de las políticas de desarrollo, que se tienen que hacer con o sin postconflicto; en algunos casos, como el de los derechos de propiedad sobre la tierra, son tareas que se han aplazado por décadas.
Por consiguiente, es importante la tarea de depurar el listado de actividades consideradas como parte del posconflicto, separando aquellas que son componentes de una política de desarrollo económico y social, de aquellas que son parte integral del proceso de paz. Entre las primeras, también es necesario discriminar las que ya cuentan con asignación de recursos en el presupuesto nacional de las que demandan recursos nuevos. Mientras no haya esa precisión, será difícil para la sociedad entender las verdaderas dimensiones del postconflicto y más aún la magnitud de los costos que se deben asumir.
¿Cuánto cuesta el postconflicto?
Cabe preguntarse por qué es importante cuantificar el costo del postconflicto, pues hay analistas que piensan que el interrogante puede llevar a un debate absurdo: si el costo es muy alto, es mejor seguir como estamos.
Tales posiciones desvirtúan el objetivo de la estimación del costo. La experiencia muestra que en términos de la planeación económica es deseable contar con una cifra, a partir de la cual se pueda evaluar cómo se van a allegar esos recursos, cuál sería el plazo razonable de implementación de las políticas, y cuáles serían los programas y políticas prioritarios para la asignación de los presupuestos.
No es deseable generalizar posiciones como la de Francisco de Roux, quien, basado en su experiencia de trabajo con comunidades en zonas de conflicto, concluye que no debería haber asignaciones previas de recursos: “Es un error definir ex ante la cantidad de dinero que se va a asignar a un territorio, pues entre otras cosas, crea una rapiña política y social que rompe el proceso” (Tribuna, 2016; p. 19).
Sin demeritar que en algunos programas específicos se podría utilizar tal método a fin de controlar la corrupción, en el caso del postconflicto se trata de cifras cuantiosas y se requiere de cálculos detallados de los costos para acceder a cualquiera de las vías de financiación disponibles.
Pero, como no se cuenta con un inventario completo de los rubros que generarán compromisos de gasto, tampoco se puede valorar con precisión el costo. Además, tampoco hay claridad sobre la duración del postconflicto, lo que hace más difícil ese cálculo.
En una conferencia en marzo de 2015 el Ministro de Hacienda señaló: “la verdad es que no hay una cifra de cuál va a ser el costo del post-conflicto simple y llanamente… porque todo dependerá de cómo se logra ese acuerdo en las negociaciones de paz y esas negociaciones no han concluido” (Cárdenas, 2015).
También señaló el ministro que no es un costo único en un momento del tiempo: “El país seguramente va a tomarse un tiempo en implementar estos acuerdos, el post-conflicto lo vamos a tener que medir, en lustros, o en décadas porque no va a ser una transición inmediata”.
Por estas razones, las cifras que han lanzado diversos analistas se mueven en un rango amplio tanto de tiempo como de costo: Al Presidente Santos se le atribuye la cifra de $54 billones en reparación, en un periodo de 10 años (Semana, 2014). Para un periodo similar, Juan Camilo Restrepo calcula entre $80 y $100 billones solo para la zona rural. Fedesarrollo señala $80 billones; el Bank of America $187 billones, la firma Raddar $200 billones. Para un periodo de 20 años, la senadora Claudia López estima la cifra en $312 billones (Semana, 2014 y El Universal, 2015). Por último, el costo estimado para poner en marcha las recomendaciones de la Misión Rural, que están muy en la línea del primer punto de los acuerdos de La Habana, asciende a $195 billones, según el DNP en 15 años (Portafolio 2016).
Como ya se anotó, la dificultad con esas cifras es que no diferencian los programas de desarrollo ya financiados, los programas sectoriales adicionales y los gastos realmente nuevos que nacen del proceso de paz.
Hay casos como el de la reparación de víctimas, por ejemplo, que en aplicación de la Ley de víctimas (Ley 1448 de 2011), ya cuenta con recursos del presupuesto y con avances en la solución del problema, como lo señaló el Ministro Cárdenas en la conferencia mencionada. De esta forma, el gasto nuevo que se derivaría de los acuerdos de La Habana por este concepto sería menor a lo que inicialmente se podría pensar.
Pero hay otros que surgen de las negociaciones, sobre los que aún no hay estimaciones o ellas son muy imprecisas. Es el caso de la Jurisdicción Especial para la Paz, que implicará vincular entre 1.600 y 3.000 funcionarios y podría tener un costo cercano a los dos billones de pesos; sin embargo, no se conoce cuál es la metodología de estimación de ese costo, ni el periodo de tiempo que se supone estará vigente esta Jurisdicción.
Algo similar ocurre con el tema de la desmovilización. Se habla de zonas de concentración, que podrían ser ocho, si prima la tesis del Gobierno, o 60 si se aplica la de las Farc. El problema es que habría que garantizar la financiación de los consumos básicos de alrededor de 36.000 desmovilizados (sumando los guerrilleros armados y los grupos de apoyo logístico) por un tiempo indefinido.
Fuentes de recursos
Las estimaciones mencionadas están en un rango entre 0.6% y 2% del PIB por año; aun cuando no se tiene la precisión deseada, se debe ir evaluando la forma de financiarlos. Hay tres fuentes básicas para hacerlo y, dadas las circunstancias, se tendrá que acudir a todas ellas.
