Crecimiento y cambio tecnológico

viernes, 5 de julio de 2019
Publicado en la Revista Fasecolda No. 173, 2019

Uno de los anhelos plasmados en numerosos planes de desarrollo de Colombia es lograr una tasa de crecimiento superior al 4.0% de forma estable. Se considera que ella es una condición para lograr la convergencia hacia los niveles de ingresos de las economías desarrolladas.

No obstante, esa sigue siendo una de las grandes frustraciones del país. Los indicadores muestran que mantenemos un estancamiento de largo plazo sin que haya una tendencia definida a ese objetivo; recientemente mejoramos un poco como consecuencia del auge de los productos básicos y del estancamiento del crecimiento de Estados Unidos (“gran recesión”), pero el indicador de ingreso relativo tiende a retornar a su rango típico (gráfico 1).


También los planes de desarrollo plantean la necesidad de aumentar la productividad de la economía; no obstante, la productividad total de los factores se mantiene estancada desde 1975 (gráfico 2). De todos modos, en el Plan de Desarrollo del actual gobierno se insiste en que “la productividad es el motor del crecimiento sostenido en la economía global”. Este es un elemento complementario del anhelado crecimiento, pues desde hace varias décadas, la teoría económica postuló su relación.


Uno de los problemas radica en que, conceptualmente, no es muy claro qué determina las variaciones de la productividad: igual puede ser la inversión en activos físicos que la educación o el cambio tecnológico. No hace mucho, Paul Krugman se cuestionaba, con relación a Estados Unidos: “No sabemos realmente por qué el crecimiento de la productividad se redujo hasta casi detenerse. Ello hace difícil responder otra pregunta: ¿qué podemos hacer para que aumente?”.

El cambio tecnológico es una variable que se considera determinante de la productividad y de ahí la recomendación de crecer el gasto en I+D y crear sistemas de innovación. De nuevo, Colombia no es la excepción y el proyecto del plan de desarrollo en curso así lo expresa: el país “debe fortalecer la capacidad técnica de las empresas no solo para buscar y seleccionar tecnología, sino también para transferirla y absorberla, así como generar y adoptar innovación. Para ello, el conocimiento producido en las universidades, centros de investigación y de desarrollo tecnológico y las unidades de Investigación y Desarrollo (I+D) es de suma importancia”.

También llevamos décadas reconociendo la importancia de la I+D como factor potencial de dinamización de la productividad y lamentando el bajísimo gasto como porcentaje del PIB (gráfico 3). Recordaba recientemente Rosario Córdoba (“La calentura no está en las sábanas”) que desde los 90 aspiramos a una meta del 1% del PIB y esa sigue siendo una quimera.


Quizás sea hora de replantear la forma de abordar el problema. Aun cuando se suele mencionar la contribución del Gobierno, implícitamente deseamos que sea el sector privado el que realice el gasto en I+D, bajo el supuesto de que son finalmente las empresas las que producen los bienes y servicios y las que enfrentan a los competidores de otros países que son más competitivos.

Si bien eso es cierto, tal vez estamos minimizando el rol que debe jugar el Estado en este proceso. Esto nos lleva a la discusión sobre el papel de la política industrial. La idea dominante es la de minimizar la intervención del gobierno bajo la hipótesis de que no tiene la capacidad de “seleccionar ganadores” y que su intromisión no hace más que distorsionar el actuar de la “mano invisible” y generar rentas a grupos privilegiados de la sociedad. Lo máximo que llegan a admitir algunas vertientes del pensamiento económico es su participación para corregir “fallas del mercado”, entendiendo por ellas ciertos campos en los que el sector privado no logra ser eficiente o simplemente no tiene interés; ejemplos de ello son el acceso de las pymes al crédito, la provisión de la salud y el establecimiento de sistemas de ahorro pensional.

No obstante, diversas investigaciones recientes han mostrado que, en materia de innovación, de cambio tecnológico y de I+D, el Estado tiene un papel mucho más importante que el de corrector de “fallas de mercado” y que, en la práctica, en las economías desarrolladas y algunas de las emergentes más dinámicas él ha jugado un rol protagónico.

