Publicado en Portafolio el viernes 26 de abril de 2019
Los regaños del presidente Trump al presidente Duque por el crecimiento de las “exportaciones” colombianas de cocaína a los Estados Unidos, me trajeron a la memoria el libro “Pequeñas crónicas”, del historiador italiano Carlo Cipolla.
Narra Cipolla que en pleno auge del mercantilismo Gran Bretaña y los Países Bajos tenían una balanza comercial negativa con China, pues mientras esta nación les vendía sedas, porcelanas y té, no compraba mayor cosa a los europeos.
Así como Peter Navarro le dice al oído a Trump que el déficit comercial empobrece a los Estados Unidos, los políticos y la opinión pública criticaban con el mismo argumento a la Compañía Holandesa de las Indias Orientales y a la Compañía Británica de las Indias Orientales. Para solucionar el “problema”, estas compañías diseñaron un plan diabólico: comenzaron a producir opio en la India para exportarlo a China, país que ya tenía graves problemas con el consumo de ese estupefaciente.
Como China expidió un bando imperial prohibiendo la importación y el consumo de opio, las compañías holandesa y británica se hicieron a un lado oficialmente, pero siguieron manejando el negocio mediante mercaderes que eran obligados a comprarles la droga e introducirla de contrabando al mercado chino. A ellos se sumaron desde 1820 los norteamericanos traficando opio turco.
Cipolla destaca tres consecuencias de la diabólica idea: el creciente número de chinos enviciados por el consumo de opio, la rampante corrupción de burócratas amangualados con los contrabandistas y el deterioro de la balanza comercial de China.
Surgieron en China dos propuestas para afrontar el problema: Una proponía legalizar el comercio de opio y otra abogaba por apelar a la represión. Según los defensores de la primera opción, “la legalización del comercio del opio haría disminuir el precio de la droga y, por tanto, eliminaría los grandes beneficios de los traficantes; además anularía la causa de la extendida corrupción en la burocracia”.
El emperador optó por la segunda; ordenó acabar el tráfico del estupefaciente, estableció la pena de muerte al comercio y distribución del opio, se confiscaron grandes cantidades de droga y se impuso arresto domiciliario a los mercaderes extranjeros. En respuesta, las tropas inglesas desembarcaron en China en 1840 para defender los intereses de los traficantes angloamericanos, iniciando la primera guerra del opio; los chinos fueron derrotados, les impusieron el libre comercio y se reactivó el tráfico de la droga.
Con la cocaína hay una disyuntiva similar. Ante el desaforado consumo en las economías desarrolladas, las políticas de represión impuestas a los países productores fracasan. Según la Unodoc, Estados Unidos tiene el segundo nivel más alto del mundo de prevalencia en el consumo de marihuana y cocaína en la población entre 15 y 64 años (17,0% y 2,4%, respectivamente) y la tendencia es ascendente. La misma fuente muestra que las capturas de cargamentos del alcaloide son consistentemente superiores en Colombia que en Estados Unidos.
Así como los chinos hubieran podido evitar las guerras del opio legalizando su comercio, actualmente se podrían suprimir los enormes costos económicos, sociales, ambientales y de seguridad adoptando esa política para la cocaína. En lugar de andar regañando a medio mundo, Trump debería repasar la historia de la prohibición del alcohol en Estados Unidos y las bondades de su eliminación.
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