La primera es el Presupuesto General de la Nación. Una posibilidad teórica es el aumento de la tributación; en la realidad hay poco margen para esta fuente, pues la reforma tributaria estructural que se está preparando, además de redistribuir la carga entre empresas y personas naturales, espera recaudar 2% del PIB con el fin de compensar la desaparición de la renta petrolera; un 1% adicional que requiere el Gobierno se deberá financiar con deuda.
La otra posibilidad es la re-priorización del gasto. Esta será la opción a la que acudirá el Gobierno, pero hay limitaciones como lo demuestran varias decisiones recientes. En el Pipe 2.0 se reorientaron recursos por cerca de $17 billones y los programas de austeridad de 2015 y 2016 recortaron básicamente recursos de inversión, porque los gastos de funcionamiento no son flexibles.
La segunda son los recursos de la cooperación internacional. Aquí la pregunta es qué tan dispuestos están los organismos internacionales a apoyar financieramente a Colombia, que no es un país pobre y en el que, hasta hace poco, en los escenarios internacionales se negaba la existencia de un conflicto.
Según Rodríguez (2016, p. 2), “El problema es que presentar los éxitos de Colombia como país emergente, candidato a la OCDE y graduado como país de renta media, se conjuga con dificultad con la necesidad de buscar recursos para financiar el postconflicto. En la última década la cooperación para el desarrollo ha ido retirándose de los países de renta media y de las regiones menos “problemáticas”, para concentrarse en los focos de tensión de la actualidad en Asia, África y la cuenca del Mediterráneo”.
Adicionalmente, regiones como la Unión Europea se han visto forzadas a utilizar ingentes recursos en la contención y solución del problema migratorio, disminuyendo las disponibilidades para apoyar procesos como el del postconflicto en Colombia.
Por último, están los créditos con organismos multilaterales en condiciones preferenciales. Esta fuente tiene alta probabilidad, por la tradición de cumplimiento de las obligaciones financieras que tiene el país, y por el prestigio de seriedad en el manejo macroeconómico.
Pero puede haber una restricción en el creciente endeudamiento que tiene el país. Según el exministro Alberto Carrasquilla (2016) “la deuda bruta del gobierno viene subiendo de manera gradual pero sostenida desde 2012 y ya supera el 53 por ciento del PIB. Esta es la más alta de la historia moderna si se incluyen los 11 puntos del PIB que habían sido emitidos hasta abril de 2015 bajo la figura igualmente onerosa de las vigencias futuras”.
En la coyuntura reciente las calificadoras y los analistas internacionales están haciendo un cuidadoso seguimiento de la situación fiscal y de la cuenta corriente de las economías emergentes. Por lo tanto, la posibilidad de uso de esta fuente estará en función del trámite de la reforma tributaria estructural y del ajuste que se pueda dar en la cuenta corriente.
Colofón
Se debe reiterar que la cuantificación de los costos del postconflicto no se puede interpretar como un dilema entre guerra y paz. La construcción de buenas decisiones económicas pasa por tener un alto grado de certeza sobre las magnitudes de las variables sobre las que se pretende incidir y ese es el objetivo de la medición.
De lo expuesto se colige que aún hay mucho que hacer en materia de cuantificación de los costos del postconflicto. Si bien es cierto que las negociaciones no han terminado, hay puntos acordados sobre los que debería existir ya una discriminación de gastos por tareas nuevas que surgen de los acuerdos, gastos nuevos en políticas de desarrollo económico y social, y gastos en programas ya incorporados en el presupuesto general de la nación.
Solo de esa forma se podrán definir las estrategias más realistas de financiación y evitar que la insuficiencia de recursos se convierta en un cuello de botella para la implementación de los acuerdos de paz.
Bibliografía
Brown, G.; Langer, A.; y Steward, F. (2011). “A Typology of Post-Conflict Environments”. CRPD Working Paper No. 1. Centre for Research on Peace and Development, University of Leuven, Belgium.
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Carrasquilla, A. (25 de enero de 2016). “El ajuste fiscal ¿Por qué y cómo?”. Razón Pública. Disponible en: http://www.razonpublica.com/index.php/politica-y-gobierno-temas-27/9176-el-ajuste-fiscal-por-que-y-como.html.
Departamento Nacional de Planeación (2015). Plan Nacional de Desarrollo 2014-2018: Todos por un nuevo país. Bogotá.
El Universal (21 de octubre de 2015). “Lo que podría costarle el posconflicto a Colombia”. Disponible en: http://www.eluniversal.com.co/cartagena/lo-que-podria-costarle-el-posconflicto-colombia-209052.
Portafolio (12 de abril de 2016). “Poner en marcha la Misión Rural cuesta $195 millones”. Disponible en: http://www.portafolio.co/economia/gobierno/mision-rural-cuesta-195-billones-493853.
Rodríguez, E. (2016). “El papel de la comunidad internacional tras la firma de los acuerdos de paz en Colombia”. ARI 12/2016. Real Instituto Elcano. Madrid.
Semana (11 de noviembre de 2014). “Las cuentas del posconflicto no dan”. Disponible en http://www.semana.com/nacion/articulo/las-cuentas-del-posconflicto-no-dan/408351-3.
Tribuna (2016). “Cuáles son las grandes necesidades del gasto del posconflicto”. Tribuna Revista de Asuntos Públicos, No. 12, febrero. Universidad de los Andes.
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