Publicado en Portafolio, el 22 de agosto de 2014
El anhelo bogotano de tener un sistema masivo de transporte moderno y eficiente, parece una quimera. Se viene desdibujando por la pérdida de controles, el desinterés del Gobierno distrital y la tendencia al deterioro de la cultura, entre otros males.
Vienen a mi mente las imágenes de aquel Transmilenio recién estrenado: estaciones y buses limpios y en muy buen estado; orientación a los usuarios para entender la enrevesada nomenclatura de las rutas; ausencia de rancheras y música guasca a todo volumen; una nueva cultura ciudadana, con pasajeros respetuosos de las sillas azules, y puntualidad en los recorridos, era lo que me permitía desplazarme en 25 minutos hasta mi trabajo. Estos factores invitaban a usar menos el automóvil.
Pero todo cambió. Los 25 minutos de mi recorrido ya no existen, ahora son alrededor de 60. Uno, por el pésimo estado de las vías; la mal llamada autopista y la Avenida Caracas son una interminable colección de losas rotas y parches de asfalto. Dos, por el deterioro de numerosos buses al circular por esas trochas. Tres, porque con inusitada frecuencia el servicio es interrumpido por bloqueos de grupúsculos que protestan por cualquier cosa (ocasionalmente por el mal servicio).
La cultura ciudadana que se estaba gestando tiende a desaparecer. Desafiantes adolescentes se adueñan de las sillas azules y se hacen los zombis cuando alguien las solicita. El ‘toque toque’ de algunos depravados, aprovechando las aglomeraciones, llevó a la vergonzosa decisión de crear un ‘apartheid’ femenino.
La ‘viveza’ de la que tanto nos ufanamos, también pisotea la cultura ¿Por qué pagar el pasaje si otros no pagan? Mejor, ‘hacer conejo’, saltar por encima de la registradora o ‘colarse’ por las puertas habilitadas para entrar y salir de los buses.
Los costos, que finalmente asumimos todos los residentes de Bogotá, son enormes. Se estima que, diariamente, hay 70.000 ‘colados’; así se pierden ingresos superiores a 30 mil millones de pesos por año, equivalentes a la reparación de más de 9.000 losas. Esos gastos suben por el arreglo de las puertas averiadas al forzarlas para entrar o salir.
Además, están los costos de las vidas humanas que, por no pagar 1.700 pesos, terminan bajo las ruedas de un bus.
Por último, la inacción de la Bogotá Humana está fortaleciendo la informalidad en las estaciones, haciéndonos evocar las viejas terminales de las flotas. En los alrededores y dentro de las estaciones hay vendedores de toda clase de alimentos y chucherías; los buses se llenaron de artistas frustrados, que van desde ruidosos raperos hasta destemplados baladistas; y cuando ellos se apean en una estación, los sustituyen los lastimeros cuentos chinos de una variopinta tropa de mendigos.
Todos los aspectos enumerados no son más que una verificación de la teoría de los vidrios rotos. La falta de decisiones de las autoridades, la permisividad frente a los desmadres de diversa índole, la escasa vigilancia y la falta de sanciones rigurosas están generando la ley de la selva en Transmilenio.
Solo la reacción efectiva de las autoridades distritales, la concientización de los ciudadanos, la recuperación de la infraestructura y el desarrollo de las obras represadas por los últimos gobiernos harán posible retornar a aquel Transmilenio del comienzo. De lo contrario, solo quedará para las remembranzas de los proyectos fallidos de modernización.
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