Publicado en Portafolio el 22 de enero de 2021
En una entrevista en mayo de 2020 el historiador Nial Ferguson afirmó: “las pandemias toman un tiempo, por lo general de dos años. Suele haber más de una ola. A veces hasta tres, como en 1918-19, y mucho depende de si hay una vacuna en ese período”.
Esta observación pasó desapercibida porque Europa había superado la primera ola de covid-19, se creyó tener el control de la pandemia y creció la percepción de que “esta vez es diferente”. Se consideró improbable la repetición de la historia de las pandemias anteriores, especialmente por los grandes avances de la ciencia y la tecnología. Predominó la arrogancia del ser humano.
Faltó humildad para reconocer que muchos aspectos del virus siguen siendo un enigma para la ciencia, a pesar de las sofisticadas herramientas que no estaban disponibles en las grandes pandemias previas. La amplia gama de secuelas del covid-19 en muchos sobrevivientes, por ejemplo, sorprenden a los médicos, pero no son temas debatidos en los medios o en los informes técnicos; seguramente hay científicos tratando de entender este problema, pero sus voces no tienen mucho eco.
Entre tanto, los “expertos” recomiendan prácticas contradictorias que alimentan la confusión, restan credibilidad a las políticas sanitarias e incentivan la indisciplina social; lo ilustran el uso de tapabocas, el transporte masivo como fuente de contagio, el plazo en el que estarían disponibles las vacunas, y el uso de guantes y de tapetes con desinfectantes.
Comenzando el 2021 las palabras de Ferguson cobran vigencia en un mundo que ve crecer como la espuma los contagios y las muertes por el covid-19 y aumenta la incertidumbre en el año en que anhelábamos ver la reactivación de las economías junto con la vacunación masiva.
Ante la demanda de explicaciones por las nuevas olas de contagios abundan las respuestas: el verano en las economías desarrolladas con fuertes flujos de turistas entre países, la reapertura de las instituciones educativas, la mutación del virus, el cansancio de la población ante las medidas de restricción, la falsa percepción de los jóvenes sobre su inmunidad frente al virus, la conducta humana, etcétera.
Lo que no se menciona es que las autoridades de muchos países se volvieron complacientes como consecuencia de los erráticos mensajes provenientes de las autoridades multilaterales de salud, de los intereses políticos para no perder votos en las campañas electorales, del relajamiento en la implementación de las políticas de rastreo y de señales poco claras sobre la aplicación de otros controles, como lo ilustra el debate sobre la exigencia de pruebas PCR a los viajeros que llegan de otros países.
La complacencia se refleja en permisividad con la informalidad, los domiciliarios, las celebraciones futbolísticas, las festividades navideñas y la indisciplina social, en parte auspiciada por la falta de controles. Para la plaza pública los alcaldes anuncian programas de rigurosa aplicación de los protocolos de bioseguridad en las actividades informales; pero la realidad son aglomeraciones sin distanciamiento social y sin las medidas mínimas de protección.
Hay que pensar como Ferguson, que la pandemia durará como mínimo dos años, que la sociedad tendrá que adaptarse a nuevas formas de organización y que los gobiernos enfrentan un problema económico y social de grandes proporciones, más agudo entre más restricciones se tengan que imponer.