En el libro El Estado emprendedor (2014), Mariana Mazzucato demuestra cómo los gobiernos de Estados Unidos y otras economías desarrolladas, así como China y algunas economías emergentes, han liderado el cambio tecnológico. La revolución tecnológica que vive el mundo no es producto del azar, ni de emprendedores geniales que de forma aislada tuvieron la inspiración de producir inventos revolucionarios.

Un estudio de Breakthrough Institute (“Where Technologies Come From”) destaca los “milagros” que la tecnología nos brinda hoy, como usar el GPS del celular para encontrar la ruta óptima que nos lleve a una dirección,  tener conversaciones gratuitas por Skype con personas que están en cualquier lugar del mundo, o acceder a nuevos tratamientos contra el cáncer. Luego, cuando nos preguntamos de dónde vienen esos “milagros”, se tiende a asociarlos con las prestigiosas empresas que los producen. Pero, como resalta Breakthrough Institute, casi nadie sabe que en realidad detrás de ellos está el papel activo del gobierno de Estados Unidos en el desarrollo de la tecnología y la innovación.

En el caso de Apple, Mazzucato destaca que productos como el iPod, el iPhone y el iPad incorporan un grupo de tecnologías que surgieron por procesos de I+D pagados por el Gobierno de ese país: Internet, GPS, redes inalámbricas, pantallas táctiles, Siri, etc. (gráfico 4). Esto la lleva a concluir que “el éxito de Apple no depende de su capacidad para crear nuevas tecnologías, sino de sus capacidades organizativas para integrar, comercializar y vender estas tecnologías que ya están disponibles” (página 315).


Señala Mazzucato que la etapa de desarrollo de la ciencia básica involucra la incertidumbre knightiana, es decir aquella en la que el comportamiento de una variable es impredecible y de la cual no es posible calcular una probabilidad de éxito o de fracaso. Ante ella, no hay capital privado ni fondo de capital de riesgo que se atreva a invertir. Es el Gobierno con programas específicos de investigación para atender, por ejemplo, objetivos de “seguridad nacional”, el que desarrolla conocimientos o contrata científicos, universidades y empresas para alcanzar nuevas tecnologías. Una vez que ellas se han producido, por diversos canales van a las empresas que las masifican; es el momento en el que aparecen compañías como Apple o Microsoft y también los fondos de capital de riesgo. Ese fue el proceso mediante el cual se gestó lo que hoy conocemos como la revolución del Internet y de las tecnologías de la información; también es el que ha permitido el desarrollo de productos farmacéuticos para el tratamiento de múltiples enfermedades en las décadas recientes y es el que está propiciando la nueva revolución verde en las economías desarrolladas y en países como China.

En el caso de la revolución verde, en Estados Unidos se creó la Advanced Research Projects Agency – Energy (ARPA-E), mediante la America Competes Act de 2007. En su página web, ARPA-E indica que su labor es “promover tecnologías energéticas de alto potencial y alto impacto, pero que son demasiado tempranas para la inversión del sector privado”. Esto significa que son tecnologías en la fase de incertidumbre knightiana y que, por lo tanto, el sector privado no está en capacidad de asumir los riesgos.

¿Qué debería aprender Colombia de estas experiencias? En primer lugar, que la incertidumbre knightiana justifica la intervención del Estado como líder en el desarrollo de conocimientos y tecnología. En segundo lugar, que su trabajo con científicos, centros de investigación, universidades y empresas genera ecosistemas de innovación. En tercer lugar, que los incentivos fiscales son un instrumento débil para inducir el gasto en I+D; en lugar de exenciones esos recursos deben fortalecer el presupuesto de I+D. Por último, que se requieren instituciones similares a las agencias de investigación en Estados Unidos y no ministerios, ni departamentos administrativos, ni órganos colegiados con pesadas burocracias para orientar la I+D. Con esas lecciones podría alimentarse el plan de desarrollo y redimensionarse la innovación en el país.

0 comentarios: